Cormac McCarthy publicó "No es país para viejos" en 2005, claro que entonces no había Twitter. No éramos ese tipo de jubilado gruñón que dedica la mitad del día a indignarse frente a la obra y la otra mitad a escribir cartas al director por los asuntos más peregrinos entre cagamentos, babas y bastonazos a la mesa camilla. No estábamos así. No vivíamos en un país para viejos. Sin embargo, desde que el derbi se acerca no he dejado de imaginar al Tano Pasman, gritándole a la pantalla, hundido en el sofá consumiéndose en esa intolerancia intergeneracional tan humana como censurable. Estas ideas han comenzado a zumbar en mi cabeza con más fuerza cuando el culebrón ha llegado al capítulo de la inofensiva camiseta de Symmachiarii y a estas alturas, cuando este medio ha publicado la carta del mando policial en Oviedo mezclando al Real Oviedo con la alerta terrorista de nivel 4, sé que no las podré apartar de mi mente. Por culpa de la tiranía de lo políticamente correcto estamos gritándole al de la excavadora y no pararemos de bramar incluso después de que el árbitro pite el final del derbi.

Ahora que la derecha más despelotada gobierna USA y el Reino Unido, los graneros mundiales de la cultura y el ocio, se ha popularizado un insulto para definir a las nuevas generaciones de humanos. Todo ese ruido que zumba alrededor de lo que debemos o no hacer en el fútbol lo genera la "Snowflake generation" o generación de los copos de nieve. Lo explica mejor que yo Juan Soto Ivars en "El Confidencial", pero piensen en ese amigo suyo más joven y de mecha corta, da igual de derechas que de izquierdas, con tendencia a ofenderse más que el resto por cualquier cosita y tendrán el retrato robot hecho. Porque vivimos entre copos de nieve, entre haters, nos importa justo lo menos noticioso: que la gente de Oviedo viva con pasión un partido que no disfruta desde hace 14 años o que un trozo de tela azul grite obviedades como que Oviedo es capital de Asturias o que van a viajar 1.200 aficionados a vivir un partido de rivalidad. Repito, todo eso es normal pero lo que da clicks es disfrazarlo de lo contrario porque a fin de cuentas, el modelo de negocio depende de que todos esos copos de nieve pinchen en los enlaces como condenados. Un amigo mío se ríe cada vez que le dan entidad a lo que se cuece "en las redes sociales" porque me imagina tuiteando en pijama mientras hago caca.

Ir al campo en un derbi implica mojarse, tomar partido, gritar más que el contrario. Ser parte activa del teatro. Me dan envidia los italianos y su capacidad para hacer de las pancartas faltonas futboleras un arte. Una guerra dialéctica que siempre queda en el campo. Como aquella que sacó un loco del Inter en 2004, en plena crisis de resultados, en la que sus propios jugadores pudieron leer "Ya no sé como insultaros" Es fácil inspirarse cuando en tu equipo juega Gamarra, pero aún así la ocurrencia es admirable. Si verlo por televisión es una entrada de palco en un concierto de Leonard Cohen, ir al estadio es bailar pogo en la cara de Sid Vicious. Si entendemos esto y dejamos de criminalizar a los aficionados por vivirlo precisamente así estaremos construyendo algo en el sentido correcto. Como en un libro de "Elige tu propia aventura", si alguien a estas alturas cree que estoy aplaudiendo la violencia debe volver al primer párrafo porque no ha entendido nada. En un derbi quiero ofender y ser ofendido porque forma parte de la libertad de expresión. Si una tira cómica me infla las narices no le vuelco el tarro de Tipex encima. Quiero piques, sorna y a un tipo detrás de la portería de mi portero ingeniando barbaridades creativas solo para desconcentrarlo. Quiero tifos rivales cañeros y a la afición del Sporting empujando en aquella esquina del Tartiere en la vuelta. Quiero memes y bromas pesadas. Quiero que nos dediquen todo su arsenal y dedicarles el nuestro. Así fue siempre el derbi y así se convirtió en un partido mítico aunque algunos lo hayan olvidado después de catorce años.