2 Luis M. Alonso

Linneo, el científico sueco que sentó las bases de la taxonomía moderna, definió al escribano hortelano como un fringílido errabundo, de unos quince centímetros de pico a cola. Por decirlo de otra manera y para que se entienda, hablamos de un pajarito que tiene la cabeza y el pecho de un color verduzco tirando a claro, la garganta amarilla y el pico rosado. Su canto es dulce y trinante. Entre agosto y octubre, suele atravesar las Landas o la Provenza, camino del África Oriental. Si muchos de ellos no llegan a su destino es porque antes los cazadores les echan la red y luego los venden para ser cebados de manera conveniente. En ese momento, comienza para ellos una vida distinta, sedentaria y cruel, producto de la gula, ya que los escribanos hortelanos son unos incorregibles glotones dispuestos a sacrificar su libertad por un kilo de mijo al mes. Con esa dieta y el agua que beben, permanecen encerrados en habitaciones iluminadas día y noche, donde apenas se filtra la luz por una rejilla, hasta convertirse en una especie de ocas enanas llenas de grasa. En Francia, donde aparentemente es ilegal cazarlos, comprarlos y comerlos, aunque la ley se desacata con facilidad, se considera uno de los bocados más exquisitos. Los romanos ya lo entendían así.

La muerte del escribano hortelano es algo violenta por súbita. Una vez cebado, al pajarito se le ahoga sumergiendo su cabeza en un vaso de armañac o de coñac. Esta borrachera letal imprime a su carne un perfume que contribuye a reforzar su sabor. Acto seguido lo despluman y lo asan al horno, para presentarlo crujiente, con una pincelada de trufa o sin ella, en «caissette» o dentro de una patata, también asada. Más adelante explicaremos la forma primitiva de comerlo, pero antes me gustaría contarles la particular historia de un banquete donde el hortelano tuvo especial protagonismo.

El 31 de diciembre de 1995, ocho días antes de su muerte, el ex presidente francés, François Mitterrand, enfermo terminal de un cáncer de próstata, decidió reunir a unos invitados para disfrutar de la última comida de su vida. Ordenó que les sirvieran cuatro platos: ostras de Marennes, foie-gras de las Landas, capón asado y escribano hortelano. Normalmente se suele comer un hortelano, pero el presidente moribundo repitió y los dos pajaritos fueron, según dicen, la última sensación en su paladar. Posiblemente, Mitterrand quiso imitar las palabras del que fuera primer ministro británico Benjamin Disraeli, otro político gourmand, que escribió en The Young Duke que, con los paraísos abiertos, le dejasen morir comiendo hortelanos y escuchando su suave música.

La música callada del escribano hortelano, más allá del canto dulce y trinante que ha dejado de existir, la concibe el propio comensal cuando experimenta en la boca la crujiente textura del pájaro envuelta, por ejemplo, en un gran sorbo de Burdeos. La explicación está, como escribió Néstor Luján, en cómo aconsejan preparar y comer el hortelano los landeses que es, además, el ritual que todavía se sigue en toda la Gascuña. «Tomad un hortelano bien cebado. Sumergidle la cabeza en un vaso de Armañac. Desplumadlo, asadlo con precaución y servidlo en una bandeja pequeña. Solamente unos minutos bastan para todo ello. Llega ahora el tan esperado momento. Meted un pájaro en la boca cortando la cabeza con los dientes. Tomad un buen trago de burdeos rojo y tibio, cubríos la cabeza con un paño para evitar distracciones y recogeros. Son necesarios quince o veinte minutos para que el hortelano se derrita. ¡Es un regalo de los dioses!».

Ya no se acostumbra a decapitar la cabeza con los dientes. Ese aspecto bárbaro parece erradicado del ritual landés del pajarito, pero por lo demás es como si se siguieran las pautas marcadas por el magistrado de fino paladar, Brillat-Savarin que redactó las confidencias de su amigo el canónigo Charcot y que también se encargó de recordar el malogrado Luján. «Tomad por el pico un pajarillo bien gordo. Sazonadlo con un poco de sal. Metedlo con destreza en la boca. Morded, trinchad y masticad con viveza. Obtendréis un jugo lo suficientemente abundante para envolver todo el órgano y gustaréis de un placer desconocido para el vulgo».

Se trata, efectivamente, de una antigua barbaridad que remite a ancestrales cuchipandas. De hecho, para comer el hortelano a la vieja usanza es costumbre taparse la cabeza con una servilleta, como si se tratara de tapar las vergüenzas por la crueldad carnívora, la gula o el espectáculo de comportarse de una manera incorrecta. No sé si políticamente incorrecta, como ahora se suele decir.

Desconozco, por lo demás, si el ex presidente Mitterrand se puso o no el pañuelo por encima de la cabeza en aquella última comida de la Nochevieja de 1995 para celebrar en todos los sentidos el culto del recogimiento que demanda comerse un escribano hortelano como mandan los cánones. El otro día pasé por las Landas camino de Cognac y me acordé de los diminutos pájaros que caen en la red y en la gula del grano antes de rendirse a uno de los mayores placeres gastronómicos. Todavía mayor, por escaso y difícil que resulta comer los pajaritos si no es en la mesa de alguien que ha tenido la suerte de conseguirlos del cazador o los ha cazado. Y también me acordé del presidente gourmand al pasar por Jarnac, su tierra natal en la Charente, donde entre diciembre y febrero se celebra uno de los mejores mercados de trufas de Francia. Y donde se encuentra, además, la casa de coñac Curvoisier, de nombre francés y controlada por capital inglés. Dejo para otro momento el famoso aguardiente destilado del vino de las viñas charentesas.