La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Visiones De Ciudad

Oviedo, la ciudad inventada

La capital de la lluvia es gris pero te acompaña: cuando estás feliz, brilla; cuando no, se encapota

La entrada a la Catedral vista desde la plaza de Alfonso II. MIKI LÓPEZ

Sucedió mientras yo intentaba huir de aquí. Fugarme. Escapar. Oviedo siempre me había parecido pequeña como un pocillo de café, pero no era su tamaño lo que me incomodaba. Me parecía que ésta era la típica ciudad que servía de cuna y sepultura, que te atrapaba, que no te dejaba marchar ni ver el mundo ni que el mundo te viera y que al final, aquí metida, mi vida se volvería tan reducida como los límites de la capital. Como digo, siempre había querido escapar de aquí, y planeé la que pensé que sería mi fuga definitiva de la única manera que sabía: escribiendo. Y al escribir uno vuela, uno se va muy lejos, uno abre todas las puertas que con su mano no alcanza. Entonces sucedió. Para mi sorpresa, de todos los lugares que podía inventarme, me puse a inventar Oviedo. Las calles estrechas y empinadas del Antiguo, envueltas de ordinario en una espesa niebla, por las que corre un sueño de siglos (espera, ¿eso no lo había leído en alguna parte?). Las campanas de las iglesias marcando el paso, el laberinto de conventos, y bares, y las plazas desiertas, y las plazas llenas, y los paraguas de piedra; y al fondo, la biblioteca. Los tranvías (ya no hay tranvías, pero yo los veo como fantasmas, sigo su rastro en el tiempo), la Catedral como un faro, el olor a sidra que baja por la calle, que se mezcla con el olor a pasteles, con gente que grita, porque en esta ciudad no se habla de otra forma.

Y las tertulias. El rumor de las tertulias, las de antes y las de ahora, todas juntas porque nunca han dejado de sonar. Gente que se reúne en una barbería a hablar de ópera, poetas que conspiran en los bares, lectores que se arremolinan en torno al mostrador de una librería de viejo, jóvenes estudiantes de letras que encienden el Milán, que encienden las tabernas, que encienden el mundo. Y la música. La ciudad entera como una cajita de música. Una música que sale de los teatros, de algunos bares que ensanchan la luna, y de las plazas redondas, estudiantes que arrastran sus instrumentos hasta el Conservatorio, gente sin nombre que junto a la iglesia toca el violín, el impagable aire de fiesta de las noches de ópera.

El viento sur, caliente y perezoso empujaba las nubes, haciendo la digestión del cocido y la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana, de la torre de la Catedral, aquel índice de piedra que señalaba al cielo (espera, esto también lo he leído. Pero, ¿cuánto se ha escrito sobre esta ciudad?). Oviedo, la ciudad dormida, la ciudad de la siesta, la ciudad vieja. Mi abuelo llevándome de la mano de niña, explicándome en qué año se construyó cada edificio, y a mí me parecía un gesto mágico, aquella sabiduría, aquel pertenecer tan claramente a un lugar y contar su historia. En el parque, ese jardín misterioso, la fuente del Caracol como un punto secreto y a la vez a la vista de todos. Y la de las Ranas, cada uno de los bancos, todos los árboles, los besos furtivos detrás de los magnolios (no importa que hayan florecido ya o no), los niños que les tiran galletas de miel a los patos y piensan que los pavos reales están encantados. Porque cuando entras en el Campo San Francisco, justo en medio de la ciudad, los edificios y los semáforos, el mundo se detiene un poco o transcurre de otra forma, y quien no tiene recuerdos de él en su infancia, se los crea.

El rastro de los domingos en el Fontán, ese caótico hogar de todas las cosas. Tenderetes y sábanas extendidas en el suelo con máquinas de escribir desdentadas, antiguos candiles de la mina, figuras de ángeles gordos, un cenicero que hace veinte años alguien regaló en su boda (con la fecha, sus nombres y dos anillos de oro enlazados), enormes brújulas de barco estropeadas, el verdadero Grial que es una copa de carpintero. Puestos en los que puedes comprarte cinco libros de segunda mano (algunos dedicados a sus anteriores dueños) y entrar con ellos en la hora de la misa a uno de los bares de los soportales a tomar un caldo y a escuchar a los parroquianos comentar los periódicos. O te tomas un vermú cerca de la sinagoga, en medio de la plaza que a esa hora huele a calamares fritos, y pasas las páginas llenas de polvo de los libros que acabas de comprar y piensas que arreglas el mundo.

Oviedo, la ciudad de la lluvia, que es gris pero te acompaña. Te acompaña en tus paseos y en tus estados de ánimo; y cuando estás feliz Oviedo brilla, y cuando no, se encapota. Oviedo te piensa. Y la gente se guarece de la lluvia en una exposición de pintura, en el calor de los cafés, bajo los soportales en los que antiguamente se vendían zapatillas y madreñas, y busca, en el pasado, una sala de cine para refugiarse de la tormenta. Sólo me falta, en ocasiones, el mar. Pero me da igual porque me lo invento. Y lo pongo y lo quito y, a veces, desde la calle Uría, oigo el ruido del puerto.

Jaime Herrero sale del café, abre el paraguas y mira la ciudad nevada. Recuerda una frase de Xuan Bello: todas las ciudades tienen un corazón escondido. Y me dice que para él, que ha tenido mil vidas, la única ciudad de todas en las que ha estado que tiene un corazón escondido es Oviedo, y por eso siempre vuelve y nunca se marcha. Ahora ya no sé si es Herrero quien lo dice o soy yo, o somos ambos.

Escribí sobre Oviedo, escribo sobre Oviedo, me lo invento y desconozco cuánto hay en mis palabras de realidad y cuánto de mito. A veces me he marchado y, por azar, siempre por azar, he vuelto para quedarme. Para vivir en esta ciudad en la que ya no me siento encerrada, sino en la que habito y me invento y es el corazón de mi imaginación. Este lugar del mundo más hondo que largo al que pertenezco. Pinto mi aldea no para ser universal sino para ser yo misma. Porque cuando se escribe nunca se llegan a abrir del todo esas ventanas a las que no alcanzamos, no existen respuestas, sino tan sólo más preguntas que aguardan tras las puertas entornadas.

Compartir el artículo

stats