Estoy sentado en la terraza del Astros, uno de esos bares de toda la vida donde se come y se bebe estupendamente, y los dueños y la clientela forman parte de nuestro paisaje cotidiano más entrañable desde hace casi tres años. Sobre la mesa, junto a una copa de vino tinto, están las memorias de Edna O'Brien, esa escritora a la que le costó lo suyo ser reconocida en su propio país, pero no las leo ahora mismo. Pienso. ¿En qué pienso? En lo mucho que ha cambiado esta ciudad, Oviedo. La ciudad en la que nací hace cuarenta y seis años y en la que vivo. Librerías y tiendas de todo tipo cerradas, bares clausurados, cines desaparecidos. Todo en un espacio de tiempo de unos diez años más o menos, desde que comenzó esta cansina e inagotable crisis.

Sin embargo, como supervivientes que somos, las personas que habitamos en esta ciudad intentamos ser positivas, aunque nos cueste. Dudo que todo vuelva a ser algún día como era antes. Pero me gusta imaginarlo. Cruzar las líneas que atraviesan la ciudad, mi ciudad. Líneas que están en mi cabeza y que van de la casa de mis padres (donde por entonces vivía) a la biblioteca del Fontán, a los mercadillos (de ropas, calzado, verduras, frutas, libros, materiales para la labranza o lámparas y vajillas que habitaron una casa que lo más probable es que hoy también esté desmantelada) que se instalan a su alrededor casi todos los días, al Campo San Francisco, al teatro Campoamor, al Parque de Invierno, al cine Principado (por citar sólo uno), al Manantial, al Ca Beleño, a la Santa Sebe, a la discoteca Vértize (la única abiertamente gay que tuvo esta ciudad, no lo olvidemos)... Itinerarios que están ahí, en mi memoria y también bajo la suela de mis zapatos. Itinerarios (los cinco últimos ya desaparecidos) para el día y para la noche. Huellas de la memoria.

Retazos de vida que vuelven a la cabeza de vez en cuando, intentando no ahondar en determinadas heridas. Oviedo, entonces, tenía otra luz, otra alegría. Aquellas líneas que en aquel tiempo cruzaba. No había lugar para la melancolía. Las cosas de la juventud también contribuían a ello, supongo. Aunque no hay duda de que el paisaje ha cambiado. Hay un antes y un después, indiscutiblemente. Quedan refugios, claro, más allá de los afectos personales que nos rodean. Quedan las bibliotecas, algunas librerías, algunos cafés (como éste desde el que, en esta tarde ociosa, reflexiono) y el Campo San Francisco, donde tantas veces me he refugiado para huir del mundo, de los momentos hostiles, de las malas noticias, de las decepciones. Un refugio para leer, para pensar (o para no hacerlo: para dejar la mente en blanco), para respirar. Juegos de luces y sombras bajo las hojas de esos árboles mecidas por el viento, atravesadas por el sol característico de cada estación. Reflejos también de la luna y las estrellas en aquellas noches de los primeros cigarrillos, de los primeros secretos, de los primeros besos, de los primeros deseos. Buscando el corazón del sábado noche, que decía Tom Waits en la penumbra de la habitación de aquel joven que sólo quería comerse el mundo, ver todas las películas y leer todos los libros.

Está anocheciendo. Edna O'Brien me observa con aires de diva cinematográfica desde la cubierta de sus memorias, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos. Seguiré con ella más tarde. Apuro mi copa de vino mientras observo a toda esa gente que, en esta tarde de sábado, regresa del Centro Comercial Calatrava con sus bolsas de Primark en las manos. Esos momentos donde, seguramente, hallaron un instante de felicidad por unos pocos euros. Me pierdo entre ese vaivén de bolsas y risas (sábado noche, al fin y al cabo, aunque la mayoría de esta gente joven probablemente no sepa quién es Tom Waits). Pero no lo hago con resignación, sino con el sosiego propio de quien, habiendo acumulado buenas y malas experiencias, mira siempre hacia delante. Quiero pensar que como, pese a todo, también lo hace la propia ciudad.