El día que le llamaron para su primer trabajo, José Soto Ovalle pensó que era una inocentada. El teléfono le sonó un 28 de diciembre de 1993. No se lo esperaba. Al otro lado, una voz suave le ofreció un contrato en un colegio de monjas de Sevilla. Él no lo dudó ni un instante por dos razones: porque acababa de terminar Magisterio en Oviedo y, sobre todo, porque se había echado una novia andaluza durante una estancia en un campamento de verano en Orea (Guadalajara). Su madre le preparó la maleta, se cogió un Alsa, se cruzó España y se afincó en la ciudad del Guadalquivir. Fue su día número uno en Sevilla. El primero de su nueva vida.

Hoy, casi 24 de sus 48 años después, José Soto sigue viviendo en Sevilla, aunque su acento asturiano no solo le concede el aire bonachón que irradia sino que le sirve para continuar marcando territorio. Su novia entonces, sevillana de nacimiento y de corazón, es hoy su mujer y se llama Inmaculada Mantegazza, maestra como él. Tiene un hijo, José (13 años), al que le encanta el queso cabrales y el cachopo. Y mantiene inalterable una pasión: el Real Oviedo.

José fue uno de los aficionados azules presentes ayer en el Viejo Nervión, habitual en las visitas del equipo azul por el Sur del país, alumno del colegio Loyola y aficionado al balonmano, deporte que llegó a practicar en el desaparecido Naranco. Su hoja de méritos oviedistas no presenta ninguna duda: debutó de la mano de su padre en el viejo Tartiere, se embarró también con él en la época de Tercera, donde llegó a presenciar el debut uno de los primeros partidos en Colloto (0-2), convirtió a su hijo al oviedismo (socio desde la cuna) y ahora echa en falta una peña oviedista no ya en Sevilla, donde calcula que hay unos mil asturianos, sino en algún punto cercano de la zona Sur del país. "No estaría mal, aquí hay oviedistas en todos los lados y somos embajadores de Asturias", dice mientras degusta un culín en el Centro Asturiano de Sevilla, institución muy activa con 360 socios.

La historia de este oviedista, sin embargo, encuentra mucha miga en su trayectoria laboral. De voz grave y aspecto pausado, este amante de la enseñanza se tiró más de una década tratando de reconducir a chavales residentes en las 3.000 viviendas, uno de los barrios más conflictivos de Sevilla y de España, a muy pocos metros, precisamente, del campo donde festejó ayer el Oviedo el triunfo. José fue director durante diez años, de 2002 a 2012, del Colegio Manuel Giménez Fernández, un recinto empotrado en pleno barrio con un enorme patio con canastas y paredes marrones. "La experiencia de haber trabajado ahí no la cambio por nada. Es aprendizaje continuo. Aprendes las relaciones sociales, muchas estrategias. En un colegio así nunca puedes dar nada por hecho porque cada día es algo nuevo", explica mientras pasa al lado del centro, cerrado a cal y canto, hoy dirigido por el que fue su jefe de estudios. Allí, añade, tuvo un equipo de trabajo excepcional.

Cuenta José que el barrio ha mejorado mucho en los últimos años por el trabajo, desde 2003, de un comisionado elegido por vecinos, políticos y técnicos. Cuenta también que los autobuses municipales ya no reciben pedradas al entrar y que hay vecinos que ya incluso se ponen de acuerdo para pagar la comunidad.

-¿Recibían pedradas los autobuses municipales?

-Sí, era un pasatiempo más.

El concepto de vida allí, dice, es muy distinto. Allí, matiza, se vive al día. El absentismo escolar es "alto" y la mayoría abandona antes de tiempo los estudios. Muchos padres mandan al colegio a sus hijos por obligación y "cuando la enseñanza deja de ser obligatoria, desaparecen". Que recuerden a bote pronto él y su mujer, que también fue profesora allí, de los 200 niños que acogió el colegio cada año durante su década de director solo salieron adelante dos: una chica que es dependienta de El Corte Inglés y otro que trabaja en Decathlón.

"La vida allí es difícil, hay muchos niños que conviven con pistolas desde chicos", explica, y dice que ellos, los niños, lo cuentan con naturalidad al profesor. "Una vez me vino un alumno con una cadena de oro al cuello valorada en cinco mil euros. Cuando le dije que si no tenía miedo a perderla, me contestó que tranquilo, que no le iba a pasar nada. Me sorprendió esa seguridad. Saben que no les pueden tocar", recuerda este ovetense, hoy director del colegio Capitán General Julio Coloma Gallegos.

-¿Y la relación con los padres?

-Como todos, quieren que les escuches. Unos entran de una forma y otros de otra, pero buscan que les escuches.

El barrio, un domingo por la mañana, está en silencio. Las calles están sucias y se ven a pocas personas de las 40.000 que residen allí. Hay una frutería abierta y poco más. De los bloques de viviendas, casi todos en tono claro, amarillo y ocre, asoman tendales con mucha ropa secándose al viento y de los cables de tensión cuelgan, cada dos por tres, zapatos y otro tipo de calzado, una señal, dicen, de que ahí puede haber droga. Sólo se advierte movimiento en la "peor zona", conocida como Las Vegas. Allí hay cuatro chavales delante de un portal que miran escépticos al coche. Otro de ellos tiritando con la mirada perdida y un señor de pelo blanco, barba blanca y chaqueta de cuero que cruza con su perro y saluda:

-Buenos días.