Lo explica la ley de Murphy: si echas una cucharada de mierda en un barril de vino, tendrás un barril de mierda, y si echas una cucharada de vino en un barril de mierda, tendrás un barril de mierda. Pues con el ruido sucede igual. Un voceras puede inexorablemente con mil personas en silencio.

Por eso los funcionarios silban y bocinean y tiran esos petardos tan gordos. Porque el ruido es el arma de su furia y molestar es un instrumento para alcanzar su objetivo.

Otra cosa es el ruido por vocación o por cultura. Cierto que las motos y los coches con escape libre que atruenan los pueblos y ciudades molestan a todos menos a quienes los conducen, que están encantados de la vida. Pero hay otro ruido que parecemos asumir como parte de nuestra vida que podría sorprender a otros pueblos que nosotros consideramos exóticos (por no decir salvajes) porque comen cucarachas y ese tipo de bichos.

Hablo de nuestra propia voz. Hace unos meses estuve en un pasillo de la zona de consultas del Hospital Valle del Nalón y me di cuenta de que había un ruido enorme. Más, estoy por apostar, que en cualquier bar de Alemania. Y no pasaba nada raro, no había gente enfadada ni nada de eso. Eran sólo conversaciones.

Otra cosa, volviendo a las protestas de los funcionarios, es recuperar esa costumbre de quemar neumáticos, con lo mal vistas que están hoy en día las emisiones de gases tóxicos a la atmósfera. Hoy, que muchos abanderados de la ecología, entre ellos líderes sindicales, rezan todos los días mirando a Kioto, se hace, cuando menos, extraño que se mantengan esas barricadas de fuego y humo.

Hay quien dice que en el amor y en la guerra vale todo. En el caso del amor, es discutible, a no ser que uno esté dispuesto a dejar que lo conquiste otra persona a base de mentiras, engaños y manipulaciones (la frase suena, quien lo diría, a queja sindical). En la guerra, es otra cosa. Vale todo porque la violencia es el único camino. Y además no hay árbitro.

En fin, que si esto, como parece, es una guerra, habrá que perdonar los daños al planeta y a los tímpanos. Sólo que, normalmente, tras la guerra siempre es posible que renazca el amor. Pero aquí, ni de coña.