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Visiones De Ciudad

Entrando en Vetusta por la Estación del Norte

Relato de la primera impresión que produjo el Oviedo de los setenta a un castellano llegado a trabajar en la Universidad

Entrando en Vetusta por la Estación del Norte

"Mis primeros días en Oviedo

son recuerdos de un patio universitario

y un charco donde la lluvia danza"

(Tomado del Diario Inédito de un Inmigrante)

He llegado a Oviedo a primeras horas de la mañana.

La consabida euforia de las marchas ha ido dejando paso por un camino de rampas y curvas a la no menos previsible ansiedad de las llegadas. Y ya cerca del destino, tras varias horas de duermevela, sólo quedan las lánguidas lucernas del caserío, las frías farolas de andenes por donde deambulan siluetas madrugadoras, el titilar del cada vez más denso tráfico y el siniestro ferial que simulan las humeantes estructuras fabriles a cuyo lado discurre el tren. Alternadas, superpuestas, desfiguradas y multiplicadas en las gotas de lluvia que llevan un buen rato dibujando extravagancias en el cristal de mi ventanilla, me sumen en una inoportuna somnolencia. (Supongo que pocos viajeros quedarán en el mundo sin haber sentido pretenciosas tentaciones narrativas al tac-tac tac-tac o al lejano silbido de un tren. Preferiblemente en ocasos y amaneceres y, mejor aún, si se está iniciando exilio o aventura. Así que abandono ensoñaciones prometiéndome hilvanarlas algún día si hay humor y ocasión, digamos que al ir cerrando capítulos que ahora estoy abriendo y venga al caso evocar batallitas).

Salgo destemplado de estas reflexiones cuando el convoy parece embestir una ladera donde se yerguen airosas edificaciones -¿será Oviedo lo que surge tan súbitamente de la oscuridad?- embutiéndose como una exhalación trepidante en un túnel en obras. Sin haberse apresurado demasiado en todo el viaje, ahora opta por una exhibición de poderío para, seguidamente, aflojar marcha y deslizarse casi como un susurro, de nuevo al aire libre, entre una inesperable formación de casitas de campo a pie de vía y de ociosos vagones de mercancías en otras.

Entretejiendo historia y ficción, a nuestra izquierda van desfilando arcos y pilares truncados y una erguida iglesia apacentando algunas casonas en su derredor; a la derecha, silos y almacenes varios ocultan intermitentemente soberbios edificios que dicen que estamos en el centro mismo de una respetable urbe que se incorpora al nuevo día. Quejar de frenos y tambalear en el pasillo. Y, casi al instante, de algún altavoz fluye una oración confusa, monótona y apremiante, de la que creo extraer exotismos tales como Puente de los Fierros y San Juan de Nieva. Y, por supuesto, Oviedo. Ya estoy aquí.

Aunque es logística ferroviaria, no deja de sorprenderme que el tren haya perdido vagones por el camino o por otros caminos: seis o siete coches eran al subir y llegamos dos -en penumbra- y un furgón de correo, donde -mundo al margen- bulle gran actividad. Delante, donde las vías doblan para perderse en la neblina, emerge un disco en rojo, se desliza lo que parece un tranvía de cercanías vacío y espera algo otra locomotora, verde y narigona.

Un pelotón de viajeros descendemos dispersos, renqueantes y ensimismados, en una diáfana estación, curioseada a través de las marquesinas por una colmena de vecindad. Sin saber bien por qué, esta estación se me antoja hospitalaria desde un primer momento. Si fuera profeta sospecharía la cantidad de ocasiones venideras que me serán deparadas para afianzar esta percepción iniciática, (Saliendo y entrando en Asturias en trenes de la noche se puede coincidir ocasionalmente con desconocidos que, quizá, irán dejando de serlo con el paso de los años, con gente principal y con muchos personajes anónimos, tan anónimos como uno mismo, sobre cuyas vidas, motivos y destinos se podrá fabular axugando a Agatha Christie).

Pero este día de mi primera llegada a Oviedo ni hablo bable, ni conozco a nadie ni sé prácticamente nada acerca de lo que me espera más allá del portal de la estación, donde un enorme reloj confirma el reglamentario -y, en mi caso, oportuno- retraso . Aún sin amanecer del todo ya se disfruta -infrecuente desde estaciones de ferrocarril- una gran calle, céntrica, luminosa y señorial, que he cuidado en saber que se llama Uría. Poco más sé de Oviedo salvo por lejanas y borrosas referencias de abuelo y padre viajeros, y de quien, en tiempos pretéritos, y trabajando en la rebelde cartografía de estas tierras tuvo que ser localizado a duras penas a la semana de nacer la que, según algunas escrituras, iba a ser mi mujer, perdido como andaba el buen señor con su equipo por los montes de algún paraje tan remoto y sugerente como Cangas del Narcea.

Además del propósito de recorrer todo Oviedo, de visitar en cuanto sea posible Cangas, Fierros y Nievas, llevo conmigo un callejero desplegable. Plano que, cuando esta misma tarde - bajo la tutela de un gigantón de telefónica- me pierda en páramo de solares embarrados y semidespobladas calles dedicadas a míticos alféreces provisionales y a capitanes, comandantes y coroneles con frustrada vocación de inmortalidad, descubriré que encerraba gazapo o antigualla de trazado viario por Buenavista (adonde tengo que ir y todavía no sé que no llegaré) puesto que por allí mora quien en breve podría convertirse en mi mentor dentro de la Universidad de Oviedo.

Pero, por ahora, mientras tomo un café con leche y LA NUEVA ESPAÑA en la recién abierta cantina de la estación, este mapa (que conservaré decenas de años después) me acaba de revelar algunos secretos topográficos, como que la tierra engulle los trenes que se acercan desde la Meseta a través de un esófago metropolitano que parece discurrir bajo un callejero trazado a escuadra con advocaciones tan evocadores como Menéndez Pidal, División Azul, La Paz y La Liberación.

Mañana será relevado por una guía Everest de recientísima edición, que voy a adquirir en la Librería Valdés, calle Argüelles nº2, según un sello destinado a conservarse para los restos, desteñido pero legible. Este librito me va a tentar con imágenes de una Catedral con Cámara mártir y Santa, y cuya torre -en casual ausencia de un tal don Fermín, cotilla por más señas- fue imprudente diana en lejana y -qué equivocado ando- olvidable guerra civil; con las del caserón de una Universidad arrasada por ciertas hordas y con un rector fusilado luego por otras; con fotos de un Palacio de Camposagrado chocantemente escoltado por autos de línea, doscaballos, cuatrocuatros, seiscientos, milquinientos y ondines; con las vistas en blanco y negro de un imponente Monasterio Vicaría de San Pelayo y de altivas Torres Viejas, de Claustros sugerentes e imberbes avenidas; de un Real Hospicio y Hospital del Principado, y de un animado mercadillo en El Fontán -"casucas corcovadas, caducas y seniles"-, a los pies de viejas glorias palaciegas, como la del Duque del Parque, tal que salidas de una novela histórica; o con la lámina sepia de una Audiencia de generosos aleros sin regente que cobijar y unas callejuelas atemporales, donde se puede suponer a Lena Rivero; museos, algún imponente teatro y suficientes cines céntricos y de barrio como para alegrar asuetos alternando joyas del séptimo arte con petardos de arte y ensayo. Todo eso y más pienso visitarlo yo en el justo tiempo que tengo para decidir si me vengo a trabajar aquí o si continúo amarrado a la cuna.

Cuando salgo de esta estación, algo parecido al sol me hace un breve guiño, justo antes de recomenzar a llover. Y lo interpreto proféticamente a favor de inventario. Pero para ganar tiempo y ahorrarme humedad voy a coger un azabachado taxi para acercarme al Hotel España -que no es lo que será- cruzando la escandalosa Plaza del Generalísimo, donde sabré que tras esas vallas están construyendo un enorme aparcamiento.

Luego, ya aposentado en decimonónico cubículo, subiré andando por variadas y muy atractivas calles comerciales, donde los coches pueden aparcar holgadamente y donde, próximo a la afamada pastelería familiar -escaparate de joyería- de una compañera de estudios, quizá algún día estacionaré mi R10 sin poder recordar exactamente dónde. Seguiré por el Parque de San Francisco, y subiré por Calvo Sotelo cruzando la plaza de la Gesta de Oviedo, hasta la de Castilla, con fondo de penacho e imponente sierra. Por el camino diversas lápidas me confiarán altivas sus historias, creyéndose capaces, ingenuas ellas, de desafiar al tiempo y a la memoria.

Y entraré en la prematuramente envejecida Facultad de Ciencias. Saludaré a Tomás, aunque todavía creo que no sé que se llama Tomás. Y ya en faena, mirando desde la ventana de un astroso laboratorio prestado provisionalmente a Química Técnica en el sótano, recibiré, con elocuente gesto de manos, la irónica y aviesa observación de un amigo para la eternidad:

" Fíjate bien en ese charco sobre el desagüe, cómo hacen las gotas, plup, plop, plup. Y así todos los días".

Mucho han cambiado Oviedo y mi vida desde entonces. Supongo que para bien para ambos. Con la diferencia de que, a mí, el paso de los años me sienta mucho peor que a Ovetum, Pero seguro que ahí sigue aquel charco. O sus dignos descendientes.

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