Al parecer, Pablo Machín, entrenador del Girona, les dijo a sus jugadores el pasado domingo que ahora podían presumir de haber ganado al Real Madrid. Ojalá Juan Antonio Anquela hubiese podido decir lo mismo al finalizar el partido contra el Alcorcón. Ganar al equipo madrileño empieza a ser tan complicado e inusual como lo es para un club modesto ganar a un club poderoso. El estadio de Santo Domingo podía presentarse, a priori, como una casa con jardín en el que se reencontrasen viejos conocidos para jugarse la victoria entre risas y piques. Nada más lejos de la realidad. Santo Domingo para el Oviedo es como la casona de "Psicosis", el film de Hitchcock. Como el hogar en el que Norman Bates te depara lo peor tras su cara de chico bueno y aferrado a las faldas de su madre.

Uno empieza a cansarse del reiterado papel del Oviedo interpretando al típico viajero incauto y confiado. Tras las cortinas del fútbol también aguardan cuchilladas mortíferas. Lo peor de una derrota merecida es que te deja sin palabras. Si los hechos no dejan resquicios ni siquiera para la indignación o el enfado, es que corres el peligro de no tocar el suelo por mucho que estires los pies. A partir del segundo gol del Alcorcón me costó reconocerme a mí mismo, pues según avanzaban los minutos, noté cómo me diluía en el sopor dominical y cómo empezaba a ver a los jugadores de mi equipo cada vez más lejos y cada vez más pequeños. Si esto no cambia, habrá algo mucho peor que una derrota: la semilla de una futura indiferencia. Mientras delante del televisor me preguntaba qué había sido del primer párrafo prometedor de esta historia, ¿se habrá mimetizado entre la literatura terminal de diagnósticos y sentencias?, recordé al protagonista de uno de los mejores cuentos que yo he leído en mi vida: "Un lugar limpio y bien iluminado" de Ernest Hemingway. En él se cuenta el día a día de un viejo camarero que, al acabar la jornada, demora su regreso a casa porque cuando lo haga, no habrá nadie que lo espere. Se agarra a la posibilidad de que siempre puede haber alguien que necesite un café en un local limpio y agradable.

Hasta bien entrada la noche me sentí como el camarero de Hemingway. No precisaba de más información ni de nadie con quien discutir. Carecía, a diferencia de su joven compañero, de la suficiente juventud y esperanza. Tal vez el fútbol somatice en demasiadas ocasiones achaques que vienen de otros mundos. El caso es que, a pesar de saber que es sólo un juego, se cruzó en mi garganta la grave voz del narrador del cuento cuando afirma: "¿qué temía? No era temor, no era miedo. Era una nada que conocía demasiado bien. Era una completa nada y un hombre también era nada. Era sólo eso y todo lo que necesitaba era luz y una cierta limpieza y orden".