Cinco minutos de aplausos interrumpidos por decenas de "bravos". Esa fue la ovación con la que el público que ayer llenó el patio de butacas del Campoamor reconoció el impecable trabajo del ballet del Gran Teatro de Ginebra en la adaptación de la wagneriana "Tristán e Isolda". La función enganchó a los espectadores de principio a fin con un preludio y tres actos ágiles y conectados entre sí, que, pese a la selección de escenas de la ópera de Richard Wagner, mantuvo la coherencia narrativa de la historia de amor de los dos protagonistas.

Los bailarines Zachary Clark (Tristán) y Sara Shigenari (Isolda) transmitieron la profunda pasión de sus personajes durante su lucha contra las normas y la moralidad establecida gracias a los movimientos gráciles y claros diseñados por la coreógrafa Joëlle Bouvier. Fue una danza sin artificios, alejada del relato operístico, pero que logró el mismo objetivo final que el canto debido en gran parte a una ingeniosa solución escénica que huye de monumentales y pesados elementos.

Así, la cuerda en la que ambos se enamoran perdidamente durante el primer acto sustituyó al filtro de amor original, unas simples planchas de madera formaron un bosque en el escenario y unas telas azules en movimiento simularon un mar embravecido. La escenografía impactó tanto que algunos no pudieron evitar comentar por lo bajo su efectividad, especialmente durante el original flechazo de Tristán e Isolda en la cuerda floja. Los espectadores se emocionaron con el delicado vuelo de la chica alrededor del que será su amado. Algo similar a un juego de seducción que culmina con un tierno y a la vez apasionado abrazo de la pareja.

Los de Ginebra escogieron las piezas originales de Wagner que mejor encajan con los movimientos y subrayan las acciones de cada uno de los cuatro actos. A lo largo de una hora y media exacta y sin pausa, la compañía narró con el cuerpo y la expresión el drama de unos amantes condenados a morir para pasar juntos la eternidad. Precisamente la escena de la muerte de Tristán -concebida estéticamente como La Piedad de Miguel Ángel- mantuvo al público en tensión hasta el final de Isolda, que se entrega por amor a un más allá representado por un grupo de bailarines que rueda por el suelo imitando a unas ánimas fantasmagóricas.

El ballet del Gran Teatro de Ginebra demostró ayer por qué se alzó en 2015 con el premio de la crítica francesa por su coreografía y merece escenificarse por medio mundo con la presencia de su director, Phillipe Cohen, que ayer supervisó encantado la función del Campoamor.