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Visiones De Ciudad

Oviedo y el regreso

La complicada vuelta a casa tras haberla abandonado

Oviedo y el regreso

Una de las revelaciones de esta vida, que ya va en serio (como decía Gil de Biedma), es la de la imposibilidad del regreso. Me fui de Oviedo sin creer que me iba, pensando que era solo un momento, como quien sale a por tabaco. Esperaba poder reencontrarlo para lo que yo necesitara, inmutable en la falda del Naranco, mi referencia espacial, temporal y sentimental. Aún hoy, cuando viajo a Oviedo y alguien me pregunta mi destino, la respuesta sigue siendo: "Voy a casa". Pero luego, al recorrer estas calles limpias y tranquilas, sólo hallo vestigios de lo que conservo en la memoria.

La última vez, se celebraba la Balesquida. Había despertado con música de charanga y gaitas, un aluvión de vecinos sembraba el Campo de San Francisco, contagiándome de júbilo. A las 9 de la noche, el sol no se había ocultado aún pero la gente sí, cada mochuelo a su olivo que mañana hay que trabayar. Un Oviedo agarrado con las uñas a la luz del día, pero ya notablemente nocturno, quedaba a mi disposición para pasear y reencontrar. Recorrí la calle Viaducto Marquina, donde viví hasta los 12 años. El viaducto, integrado en la Losa, apenas es ya un viaducto. La avenida de Santander encauzaba, bajo mis pies, un río en el que no puedes bañarte dos veces. Subí las escaleras del parque de San Pedro de los Arcos. Le dediqué una mirada al lugar exacto donde un día clavé un petardo (comprado en El Toldo) en un excremento de perro. En la zona de juegos, sólo una fuente se mantenía tal y como la recordaba: seca, pintada de verde, maltratada por el óxido. Me pregunté si estaba mirando esa fuente con los ojos o con la memoria. Si la estaba viendo o si la estaba reconstruyendo.

Al bajar me detuve ante un hito aún incólume de mi infancia: la juguetería Navarro (siempre he dicho que mis primeras historias no las escribí sobre un papel, sino que me las conté a mí mismo mediante soldados de plástico, casi todos adquiridos en Navarro) que resiste oprimida, a derecha e izquierda, por dos grandes franquicias jugueteras contra las que no sé muy bien cómo se defiende. Recordé entonces que, al contrario que ese heroico establecimiento local, yo abandoné Oviedo muy pronto. Me perdí los años en los que se generan las costumbres que a su vez generan los recuerdos.

A los 15 años, vivía en una alejada urbanización, donde desarrollaba una adolescencia ingenuamente conflictiva, de corte lúdico-vandálico. Mis amigos fueron mudándose al centro; quise cambiar, con ellos, los prados y los edificios en construcción por calles y bares, y las carabinas de aire comprimido por chupitos de receta imposible. Sin embargo, durante aquellas dos o tres tardes en El Rosal, no tardé en darme cuenta de que ellos se rodeaban ahora de otros chavales demasiado precoces, demasiado necesitados de reconocimiento, y que, si permanecía allí, iban a tomarme como el débil al que torturar. Corría el riesgo de pasar de abusón a abusado. No aguanté ni un minuto como ese hazmerreír que buscaban: los abandoné en silencio.

Podría haber llamado a la puerta de otros viejos y buenos amigos que me habrían aceptado en sus grupos con mucho gusto. Pero eso habría significado reconocer mi rechazo. Yo era un tipo orgulloso, uno de los malos, con varios atrevimientos sobresaliendo en mi currículum. Preferí fingir un retiro voluntario. Supongo que conseguí que la gente creyera que había perdido interés en salir (ya me tenían por bebedor, pendenciero y osado) y que ahora pasaba los sábados leyendo a Borges y escuchando Soundgarden: el mito del intelectual misántropo. Como aún vivía lejos y mi colegio estaba a las afueras, la ciudad empezó a diluirse en el día a día; cuando recibía visitas de fuera, no sabía dónde llevarlas.

Mi mente, fugada, ya sólo se relacionó con la ciudad en los contados conciertos que di con la fantástica banda en la que tocaba el bajo, o en aquellos paseos infrecuentes que me conducían de la Librería Cervantes a cualquier tienda de discos, y terminaban en la barra de aquel Cadorna de Fernando Largo, junto al amigo Ársel, donde aprendía a molerme la testarudez y a apreciar el malta. Después, mi cuerpo también abandonó el lugar. A los 18 me matriculé en una carrera que la Universidad de Oviedo no ofertaba: una oportunidad para huir de la soledad auto infligida. Corté el cordón.

Pero una vez que uno corta el cordón, se desconecta la sincronía con el lugar que le vio nacer. Yo experimento mis cambios, que en nada afectan a Oviedo. Oviedo experimenta los suyos, que en nada afectan a mi vida; pierdo la oportunidad de reconocerme en esa evolución porque no he participado en impulsarla. Cuando uno no reconoce la ciudad que pisa, es que no está en la ciudad a la que creía que se dirigía; quizá porque esa ciudad ya no existe. No poder regresar es la consecuencia última del desarraigo.

No quiero en absoluto culpar a Oviedo, ni a la familia que aún habita allí, de esta pérdida que identifico como síntoma típico de un balance vital con resultado dudoso. Yo soy el único responsable. Sin embargo, parafraseando a Ángel González, para que yo me llame Francisco Bescós ha tenido que ocurrir que se me escapase Oviedo entre los dedos. No es que esté estúpidamente satisfecho con el resultado de lo que yo soy? Pero, visto lo visto, podría haberme quedado peor. Con esto quiero decir que, por mucho que Oviedo me despierte una nostalgia difícil de explicar, no deben tomar este texto como un lamento desgarrado. Las cosas han sido así, qué se le va a hacer.

Por el contrario, pueden tomarlo como advertencia práctica. Si ustedes desean regresar a un lugar que aman, háganse un favor: nunca lo abandonen.

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