Dicen los que saben de fútbol que hay momentos exactos para disfrutar de los futbolistas. Que no suelen durar mucho y que pasan fugaces, como la vida, pero que si logras darte cuenta de lo que estás viendo, serás consciente de estar viviendo un instante único de plenitud. Miguel Pérez Cuesta, Michu, le ofreció al oviedismo en particular, y al fútbol en general, una serie de regalos impensables en el balompié actual.

Si tuviera que elegir un momento de Michu, me quedaría con su debut en el Carlos Tartiere. El 26 de octubre de 2003. Era un chico espigado, con cara de niño y con ganas de entrar en el terreno de juego. Aquellas ganas, aquella ilusión, nos devolvieron la confianza en que había un futuro para nuestro equipo. Porque veíamos en él alguien con quien crecer, alguien con el que volver a ser grandes; un jugador que nos acompañaría en los años más duros de nuestra historia.

Y así sucedió. Michu no se fue nunca del Real Oviedo. O el Real Oviedo no se fue nunca de él. Es el caso más singular de lo que en Inglaterra se conoce como one-club-man. Es decir, el jugador que desarrolla toda su carrera en un mismo equipo. A su manera, él ha sido eso para nuestro equipo, porque nos dio alegrías jugando para otros clubes y las disfrutamos como si fueran del nuestro.

La principal, sin duda, fue su no al Sporting de Gijón, en 2010. Para el Oviedo, su marcha al eterno rival hubiera supuesto un golpe mortal. En la decisión de Michu estaba en juego mucho más que un fichaje: para el oviedismo, se trataba de continuar creyendo que esto merecía la pena y que aún quedaba esperanza en el sentimiento verdadero. Se montó un revuelo importante, principalmente porque a nadie le cabía en la cabeza que un joven futbolista rechazara una gran oferta económica y deportiva alegando motivos sentimentales. Qué locura, a quién se le ocurre ser un paisano en estos tiempos que corren. Y lo mismo diría si la historia hubiera sido al revés. A saber qué hubieran hecho muchos de los que daban su opinión aquellos días con semejante oferta entre las manos.

Tras aquellas semanas, quedó en el oviedismo una especie de ansia por verle triunfar, por verle llegar donde se merecía y, sobre todo, por verle volver algún día. El Celta le permitió salir de casa. El Rayo Vallecano fue su impulso hacia la élite. El Swansea su cima como futbolista, en una competición que, por ritmo e intensidad, le hacía feliz. La selección, una señal de que la vida, a veces, es justa. El Nápoles, el inicio del retorno a los orígenes. El Langreo, la tranquilidad que necesitaba. La última temporada, el regreso a Ítaca del héroe.

Michu se despidió ayer como lo que es: un chico normal, educado y al que le encanta el fútbol. Se acordó de todos, dio las gracias y pidió perdón por los errores que hubiera podido cometer en su carrera.

A nosotros nos queda desear que el club le organice algún tipo de homenaje, además de soñar con que algún día pueda transmitir a los jóvenes sus valores, que son muchos. Pero, sobre todo, nos queda una lección de vida, y la obligación de guardar en el recuerdo las oscuras tardes de invierno en los barrizales, cuando aquel niño nos transmitía una alegría contagiosa y encendía la luz entre las tinieblas. ¡Qué felices éramos viéndote jugar! ¡Y qué suerte tenemos de que seas uno de los nuestros! Gracias por hacernos sentir tanto, Miguel.