La Nueva España de Siero

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Ricardo Junquera

Carta de Yasir a ti

El asalto a la valla de Melilla

Hola, me llamo Yasir. Sé que no me conoces. Y no sé si querrás hacerlo. Soy sudanés y el pasado día 24 de junio salté la valla de Melilla. De los pocos que pudieron saltarla. Esa valla que separa vuestro mundo del nuestro, vuestra vida de las nuestras. Sé que no me conoces, pero te pido que si tienes un momento leas esto que te quiero contar.

Salí de Sudán hace poco más de dos años. Lo hice con mi hermano pequeño, Ahmed. Cuando salimos yo tenía 19 años; Ahmed, no había cumplido los 17. Vivíamos en un barrio de las afueras de Jartum, la capital del país. Allí fuimos a vivir desde la aldea cuando mi padre encontró trabajo en la ciudad, en una fábrica de vidrio. Desde pequeño la ilusión de mi hermano Ahmed fue ser médico. A mis padres también les hubiera gustado mucho haber visto cómo uno de sus hijos podía estudiar y hacerse una persona importante, que le decían. No pudo ser. A mi padre lo mataron una mañana del mes de junio de 2019, a tiros, en una manifestación pacífica contra un consejo militar que entonces gobernaba el país. Alguien nos dijo que a su cuerpo lo habían tirado al río Nilo. Nunca más lo pudimos volver a ver.

Desde aquel día todo cambió para nosotros. La vida se convirtió en una supervivencia diaria; nuestros sueños quedaron enterrados entre los escombros en los que las bombas de la guerra habían convertido todas nuestras esperanzas y nuestros futuros. Decidimos marcharnos, huir de allí; intentar llegar a ese mundo lleno de oportunidades e igualdades que habíamos pensado era el vuestro. Una mañana nos despedimos de nuestra madre; nunca me olvidaré del abrazo que nos dio, sobre todo a Ahmed, el pequeño de los dos, y lo último que me dijo: “Yasir, cuida de tu hermano, que es muy pequeño, para que un día, allá donde vayáis, pueda llegar a ser médico.” Cuando nos íbamos no volví la vista atrás. No quería verla llorar. Ni que ella me viera a mí.

En nuestro camino hacia vuestro paraíso, pasamos por Chad, Libia, Níger, Argelia y Marruecos. Podría escribir un libro entero sobre aquel viaje. Huíamos como podíamos del hambre, la sed y de los traficantes de esclavos. En las ciudades por las que pasábamos dormíamos en la calle e intentábamos sobrevivir a base de cualquier mal trabajo que encontrábamos, o de limosnas.

Por fin, una mañana, pudimos llegar a la puerta de vuestra casa; hacía poco habíamos oído que en Ucrania había otra guerra, y que estabais dando refugio a los que huían de aquella otra masacre. Nos pusimos felices. No nos diferenciamos de esos otros que huyen de esa otra guerra; igual también nos acogen, pensamos. Y teníamos aquella valla tan cerca.

Sí; cuando se ven las cosas desde el otro lado de vuestra frontera, de vuestro muro, uno quiere creer que todos esos grandes conceptos que usáis de igualdad, libertad, solidaridad o derecho a la dignidad de la persona son ciertos, que son algo más que nombres; después te das cuenta de que son nombres, sí, pero vacíos, o que puede ser que lo que pase es que tienen apellidos, pero no los nuestros; solo los que vosotros queréis ponerles. Quizás así podáis dormir tranquilos.

Los días antes de aquello estábamos en el monte Gurugú, ese que hay cerca de Melilla; con otros muchos que estaban como nosotros; allí teníamos sombra, algo de agua y entre todos conseguíamos también algo de comida. Pero aquella mañana la policía marroquí vino a por nosotros, como si fuésemos alimañas. Tuvimos que echar a correr intentando llegar a la frontera como fuera. Cogí a mi hermano Ahmed de la mano, fuerte, para que no se separara de mí. Y allí, ya cerca de la valla, pasó aquello. Empezaron a sonar disparos, y a lanzarnos botes lacrimógenos, y los gritos de dolor se mezclaban con los de angustia y rabia, y ya solo recuerdo a Ahmed intentando trepar por la valla, y cómo caía abajo, y cómo me decía: “Yasir, Yasir, sube tú, llega tú, que tú sí puedes.” Y sí; por él o por mí o porque Ahmed se me soltó de la mano, salté aquel muro con el que os defendéis de nuestras necesidades, y mire hacia el otro lado y vi a Ahmed en el suelo, junto a otros como él, envueltos en un charco de muerte, sangre y miseria; la más cruel de las miserias humanas. A la puerta de vuestra casa, que la Declaración Universal de Derechos Humanos ese día no estaba en vuestro guion, u os cogió mirando hacia otro lado.

Ahora solo te pido que si todo me va bien y algún día me ves por vuestras calles, quizá vendiendo algo en una manta, no me mires con desprecio. Lo único que nos diferencia es que no tuve la suerte de nacer donde vosotros y que tampoco podré nunca tener un hermano o un hijo que lleguen a ser médicos.

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