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Visiones De Ciudad

Nuestra ciudad, la ciudad de mis sueños

Oviedo está en el centro del mundo, con masa crítica para atraer actividades de peso

Nuestra ciudad, la ciudad de mis sueños

Hay que ser muy grande para no sentirse pequeño en una ciudad desmesurada. Claro que el mero hecho de vivir en una ciudad modesta no hace a nadie importante, ni es para vanagloriarse; yo, desde luego, carezco de ese orgullo local. Soy un ovetense de León -de donde procede toda mi familia- que siempre se ha sentido en casa fuera de casa porque sabe que, al regreso, Oviedo será más grande, más rico de experiencias y paseos, acompañado de la memoria de otras tierras. Viajar no es el objetivo, sino haber viajado; el destino es el puerto de partida, y Oviedo es siempre la meta. Por mi ciudad camino mientras paseo mentalmente por otras y en ella estoy cuando sus calles son momentáneamente recuerdo. Dicho de otra manera: me siento a mis anchas aquí porque paseo a menudo por el ancho mundo. De vez en cuando también el mundo viene a Oviedo, a dar algún concierto, o algún espectáculo teatral, o alguna conferencia, o a pasear su grandeza con un flamante premio de la Fundación Princesa de Asturias. Oviedo está en el centro del mundo, como toda ciudad con suficiente masa crítica para atraer actividades de peso.

Siempre he vivido en el borde de la ciudad, con vistas al campo, pero con acceso inmediato al centro. Soy un animal urbano y Oviedo está hecho a la medida de quien gusta pasear su hábitat sin perder de vista la naturaleza. Cualquier urbe se acomoda a nuestras dimensiones, porque nadie vive realmente en su ciudad, sino en su barrio. Y, hablando de limitaciones, casi olvido la principal: dos ciudades hay en toda ciudad, como bien sabía Crispín, el avispado personaje de Los intereses creados: "una para el que llega con dinero, y otra para el que llega como nosotros". Si no apuran esas estrecheces, Oviedo está lleno de reclamos; y aun así, la vida cultural ovetense no es prohibitiva. Llevo beneficiándome desde siempre de sus atentas librerías y su distraída agitación literaria, de sus intensos museos y su extensa oferta musical. Vivo en la ciudad de mis sueños, y sin embargo aún se puede soñar con otra ciudad, socialmente más generosa y abierta si cabe, y menos recelosa de lo local y su riqueza lingüística para ser aún más cosmopolita.

Soy vecino de la ciudad donde nací, y no trabajo en la ciudad donde estoy domiciliado, así que Oviedo es para mí un reservorio sentimental y una permanente tentación lúdica. Entre sus subidas y bajadas está la montaña rusa de mi vida y la de quienes le dan sentido; una atracción que sigue divirtiéndome como el primer día. No solo vivo donde vine al mundo, sino que siempre he estado cerca de ese lugar. El Sanatorio Blanco se convirtió en residencia geriátrica, con su pintoresca promesa de cerrar allí mismo el ciclo. Un proyecto de viviendas nuevas para esa parcela me obliga ahora a la reordenación urbanística de mi futuro.

Una ciudad se hace en el tiempo inmemorial y se vive en el espacio, temporalmente. La sensación de remota permanencia sobrevive a sus evidentes cambios, mientras subsiste un espíritu visible en ciertos rasgos físicos característicos que parecen afirmarse con las mutaciones. Oviedo es el refugio de mi identidad, la permanencia de mi urgente paso por el mundo, el solar común donde todo es casa. Tengo una fe inquebrantable en esa grata costumbre de paseos, miradores, bibliotecas, parques, iglesias, museos y cafés donde vive el amor y el mundo es refugio y los demás, amparo.

En la obra que da título a estas palabras, Thornton Wilder retrataba una modesta comunidad norteamericana que era a la vez hogar de vivos y muertos. Toda bulliciosa urbe, más si vetusta, es un secreto cementerio con cenotafios en cada calle y plaza, de notables conciudadanos o ilustres adoptados. El callejero es un vecindario de honor cuyos fantasmas tutelares se pasean de incógnito por las venas de la ciudad. Diluidos en las rutinas del presente, sus nombres parecen desvincularse del pasado, como si hubieran sido siempre meras direcciones postales.

Sin embargo, los muertos hacen su vida y siguen ahí confraternizando o polemizando con nosotros; unos tan anchos en su propia calle y otros sangrando todavía en las cunetas del olvido. Soy un firme defensor de la ley de la Memoria Histórica, que nos ha recordado la verdad de Antígona, pero el texto que acompaña las nuevas denominaciones del callejero ovetense es un lastre de justificación. Suena demasiado a por imperativo legal, y lo obligado huele siempre a provisionalidad. ¿El cambio de los entorchados de turno por Gloria Fuertes o Concepción Arenal no se justificaba solo? Para mí resulta un expresivo símbolo que Federico García Lorca terminase dándole nombre a la calle desde la que el bachiller que yo era miraba su incierto porvenir, sentado sobre el muro del Instituto Alfonso II.

Una cosa son los nombres propios, que responden con su biografía, y otra los genéricos, aunque de ellos se apropiasen antes otros. ¿Debería cambiar este periódico su cabecera o acaso esa Nueva España no puede ser realmente otra? Espero no terminar perdiendo el nombre de la Gesta, el colegio donde aprendí a leer (la mayor hazaña de mi vida), que yo sentía cargado de connotaciones épicas, tan remotas como ahistóricas. Mi amigo Ángel Casado, durante tantos años animador de la vida cultural del colegio, puso música a esa aventura, rebautizándola con el sentido más profundo de su generoso esfuerzo: "la gesta del saber y el aprender".

He tenido suerte con los nombres de las calles de mi vida, que aúnan la excelencia individual y el servicio público: un político conservador sin mentalidad estrecha que promovió la red ferroviaria (González Besada), un empresario que entendía el mecenazgo como excelente inversión de futuro (Pedro Masaveu), un sacerdote benefactor de sordomudos y otros abandonados por la caridad divina (Padre Vinjoy) y un violinista y director que creía en la música como instrumento de armonización colectiva (Ángel Muñiz Toca). Procuremos ser dignos de tan nobles convecinos.

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