Desde la gran tormenta las cosas nunca volvieron a ser iguales en la tribu. Todo cambió en aquella tarde de quebrantos y apariciones en la que la lluvia lavó el paisaje para dejarlo como solo lo recordaban los más viejos del lugar. Pero para entenderlo hay que echar la vista atrás.

Todas las mañanas, ancianos y jóvenes rodeaban con aire ceremonioso el viejo tótem. Al pie del monte, el pueblo en pleno rezaba junto a la mole de madera tallada que lo representaba. Levantaban la vista hacia la punta y en trance, se arrodillaban a orar bajo sus extrañas imágenes arrancadas a la madera. Las caras de un guerrero llevándose la mano a la oreja y otro muy azul y de gesto desencajado debido al esfuerzo protegían la tribu desde tiempo inmemorial. El estado de ánimo de aquellos hombres parecía cambiar cuando la sombra alargada les tocaba. Al tótem encomendaban el éxito de la nueva cosecha y por él explicaban si el mes pasado habían matado diez búfalos o tan solo cinco. Todo el mundo veneraba con pasión fanática aquel listón de madera santo, todos menos el más pequeño de la tribu. Mientras sus familiares y amigos abandonaban sus obligaciones para encomendarse al altísimo ídolo, el niño había cogido la costumbre de retirarse en silencio hasta un viejo pino apartado del poblado. Cada día, mientras el resto se entregaba a la liturgia, el niño se escabullía en silencio para jugar junto a su tronco casi seco hasta que el tiempo de las celebraciones se consumía y su gente regresaba a la normalidad diaria. Era aquel un orillado en una zona dominada por los robles y quizá por esa singularidad el niño había encontrado una rara calma jugando a su lado. Con el tiempo, alguno de los más pequeños fue acercándose también al pino mientras la mayoría de la tribu seguía mirando ensimismada al ídolo de madera.

Pero entonces llegó la tarde de la gran tormenta y un rayo fulminó el tótem, quebrándolo y dejando a la tribu sin respuestas. Calcinado el faro, sin una luz a la que mirar para entender el camino, el pueblo temió por su futuro. Corrieron, gritaron y tomaron un puñado de malas decisiones durante una buena temporada. Incluso probaron a adorar algún ídolo de madera innoble. Sin embargo, tras el desconcierto inicial, decidieron levantar un nuevo ídolo con la madera del viejo pino y ese mismo árbol al que solo el miembro más pequeño de la tribu parecía tenerle algo de cariño trajo la tranquilidad al poblado.

El sábado en El Molinón, con la camiseta empapada, afónico y el tremendo dolor de cabeza que solo te da calarte hasta los huesos mientras gritas durante noventa minutos encendí el móvil para ver el gol de Toché. El aparato me devolvió las imágenes de José Verdú alzando el brazalete con el escudo frente a la grada hostil y desde entonces he pensado en el tótem. El nueve que vino al Oviedo desde ninguna parte y que sobrepuso a nuestro escepticismo es hoy el nuevo ídolo del oviedismo.