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Visiones De Ciudad

La belleza del gris

Oviedo es un mundo en miniatura ajeno al resto del universo, una ciudad santuario

El Campo San Francisco, visto desde la torre de la iglesia de los Carmelitas, en la calle Santa Susana. LUISMA MURIAS

Empezar la carrera universitaria es a todas luces un cambio brusco al que el estudiante desprevenido debe aprender a adaptarse, y consigo lleva aparejada una suerte de coincidencias que conducen a una nueva forma de enfrentarse a la vida. El inicio de lo que serán varios años de facultad ha derivado, en mi caso, a una apertura casi forzada de mis círculos sociales; esto no es de extrañar, pues pasar cinco o seis horas diarias encajada precariamente entre alumnos con los que maniobro cada vez más habilidosamente para que nuestros codos no impacten sin permitir un cierto grado de intercambio verbal habría sido a la par incómodo y descortés.

Es así como he hecho de mi día a día un constante aprendizaje social, conociendo a personas procedentes de muy distintos lugares. Los hay que han llegado de ciudades grandes, llenas de luces y colores, de bullicio y multitudes, de largas hileras de coches aparcados y prisas acumuladas en cada esquina. Y hay algunos que vienen del sur, de muy al sur, de Andalucía o incluso de las Islas Canarias. Estos alumnos meridionales hablan en ocasiones de soles inmensos naufragando en cielos impolutos y lisos, perfectamente azules, irrealmente brillantes.

Yo miro por la ventana mientras les escucho y veo mi cielo, el cielo de mi Oviedo, esa cúpula plomiza y desgastada, ese gris añejo estriado en ralos fragmentos garzos que a veces se vacía para dar paso a un sol tibio e indeciso y que otras veces se inflama hasta estallar en lloviznas tan frías como inevitables.

Me pierdo en ese cielo melancólico y vetusto que siempre ha estado sobre mi cabeza y pienso que no lo cambiaría por ningún otro sol que no fuera el mío.

Es una ciudad bella, Oviedo. Llego a esa conclusión siempre que nos detenemos con el coche en el semáforo de la Plaza Castilla a la vuelta de algún viaje o excursión improvisada y aguardo, con la radio sintonizada en cualquier emisora y el asfalto cubierto de vehículos que esperan en tensión el pistoletazo de salida que les permitirá entrar al fin.

Y es importante hablar de esos dos momentos del año en los que el horario solar y el oficial se funden para permitir que, en mi camino a clase cada mañana, pueda detenerme a ver la salida del sol al fondo, lanzando centelleos áuricos y suaves sobre los colegios mayores, más allá de los árboles del Parque de Invierno. A veces, el rocío cubre la hierba de las rotondas y los arbustos, y esa primera luz del día se fragmenta sobre las minúsculas gotas dibujando en el aire figuras etéreas y casi totalmente diáfanas. En ocasiones, las nubes más bajas adquieren tintes rosas y naranjas, intensos como hematomas sobre el blanco algodonoso, y otras veces, la niebla pegajosa y pálida baja para cubrirlo todo, cegando a la ciudad.

En ese instante, Oviedo empieza a abrir los ojos. No hay ruido constante ni enérgica juerga como podría pasar en metrópolis más grandes; es, por el contrario, una transición perezosa, lenta, callada. Es el despertar de una anciana que carga sobre sus espaldas con más años de los que las arrugas de sus calles podrían querer admitir.

Hay algo de magia en ese momento que es tan mío, cuando solo escucho mis propios pasos y guiño los ojos a un sol neonato que se estira silenciosamente, antes de llegar a zonas más concurridas y unirme a los demás madrugadores.

Pero también hay magia en muchísimos otros detalles, en todas esas diminutas cosas que hacen de Oviedo un mundo en miniatura ajeno al resto del universo cuya perfección reside precisamente en todas esas leves imperfecciones que convierten la ciudad en un santuario. Es la magia de la rugosidad de la piedra que reviste primorosamente las calles del casco antiguo, la de la torre única de la Catedral desde la que Don Fermín de Pas ejercía su vigía silenciosa bajo la pluma de Clarín y la del Sagrado Corazón haciendo las veces de faro con su luz frágil pero constante en su eterna custodia de la ciudad desde el Monte Naranco.

Comprender esa magia es saber encajar en una ciudad tan pequeña un espíritu tan grande como el que une a los carbayones bajo la sombra de un roble que lleva ya casi ciento cuarenta años talado; es apreciar la extraña belleza dispar de un blanco surrealista que ofrece un monstruo raro como el Modoo; es tomar algo con mis padres en la Ruta de los Vinos y tratar de predecir con qué tapa nos deleitarán ese día; es atravesar el Parque San Francisco sin perder jamás la esperanza de cruzarme con un pavo real de colores vivos y andares altaneros en su libre pasear, o apoyar la frente en la ventana del autobús mientras juego a adivinar a dónde se dirigen los transeúntes que caminan con más y menos prisa al otro lado del cristal.

La magia de Oviedo es el ajetreo vivo y centelleante del Fontán, los charcos sobre las baldosas lisas reflejando un cielo infinito, San Mateo cada septiembre y los puestos llenos de sabores tradicionales y miradas al pasado en la Feria de la Ascensión.

La magia es el verde, más puro y más real que en ningún otro lado, estallando en una explosión repentina e inesperada desde todas las esquinas. Son las gaviotas que llegan de la costa para planear en curvas elípticas sobre los edificios bajos trayendo reminiscencias difusas del olor a sal. Son las iglesias y las casas, los colegios, cada instituto, hasta la última facultad.

La magia es Oviedo en sí mismo, desde su inicio hasta su fin, en cada parque y cada persona, en cada ladrillo, en cada estatua, en cada banco, en cada adoquín.

Y yo, que llevo ya mis breves dieciocho años viviendo día a día en mitad del hechizo, tal vez me haya acostumbrado al milagro. Quizá mis ojos estén demasiado hechos al encantamiento prodigioso de lo que me rodea, y todos esos detalles me pasen desapercibidos. Es por tanto ahora cuando me pregunto cómo se sentirá uno descubriendo Oviedo por primera vez, cuán extraordinario será asistir al nacimiento de la comprensión de que se ha hecho un hallazgo sin precedentes, cuánta emoción causará zambullirse lentamente y de un solo salto en el conjuro que ejerce la ciudad para entender, como en alguna especie de revelación iluminada, que se ha alcanzado un oasis de paz en mitad del fragor de la evolución.

Así es Oviedo. Pequeño, refulgente, intenso. Tierno, como el primer despertar de un infante. Esperanzador, como el brillo de una luciérnaga en la oscuridad impredecible de la noche.

Mágico. Como no lo será ningún otro sol en ninguna otra ciudad.

Y el consuelo final será saber que, cuando mis compañeros de clase regresen a sus hogares natales, quizá se lleven consigo el recuerdo de la belleza que esconden todos los matices del gris que una vez conocieron en mi cielo.

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