Esta primavera se cumplió el 35.º aniversario del derrocamiento de la dictadura en Portugal. Un golpe militar de jóvenes capitanes progresistas que abrió las puertas a la democracia en el país con el régimen dictatorial más longevo de Europa, e inició un proceso revolucionario en el que se produjeron profundas transformaciones políticas, sociales y culturales.

Antifascistas de toda Europa peregrinaron a Lisboa en los meses siguientes a abril de 1974 para contemplar con sus propios ojos la última revolución que ha tenido lugar en Europa occidental. Para los antifranquistas españoles el final de la dictadura portuguesa supuso una noticia aún más esperanzadora y estimulante que les mostraba que el franquismo tenía los días contados.

Inés Illán, profesora de la Universidad de Oviedo, había conocido en París un 14 de julio a un abogado militante del Movimiento Democrático Portugués. «Cuando estalló la revolución me puse en contacto con él para visitar Portugal con mi hermana. Queríamos conocer la revolución y cuando llegamos a Lisboa nos encontramos con un ambiente increíble, rodeadas de retratos de Marx y Lenin por todas partes».

El ovetense Lorenzo Tejerina hoy es cartero en La Rioja, pero en aquel momento de 1974 era un estudiante que militaba en el clandestino Partido del Trabajo de España (PTE) y cumplía el servicio militar. Harto de «la mili» y de la España franquista decidió aprovechar un permiso para desertar y cruzar la frontera en busca de «una sociedad diferente, más atractiva».

Allí también reconoce haber encontrado «un ambiente maravilloso e ingenuo a la vez». El derrocamiento del salazarismo había hecho estallar en Portugal, uno de los países más pobres de Europa, todas las contradicciones sociales ocultas por la dictadura.

Los militares habían destapado una olla a presión que ni ellos mismos podían ya controlar. Los sectores más izquierdistas del ejército decidieron sumarse al potente movimiento popular que se estaba produciendo en las facultades, los barrios obreros de Lisboa y Oporto, y los pueblos del sur latifundista.

Miles de familias trabajadoras y chabolistas ocuparon viviendas vacías en las ciudades, mientras que los campesinos sin tierras iniciaron por su cuenta la reforma agraria, en los centros industriales estallaron las huelgas para reclamar mejores condiciones de vida y más de 600 fábricas llegaron a funcionar en todo Portugal sin patrón, de forma autogestionada.

«Nunca había visto una fe y una convicción similar en los trabajadores», asegura Tejerina, «había un ambiente totalmente surrealista imposible de entender para quienes veníamos de sufrir un ejército fascistoide. Los militares pintaban mucho en política y eran muy queridos por el pueblo».

De entre los distintos sectores del Movimiento de las Fuerzas Armadas Tejerina destaca la potencia de Otelo Saravia, «era el más izquierdista y tenía un carisma impresionante».

«Había discusiones acaloradas sobre política en los bares y en la calle, en la radio emitían programas sobre marxismo, feminismo, filosofía?», señala Illán. Portugal despertaba tras 48 años de dictadura.

Inés Illán, conoció de primera mano los cambios que se estaban produciendo en el sur del país. «Aquello era otro mundo, algo parecido a la Extremadura de los años 40, no había agua ni electricidad, y los caciques locales trataban de acaparar productos de primera necesidad para boicotear la revolución».

Allí participó con los campesinos del Alentejo en asambleas y en el movimiento de reforma agraria, acompañando incluso a las patrullas que defendían las cooperativas campesinas de los ataques de grupos de ultraderecha que apoyados por España buscaban la desestabilización de Portugal.

El espíritu unitario de los antifascistas portugueses empezaría a resquebrajarse a medida que la revolución avanzaba y comenzaban a percibirse dos modelos políticos bien diferenciados, cuando no antagónicos: el representado por el Partido Socialista de Mario Soares y sus aliados de centroderecha, y el de Alvaro Cunhal, líder de los comunistas, y las demás fuerzas de la izquierda radical.

Mientras Soares buscaba la homologación de Portugal con el resto de las democracias liberales occidentales, los comunistas y la extrema izquierda intentaban la profundización política, social y cultural del proceso revolucionario: la nacionalización de los sectores estratégicos de la economía, la reforma agraria, la rápida descolonización del vasto imperio portugués y la ruptura con el capitalismo. Esta segunda opción fracasó en las elecciones del 25 de abril de 1975, donde se impusieron electoralmente los socialistas y sus aliados, que contaban con sólidos apoyos internacionales.

Más allá de la agitación que existía en el sur del país y en los centros industriales, otro Portugal, conservador, católico y pequeño propietario, horrorizado por el rumbo del país, votó en masa contra «el fantasma del comunismo».

Para Illán «las manifestaciones del Partido Socialista, los gritos, las actitudes de la gente que acudían a ellas eran visceralmente anticomunistas».

La ruptura entre el sur y el norte del país era total. Mientras en las regiones latifundistas los jornaleros estaban llevando a cabo la reforma agraria; en el norte, donde predominaba el pequeño campesinado conservador, se asaltaban las sedes del Partido Comunista en manifestaciones muchas veces lideradas por la Iglesia católica.

Lorenzo Tejerina, que estaba refugiado junto a otros exiliados políticos en el Centro Internacional Revolucionario de Portugal conoció allí a un marxista guevarista que trató de convencerle para «catequizar» en las bondades del comunismo a los campesinos del norte. «Me alegro de no haberle seguido porque aquella era una gente difícil», recuerda ahora.

A finales de 1975 la situación política se volvió más tensa, y como resume Tejerina «comenzó a haber un rearme de los sectores conservadores y pistolerismo de extrema derecha». Los comunistas trataban de compensar su debilidad electoral apoyándose en Vasco Gonçalves y los militares situados más a la izquierda. Desde el Partido Socialista se les acusó de estar tramando un golpe de Estado para convertir Portugal en una dictadura comunista.

Inés Illán discrepa de esta versión. «Pintaban a los comunistas y a Alvaro Cunhal, que era un hombre con una personalidad fascinante, como los malos de la película», sostiene Illán, para quien era todo una cuestión de propaganda y de miedo para eliminar a los comunistas de la escena política y conseguir una democracia «pasada por el filtro de los EE UU, que jugaron un papel determinante».

«Después de la caída del Gobierno de Vasco Gonçalves hubo un reflujo muy importante y todo fue decayendo», comenta Inés Illán.

A partir de 1976 con la hegemonía de los socialistas y de los conservadores, comenzaron a desmontarse los aspectos más radicales de un país que en su Constitución, redactada durante la revolución, se definía como un Estado «en transición hacia el socialismo».

Con los años, aquel rincón de Europa del que el secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger había pronosticado que se convertiría en «la Cuba europea», retornó a la normalidad. Para los que conocieron y simpatizaron con el Portugal revolucionario queda un poso de melancolía, o, como lo expresa Lorenzo Tejerina, «me gustó mucho más aquella Lisboa que todas las que he conocido después. En aquel momento había una idea de transformación de raíz. Ahora es un tipo de sociedad más parecido a la nuestra».

Una transformación que, a pesar de su radicalidad, fue bastante más pacífica que la transición española, donde la acción de las fuerzas de orden público, así como de bandas armadas de ultraderecha, extrema izquierda o nacionalistas radicales, produjeron muertos y heridos en un considerable número de episodios violentos que salpicaron el paso de la dictadura a la democracia.

En Portugal a pesar de la ruptura democrática con las instituciones salazaristas, apenas se tomaron grandes represalias contra los que habían participado en el aparato represor de la dictadura.

Para Inés Illán una eclosión cultural como aquella mereció la pena aunque no durase: «En España no tuvimos nada similar en nuestra transición, no se produjo una ruptura similar con el pasado, y un corte así es muy sano para una sociedad».

El cantautor portugués Jose Afonso, compositor de «Grandola, Vila Morena», la canción utilizada por los militares demócratas como señal en la radio para iniciar el levantamiento contra la dictadura y la guerra colonial, había actuado anteriormente en Asturias, recuerda el fotógrafo José Manuel Nebot, uno de los organizadores del concierto.

Nebot, militante del PCE y gran dinamizador de la vida cultural y social asturiana, acogió en su casa a Afonso, al que recuerda como «un hombre muy serio y muy riguroso. Yo militaba en el Partido Comunista y él en la extrema izquierda portuguesa, pero llegamos a tener una gran confianza. No tenía nada que ver con otros cantautores que eran tipos más ligeros, más triviales, él era una persona muy interesante y muy comprometida».

El cantautor volvería a actuar en Asturias ya con posterioridad al derrocamiento de la dictadura, convertido en todo un héroe y un símbolo de la lucha por la democracia.

Nebot rememora la actuación de Afonso en el «prao de los Maizales», lugar donde diferentes asociaciones culturales celebraban cada verano la Fiesta de la Cultura, punto de encuentro de todo el antifranquismo asturiano.

Allí ante una multitud que coreó muchas de sus canciones, entre ellas «Grandola, Vila Morena», mundialmente famosa a raíz de la revolución y convertida en un clásico del cancionero de la izquierda internacionalista.