Hay partidos que se te quedan grabados en el corazón. No es que los recuerdes, es que te llevan de vuelta a sentimientos que creías enterrados.

El 14 de mayo de 1995 el Real Oviedo recibía al Real Madrid en el antiguo Carlos Tartiere. Era el equipo de Jokanovic y Prosinecki -una plantilla que, vista con perspectiva, podría haber hecho algo más que lograr la permanencia con relativa holgura-. Aquel domingo soleado, el estadio estaba a reventar. El Oviedo se adelantó con un gol de Rivas. Hierro empató de penalti para el Madrid. Rivas volvió a poner en ventaja a los azules. Luis Enrique empató tras un rechace y en el minuto 89 Carlos marcó uno de esos goles que explican por qué demonios este deporte nos engancha tanto. El balón se coló por debajo de las piernas de Buyo y el Tartiere se convirtió en una fiesta.

Para vivir aquel partido, muchos de los que por aquel entonces éramos (más) jóvenes fuimos una hora y media antes al estadio. Para coger un buen sitio en el fondo este. Y allí, mientras el sol nos daba en la cara, veíamos cómo la grada se llenaba y, media hora antes del inicio, aquello era un hervidero. Luego, también es verdad, llegábamos al encuentro desfondados de haber pitado al rival durante el calentamiento y de haber coreado el nombre de los jugadores -uno a uno, saludo a saludo- antes de que comenzara el encuentro. El encuentro fue una montaña rusa de emociones (como la que años después aparecería en el videomarcador).

Y en el minuto 89, cuando aquel delantero que llevaba el 16 a la espalda marcó el gol de la victoria, la grada se volvió loca. Ninguno de los que celebramos aquel gol en aquel fondo volvimos al mismo sitio en el que estábamos en el minuto 88. Acabábamos de vivir un momento histórico -al menos para nosotros- y lo habíamos hecho en compañía de miles de personas con las que compartíamos una pasión. Qué tardes aquellas de los noventa.

Este recuerdo de viejo prematuro viene al caso porque en estas últimas semanas se ha hablado bastante de la posibilidad de que el Nuevo Tartiere tenga una grada de animación, y es inevitable acordarse del mítico fondo Este, en donde tantas tardes de gloria, sufrimiento y decepción pasamos muchos oviedistas.

El nuevo campo no es tan caliente como el antiguo, y la afición azul sigue siendo fría. No tanto como antes de los barrizales, pero continuamos calentándonos de higos a brevas. Puede ser melancolía, pero muchas veces se echa en falta aquel fondo que era todo pasión. Lo encontramos, es verdad, en las grandes citas, pero lo ideal sería tenerlo cada partido. Por el equipo, que lo agradecería, pero también por los más jóvenes de hoy, que se merecen vivir desde dentro aquello que otros vivimos.

Sería importante, también, que no se estigmatizara a los que acudan a esa grada. Hay mucha hipocresía en el fútbol actual. Los aficionados de a pie no pueden beber alcohol, pero en los palcos presidenciales y en los palcos privados sí se puede consumir. Cuando se va a producir una invasión de campo, los agentes del orden se ponen delante de los fondos de animación, que curiosamente son los únicos que no saltan al césped, mientras los aficionados "normales" se llevan banderines y redes. En el Tartiere hemos visto una botella de sidra caer al terreno de juego y a una persona saltar a por el árbitro. Nada de eso salió de la zona en la que, según los medios, se ubican los "seguidores más radicales".

La grada de animación del Tartiere es una necesidad que, siempre y cuando la infraestructura y la economía lo permitan, se debería afrontar para ayudar al equipo. Y también para que las nuevas generaciones de oviedistas tengan la suerte de vivir momentos como el de aquel domingo de mayo de 1995. Y de poder seguir el fútbol de pie, que es mucho más divertido y te saca mucho menos la vena de entrenador.