A Miguel Solís Santos, algún día se hablará del tiempo aquel en que Avilés y Asturias contaron con un espíritu renacentista de tan altos vuelos que no fue avistado por ruidos, furias, anteojeras, envidias y estulticias.

¡Qué lejos queda 1277! Es el año en que se conforma la primera hermandad municipal, en el alto de La Espina, que, presidida por el concejo de Avilés, nacía para la mutua defensa de las principales pueblas occidentales: Pravia, Grado, Salas, Somiedo, Valdés, Tineo, Cangas y Allande. No es ni puede ser casual que, ya desde entonces, el occidente de Asturias y Avilés se hermanasen en busca de un destino común al que la geografía y la historia vinieron poniendo tantos impedimentos.

A poco que se conozca el occidente de Asturias, podrá observarse que las confluencias van del Narcea al Nalón y desde la desembocadura de éste hasta las inmediaciones avilesinas. A poco que se repare en anécdotas, se caerá en la cuenta de lo significativo que resulta que Palacio Valdés hablase del jamón de Avilés, marca que tiene su registro, cuando se trataba del jamón de Tineo que se comercializaba en la ciudad que tan importante fue en la vida y obra del escritor lavianés. A poco que se rastree en la historia económica e industrial de Asturias, nos encontramos con datos como éste: en 1908, la localidad belmontina de Selviella despegó económicamente como consecuencia de la construcción de una Central Hidroeléctrica por parte de la Compañía Popular de Avilés. Así pues, energía nacida en el occidente de Asturias para suministrar luz eléctrica a Avilés, energía que, a su vez, se generaba también por la inversión de unos capitales que tenían como origen la emigración a América, otro de los grandes denominadores comunes en la historia de nuestra tierra. A poco que se recuerden las trayectorias vitales, se recordará que las gentes del occidente de Asturias se examinaron durante mucho tiempo del ingreso de Bachillerato en Avilés.

¡Qué distinta hubiese sido la historia del occidente de Asturias de haber tenido unas buenas comunicaciones con Avilés! A este respecto, es obligado hacer mención a la vieja carretera carbonera entre Cornellana y Pravia que en su momento trazó Sagasta, en tanto ingeniero de caminos. Quienes la padecieron no la olvidan, sin perder de vista, por otra parte, que no hubo hasta principios de los noventa del pasado siglo una carretera en condiciones entre ambas localidades, que facilitó un flujo de comunicación entre la costa y el occidente de Asturias hasta entonces desconocido.

Y es obligado también aludir a aquel proyecto ferroviario entre Cangas del Narcea y Pravia que se inició en la posguerra y que nunca llegó a realizarse, no sólo como una de las metáforas que mejor muestran lo que pudo haber sido y no fue, sino también por lo que aquello hubiese supuesto para el conjunto de comarcas que se aglutinan en torno al Corredor del Narcea.

Observemos la fotografía que nos muestra la ría de Avilés hacia 1870. Un barco atracado delante del muelle. Y, cómo no, el palacio de Camposagrado. Aquí los afanes de las comarcas occidentales no están cerca de desembocar en un mar que es el morir; se trata, antes bien, punto de partida. Ante la metáfora tan común de la vida como encrucijada y naufragio, el éxito, que etimológicamente quiere decir salida. Así pues, encrucijada y éxito de una geografía que resuelve su drama en el mar avilesino. La oportunidad que brindaba América, oportunidad que, etimológicamente, tiene que ver con puerta franqueada, con puerto, esto es, también con salida.

Así las cosas, no sólo la salida de productos para ser comercializados, no sólo la llegada a un punto de destino que desahogaba los afanes y las voluntades de una infinita suma de angostos valles, sino también el punto de partida hacia tierras muy lejanas que eran entonces, para montones de familias asturianas, la oportunidad de librarse de la miseria, así como de evitar también, si nos ponemos a principios del siglo XX, aquella guerra de África que constituyó uno de los muchos episodios de la historia contemporánea de España que malogró vidas que no habían hecho más que comenzar. La Asturias que emigró a América muy cerca de esta fotografía tan evocadora. El inicio de una aventura que dejaba tras de sí aislamientos y carencias.

El mercado que recoge la segunda fotografía podría datarse entre últimos del XIX y principios del XX. En este caso, lo llamativo no es tanto lo que la imagen ofrece, sino lo que podemos figurarnos que falta, es decir, gentes y mercancías que, como consecuencia de esas malas comunicaciones de las que venimos hablando, no llegaron puntualmente a su cita, tal y como marcaban designios y voluntades.

Vestimentas de época, tratos, regateos. Atrás se quedan los trabajos y los días antes de que esos productos pudieran ser comerciados. Más allá de ese momento, pasado el acto de compraventa, el regreso, las tasas, el deseo de comparecer pronto con nuevos productos.

Mercado de Avilés, rodeado de imponentes edificios que, como recordaba no hace muchos días Alberto del Río en un magnífico artículo en este periódico, reúnen condiciones más que suficientes para que la UNESCO pueda llegar a considerarlos Patrimonio de la Humanidad.

Monumentalidad que, en el caso de Avilés, no impone reciedumbre, sino que estaba y continúa estando llena de vida. Alguien escribió que los soportales, además de una imposición de la climatología, suponen siempre un plus de vitalidad que resulta acogedora y que contagia entusiasmo.

Imponente arquitectura que no espanta la vida, que atrae ferias y mercados, movimiento, vida, trato social, tertulia improvisada, de un tiempo en el que la esclavitud del reloj aún no se había impuesto.

Ría y mercado en Avilés. Escenarios ansiados por los designios de una geografía y sus habitantes que marcaron un hermanamiento al que las orfandades de las malas comunicaciones emboscaron.