Tengo un hijo de ocho meses y varios trabajos. De seis de la mañana a cuatro de la tarde vivo en la redacción y cuando llego a casa le meto otras dos horas entre colaboraciones, carcajadas, biberones y cacas.

No me quejo, pero la mayoría de los días me siento Fignon en la crono de Luxemburgo. Soy un idiota dando tumbos en una prueba diseñada a pachas por Sísifo y los locos de "Humor Amarillo". Siento la rueda de Indurain detrás del culo y sudo. Pero es en vano porque cuando me quiero dar cuenta el mostrenco navarro desaparece tras la siguiente curva y acabo llegando a meta con la lengua colgando. Agotado y con la sensación de dejar todas las cosas a medias. En esos momentos pienso en Anquela y este Real Oviedo instalado en las urgencias.

Mientras preparo un biberón remato esta columna convencido de que lo único que necesita mi equipo es tiempo. Lanzo el último pañal al cubo de la basura con tan mala suerte que rebota en el borde para caer en el sofá gris. A punto está de dejarnos una mancha que duraría una semana pero consigo evitar la desgracia. Entonces sonrío y creo que el Oviedo de Anquela conseguirá domar sus inseguridades. Que arrinconará sus miedos y saldrá adelante. Pero cuando se acerca el final del día y le doy un beso a Nico, ya dormido en su cuna, vuelvo a mirar dentro de mí. Y pienso en que la vida y el fútbol no son ciencias exactas. Que este Oviedo vive a contrarreloj y va a sudar para que no le doblen.

En su primera gran rajada en Oviedo, Anquela desveló que el equipo no corre. Dijo que no quería poner excusas y para demostrarlo enumeró unas cuantas. Que si el primer gol, que si el segundo, que si los momentos puntuales... Ninguna me sonó forzada en su boca. Lo que ahora parecen latigazos teatralizados para espabilar al equipo antes fueron excusas para explicar decepciones. Pero en ese vacío del discurso, en ese juego de sombras y espejos que es siempre la comunicación de los clubes, al aficionado le gustaría saber cuándo detectó el jefe la vagancia de algunos. Que nos digan si estamos enfermos o solo tenemos un catarro. Por intentar encontrarle una explicación a este equipo capaz de enamorar y decepcionar a partes iguales.

El tiempo lo resolverá, pero mientras tanto prefiero agarrarme a una ley fundamental del fútbol: nadie dice una verdad en rueda de prensa.

Lo único que sabemos a ciencia cierta es que Anquela viste americana negra y camiseta blanca. Que no usa corbata y prefiere dejar el último botón abierto. Que las gafas de elegante pasta negra y el flequillo acostado hacia a un lado coronan ese look interesante que deben enseñar en las escuelas de entrenadores. Esas pintas que son el chándal y el bigote de nuestros tiempos. Mientras desciframos hacia dónde tira el equipo y si lo que nos cuentan en los micrófonos son excusas o verdades yo recojo el tendedero con cuatro bodis de mi hijo y los doblo con cuidado en el cajón. Pienso en cosas tangibles, pienso en moda.