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Viaje de un reportero de Madrid a Oviedo en 1881 (2)

La ciudad, en todo su esplendor

Tras dejar las montañas de Pajares y disfrutar de la romería de Santiago en el Barco de Soto, toca arribar a la capital y contemplar su porte

Fachada del colegio Los Pardos.

Por Pola de Gordón no es que empequeñezca el paisaje, es que el terreno, con intención de tocar el cielo, a la vez que se arrugó también engendró altísimos, enrevesados y picudos montes, agrestes donde los haya, capaces de parir deliciosos ríos, tortuosas cañadas y valles de ensueño por los que en un futuro próximo serpenteará el tren hasta Lena.

Mientras cuento todo esto la locomotora avanza por aquellas interminables vueltas y revueltas, no termina de salir de un túnel para sumergirse en otro todavía más largo; resopla sofocada a punto de extenuación y sale a la luz bajo aquellos picachos que amenazan hacerse añicos y cortar el paso. Bella acuarela de cielo azul sobre bosques tornasolados, abriendo espacio a amplias praderas de contagiosos verdes, por las que medran vetustas casuchas, pequeñas y renegridas, recubiertas con paja, a la vera de crecidos fresnos. El maquinista tira de la palanca del silbato, el tren reduce la marcha entre tanto la chimenea, para completar el gracioso cuadro, pinta sobre los vagones una voluptuosa trenza de humo.

Aquí, en la estación de Busdongo, finaliza la primera parte del recorrido sobre raíles. Estoy en el reino del frío. Temporales, nieves y niebla se adueñan del paisaje la mayor parte del año. Admirado por su entorno pregunto a un lugareño el nombre de los picachos que lo rodean. Tras rascarse la cabeza por debajo de una mugrienta boina los recita de seguido: montes de la Osa, los Llanetes, La Peña con su cueva del Borreguín, el Rasón, Cellanca y la Llanalera, el más crecido, al oriente, el Millaró; los de Polledo y Polledín al norte, sobre Tonín y Pendilla, y el Pico del Moro, con su escarpada vertiente, sobre la misma entrada de lo que pronto se convertirá en el túnel de la Perruca.

La aldea de Busdongo se estira a la par que la calle, crece sin mucha convicción porque reconoce su dependencia; sabe que, en breve, cuando el ferrocarril complete el recorrido, cuadras y almacenes, diligencias, coches, carros, mercancías, posadas y viajeros desaparecerán para siempre de su vista. La paz del sendero se transforma en bullicio cada vez que el tren llega a término. Aún rechinan las ruedas cuando un ejército de mozos, de todos los pelajes, asaltan a los viajeros para hacerse cargo de maletas y paquetes, además de convencerles para que suban al medio de transporte ofrecido por ellos mismos. Muchos, en previsión, han sacado el billete en la estación de Madrid o en el restaurante de León porque, suele suceder, por falta de él, muchos han de pernoctar en el pueblo hasta el día siguiente.

Todo son prisas, gritos, maldiciones, relinchos y restallar de látigos sobre la grupa de mulas y caballos mientras los pedigüeños recitan salmodias mendigando una moneda. ¡Pronto! ¡Arriba! ¡Qué nos vamos! ¡El tren nos aguarda en Lena?, y no espera! Diligencias, carretelas, coches y, algunos, como yo, en un magnífico carruaje del "Servicio Combinado", una especie de coche tranvía, ancho, cómodo y aseado, nos apresuramos a tomar asiento.

Por tierra de rebecos y faisanes pasamos a la vera de la Colegiata de Arbás, del Puerto de Pajares y del pueblo de mismo nombre. A lo lejos lucen Ubiña, Tesa, Mesa y Almagrera, montes de Valgrande y Llanos de Somerón; grandiosa balconada que jamás se olvida, insólita para ojos legos. Puente de Fierros y Campomanes. "Si la ficiste en Pajares, pagarasla en Campomanes". Tras dos horas con el ánimo alterado por los grandes precipicios y el meneo de los carruajes, nos aguarda el tren en la Pola de Lena. Desde allí hasta Oviedo hay 31 kilómetros y cerca de dos horas, sentado cómodamente, contemplando un paisaje amable.

Yo, abandonaré el tren seis kilómetros antes. Un buen amigo de la capital del Principado, colega en el diario El Carbayón, me aguarda en la estación de Las Segadas, llamada comúnmente el Barco de Soto. Todavía no he comentado que hoy es 25 de Julio, festividad de Santiago Apóstol y según me han explicado, el "todo" Oviedo, más una parte importante de Gijón, Mieres, Grado, Siero y Riosa, acude a celebrar la romería más famosa del concejo ovetense.

Aprovecho el privilegiado mirador de la ventanilla del tren antes de que éste se detenga en el andén. Tanta belleza reunida colma el espíritu. Desde la destacada altura en que se halla la estación, locomotora y vagones se acomodan a lomos de un largo acueducto, desde él recreo mente y vista en este excepcional panorama.

Tan blanca es la localidad que remeda un pueblecito andaluz. Pequeñas casitas disimuladas entre bosquetes de carbayos, negrillos y castaños se acomodan en el valle por el que fluye el padre de los ríos asturianos: el Nalón, que acaba de incrementar su cauce con las aguas del Caudal; corriente en la que, a millares, acoge salmones, truchas y lampreas. A su costado serpentea la carretera; dos puentes, uno rústico y otro magnífico de piedra, construido a su propia costa por el coronel Cañedo, donan categoría al paisaje. Cerrando la acuarela los montes de Peñerudes, Mostayal y Aramo.

Por algo el Barco está de moda en verano. Más, en días señalados como el del Hijo del Trueno y el siguiente de Santa Ana. Trenes especiales y ómnibus, a dos reales el asiento, atraen a cientos de romeros a divertirse, tomar saludables baños de agua dulce, bastante más recomendables que los de mar, que jamás se pondrán de moda, o pescar. En cuanto me reúno con mi amigo, por el barrio de La Barquera, dirigimos los pasos al prao de la fiesta, que recibe el tenebroso nombre de "Campo del Infierno". Allí, bandadas de mozos y alegres muchachas llenan la tarde de canciones, y bailan giraldillas. Me vienen a la mente estos versos de Teodoro Cuesta:

"Si vieren eses moces tan galanes

más lixeres bailando que les xanes,

con el dengue atadín a la cintura,

diríen ¡viva Uvieo y su hermosura!".

A la par, por todos los rincones, copiosas meriendas a mantel puesto. Mientras cuidan los placeres del estómago, por la pradera, resuenan gaitas, guitarras y violines que hacen las delicias de los mayores. Tanto como lo hacen el centenar de puestos de avellanas, nueces y rosquillas que tanto gustan a los niños; lo mismo que aportan las botas de vino al rebotar el chorro en los paladares y, sobremanera, se bebe sidra, sidra, sidra?a raudales. No daba crédito. Según me contaron, en la fiesta del año pasado se consumieron 12.000 botellas de sidra.

¡No está mal para un pueblín! Nosotros mismos, antes de subir al último tren a la capital, agotamos media docena. Así se nos hizo de corto y agradable el trayecto, no cerramos el pico.

Oviedo es uno de los puntos de veraneo más deliciosos que existen. Nada de agobios caniculares; la temperatura no suele rebasar los 23 grados a la sombra, con frecuencia no llega a 20 grados y por las noches desciende a 12; ideal para dormir a pierna suelta. Hasta no hace muchos años, Oviedo, "la ciudad de los obispos", era una capital provinciana. Hoy todo cambia a pasos agigantados. Me comentaba un famoso editor y librero, afincado en la Puerta del Sol de Madrid, que Oviedo es una de las capitales más cultas y donde más libros venden. También disponen de teatro, circo, casino, liceo y elegantes cafés, y buenas fondas como la de Luisa, en la que me atienden como si fuera de la familia.

Un servidor lo ha vivido como reportero y hoy día prosigue observando su vital transformación. La antigua corte astur está saltando las murallas por los cuatro puntos cardinales. Por uno de ellos, hace siete años, estiró uno de sus tentáculos para inaugurar el ferrocarril entre Gijón y Pola de Lena hasta el mismo pie del monte Naranco, lugar en el que se construyó una gran estación con almacenes y muelles.

Cada vez que los trenes que se dirigen a Lena y Gijón se cruzan en el andén de Oviedo, una multitud de desocupados se reúne a poner en práctica la cualidad humana de observar al prójimo y ocupar sitio. A la salida y entre los ómnibus, a los viajeros les cercan un gran número de mujeres en busca de ese trabajo que tanto escasea, ya saben, disputándose el acarreo de maletas y bultos hasta el destino correspondiente y así ganar unos reales.

Lo cierto es que la gran avenida que abre camino hasta el centro de la ciudad llama la atención de todos los pasajeros, a lo que bien contribuye la extensa alameda que se derrama a su alrededor y la cercanía de unos pocos edificios al otro lado. Tan larga es que solo pensar atravesarla ya produce cansancio. En ocasiones la imagino llena de chalets y viviendas con lujosas balconadas y elegantes comercios, exhibiendo en sus escaparates llamativas mercancías; en escasos años ha de convertirse en una vía de ensueño, digna de una población tan destacada como la capital de España y la calle de Alcalá. A todas horas repleta de turistas.

Tan solo hace un par de años que aquí se montó la de Dios es Cristo. Todo a costa de un roble , por estas tierras los denominan carbayos, más alto que una casa de cuatro pisos y tan ancho como una panera de ocho pegoyos. Poco faltaría para prender fuego a la casa consistorial con Longoria Carbajal y los ediles dentro. Cómo sería la polémica y la veneración que los ovetenses tenían a su totémico árbol que algunos comienzan a autotitularse y presumen de "Carbayones".

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