Andrés Montes

En la bruma de sus momentos finales, con la conciencia ya casi perdida, Francisco Grande Covián repetía en inglés la última conferencia pronunciada en Estados Unidos. Era el rastro de la lucidez con que vivió sus últimos días y la prueba de que la ciencia llenaba el pensamiento del hombre que quizá más haya hecho por la correcta alimentación en una sociedad que, en pocos años, pasó de la carencia al exceso en la mesa. Ocurrió el 28 de junio de 1995, día en que cumplía años aquel sabio cargado de bonhomía al que una dolencia cardiaca privó de celebrar ahora su centenario.

En Grande Covián convivían con naturalidad el sabio popular y el hombre de ciencia. Como científico, sus estudios sobre la nutrición humana lo colocaron en la antesala del Nobel. Como divulgador, su receta siempre fue la sencillez ante las propuestas de las dietas: comer de todo pero sólo lo necesario. Y como persona, riéndose de sí mismo, atribuía la misma importancia al buen humor que al buen comer.

Aquel Grande Covián recién llegado al mundo el 28 de junio de 1909 tenía una predisposición genética hacia la medicina, según su biógrafo, Marino Gómez-Santos. Abuelo, padre y tíos marcaban una senda profesional por la que Francisco Grande transitó, aunque de forma muy personal. Su llegada a la Residencia de Estudiantes en 1926 fue decisiva en su vocación científica. «El ingreso en la Residencia marcó mi vida. Allí decidí mi vocación científica, mi propósito de dedicarme a la investigación, para lo cual renunciaba a la práctica de la medicina». Quedó vinculado así a una generación intelectual cuya trayectoria sufriría el corte vital de la Guerra Civil y que daría sus mejores frutos fuera de España. Y en esa etapa de arranque profesional su nombre parece ligado a dos personas. Primero, a Juan Negrín, cuya labor científica queda ensombrecida con demasiada frecuencia por su faceta política y que recibió en el Laboratorio de Fisiología General de Madrid a un joven Grande. Allí mismo coincidió con otro asturiano, Severo Ochoa, también discípulo de Negrín y futuro premio Nobel, con quien mantuvo durante más de medio siglo «una estrecha vinculación y una comunidad de intereses científicos, aunque nuestros campos de trabajo hayan estado muy separados».

Dos dictaduras lo obligaron a abrirse al mundo. La primera, la de Primo de Rivera, que al decretar el fin abrupto del curso académico lo empujó a su primer viaje a Friburgo y le proporcionó un horizonte más amplio. Friburgo sería la primera escala de un amplio recorrido de formación que lo llevaría a Dinamarca, Suecia e Inglaterra. Así surgió el Grande políglota que se «manejaba en varios idiomas a la vez, jugando con muchas expresiones», tal y como rememora desde Cuzco, en Perú, su hijo Paco Grande. Su progenitor hablaba inglés, francés, alemán, danés, sueco y ruso, y la lengua era también otra forma de abrirse al mundo y al conocimiento.

La segunda dictadura que lo empujó a irse fue la de Franco. Los obstáculos académicos y la falta de medios lo llevaron a aceptar una oferta profesional en Estados Unidos y allí se fue con su familia a mediados del siglo pasado, para investigar en la Universidad de Minnesota y el Hospital Monte Sinaí.

El recuerdo filial no dista mucho de la imagen pública que ha quedado de Francisco Grande Covián. «Era simpático, abierto, sonriente, divertido y muy trabajador», cuenta su hijo. Los contratiempos profesionales, el cambio forzado de horizonte, «no le dejaron ningún lastre de amargura o rencor. Lo único que lamentaba era la falta de sentido común». Su hijo Francisco Grande perfila al padre como ese hombre «socarrón, de humor edulcorado, al que la expresión más fuerte que se le podía escuchar era «esto me gusta poquísimo».

Un hombre tan entregado a su labor científica como a la familia. «Siempre tenía tiempo para todo. Me recogía en el colegio a las seis de la tarde. En invierno, en Minnesota, a esas horas era de noche y las calles estaban cubiertas de nieve. Era el único papá que lo hacía», cuenta Paco Grande.

Las circunstancias de la Guerra Civil le proporcionaron el escenario idóneo para estudiar los problemas físicos relacionados con la carencia de alimentos. Desde su responsabilidad en el Instituto Nacional de Alimentación hubo de encarar las deficiencias alimentarias de la población madrileña y realizó su primera gran contribución a las ciencias de la nutrición con sus estudios sobre la vitaminosis en humanos y sus secuelas neurológicas. Grande avanzaba así en la especialidad en la que se encumbraría como investigador y la que lo acercaría más tarde a una población en la que el problema alimentario dejó de ser cómo administrar la escasez para transformarse en cómo controlar el exceso.

En Estados Unidos llevó a cabo otro de los estudios más destacados de su carrera profesional. Por encargo del Ejército, investigó los efectos de la restricción calórica sobre la capacidad física. Sobre esa base, establecería posteriormente la relación entre el consumo de grasas y el nivel de colesterol en la sangre, y fijó una de las fórmulas clave para medir ese vínculo, uno de los conceptos capitales de la salud del Primer Mundo. Los avances en esta materia quedarán como uno de sus mayores logros científicos.

Y al hablar de grasas, el científico aprovechaba para evocar sus veranos asturianos, «asociados al bonito y a las sardinas». En contra de la opinión de algunos colegas, sostenía que el bonito y las sardinas de Lastres, al tener la grasa muy insaturada, contribuyen a rebajar los índices de colesterol. En los tiempos de Grande Covián, los obesos no superaban todavía a los delgados como ocurre ahora. Pero la gordura distaba ya mucho de ser digna de distinción social como ocurría en épocas más lejanas. El profesor advertía: «Los peligros de la obesidad se han exagerado. Hay peligro en la obesidad, pero sólo a partir de un 20 por ciento de sobrepeso». Y marcaba límites: «Me niego a identificar la dietética con la estética. El ideal de la belleza femenina ha variado, en esto hay que insistir, para separar el problema médico de la moda». Su única defensa cerrada en materia de alimentación era la de comer de todo, pero sólo lo justo. «Debe hacerse una dieta con elementos de distintas características, para que las deficiencias de unos se suplementen con las virtudes de los otros. Nunca doy una dieta ideal. Hay miles que cumplen estas reglas y sin renunciar a comer lo que le gusta». Pero Grande se ocupaba también de otras dietas. Su hijo recuerda la preocupación paterna por que no se acomodara a los estándares de la vida americana que lo abocaban a una vida alicorta. «Mis amigos hacían trabajos de poca monta para ganarse algo de dinero y poder disponer de un coche, por ejemplo. Mi padre me estimulaba al conocimiento y llegué a un pacto con él por el que garantizaba esos pequeños ingresos a cambio de que yo me ocupase en indagar sobre lo que de verdad quería hacer. No puedes perder el tiempo, me insistía. Y eso me permitió dedicarme a la fotografía, a la música, interesarme por las chicas... Tenía otros valores muy distintos de aquella pequeña sociedad de Minnesota y le estoy muy agradecido por ello». Quizás eso fue lo que convirtió a Paco Grande, que estuvo casado con la actriz Jessica Lange, en fotógrafo.

A los 67 años, de vuelta en España, afrontó una nueva etapa con entusiasmo de primerizo en la Universidad de Zaragoza y prácticamente hasta el final se esforzó por mantenerse al día en una especialidad en rápido avance y de la que nunca quiso quedar descolgado. La dieta de Grande tenía otro componente: el trabajo continuo, que no cesaba ni en sus vacaciones en Colunga. «Trabajar no es un castigo de Dios. Salvo los que llevan un trabajo muy rutinario, nadie quiere jubilarse», sentenciaba.