No todo los que marcharon a las Indias regresaron con fortunas que les permitieron edificar la consabida quinta con palmera en el jardín y casarse con alguna señorita de la villa; otros regresaron, lo que según los casos no fue poco, acogiéndose a la beneficencia, y otros aún, seguramente los más, quedaron por allá. Nadie pregunta por los que se fueron y no volvieron, porque seguramente los más, quedaron por allá. Nadie pregunta por los que se fueron y no volvieron, porque seguramente su vida no fue «como en los cuentos», según decía Ortega y Gasset de los que regresaban, sino desgraciada y espeluznante, como la peripecia de aquel personaje de Castelao que «fue a Buenos Aires y volvió sin dinero, luego fue a La Habana y no trajo fortuna, después fue a Nueva York y volvió tan pobre como había ido», y finalmente, «aún fue a no se sabe dónde y no volvió más». Pero al cabo de muchos años, un trozo de su piel en la que había el tatuaje de un pájaro con una carta en el pico, fue reconocido en el extraño y tétrico comercio de un francés que vendía restos humanos. Todo era cuestión de suerte, como es de suponer. Antes de que el gran indiano Íñigo Noriega emigrara a Méjico, lo hizo uno de sus hermanos, del que no volvió a saberse. En las inmensas extensiones mejicanas es fácil no salir. Si quien se pierde es «gringo» o «gachupín», nadie pregunta. Y si es indio, tampoco.

Los que vuelve repatriados por el consulado se exponen a ser recibidos en la aldea de la que salieron con maleta de madera o cartón y algunas ilusiones, con toda la malignidad y todo el resentimiento del aldeano. Resentimiento, han leído ustedes bien, porque el aldeano de la época clásica de la emigración indiana se identificaba con el indiano triunfador: el que regresaba fracasados tan solo le recordaba su propio fracaso. El triunfo de los indianos que volvieron «como en los cuentos» con cadena de oro y reloj bien visible, sombrero tejano o de panamá y tantos anillos de oro y piedras valiosas como dedos de la mano y acaso alguno más, eran el ejemplo a seguir, con lo que el indiano rico se convertía en un prototipo, tal como señala Rafael Anes; y eran precisamente los padres de los futuros indianos quienes les proponían los ejemplos pertinentes. Pues de la misma manera que en la sociedad tradicional de la villa o en ambientes fuertemente influidos pro la ideología eclesiástica, el ejemplo lo constituía la persona muy piadosa, en el duro ambiente de la aldea (y también, ¿por qué no?, hasta en los mismos ambientes eclesiástico de la villa), el ejemplo era la persona rica, el que había triunfado en la emigración. En consecuencia, se envidiaba y se admiraba al rico (muchas veces se insinuaban historia maliciosas sobre los procedimientos empleados para conseguir la fortuna) y se ignoraba y despreciaba al que volvía pobre. No sólo porque no pudieran obtener ningún beneficio de él, ni que construyera la fuente, el asilo, la escuela o el lavadero, o arreglara los caminos vecinales, no: eso era secundario, sino porque los despertaba de un sueño, porque les recordaba que en América también era posible el fracaso, que las calles de las legendarias ciudades del otro mundo no estaban adoquinadas de oro y plata, «como en los cuentos». Resultado de este sueño, la palabra «indiano» es sinónima de «rico» desde los primeros tiempos de las Américas colonizadas, y así, Corvarrubias define al indiano como «el que ha ido a las Indias, que de ordinario éstos vuelven ricos».

Por tanto, a las habituales salidas de los vástagos sobrantes de las familias numerosas (el seminario y la milicia, principalmente), se añadió, sobre todo a partir del siglo XVIII y en el siglo XIX, la perspectiva de la emigración a las Américas, convenientemente alentada por los padres, como escribe el profesor Anes en su excelente resumen «La emigración de asturianos a América»: «Testimonio de esta inculcación la dan los propios emigrantes, quienes confirman que se les había imbuido que su destino estaba en América, hasta el extremo que no se planteaban otro posible en su vida. Sírvanos de ejemplo lo que relata el labaniego Eloy Viejo Velarde, quien, nacido en 1901, en 1918 embarcó para Méjico, donde se habían establecido antes tres de los seis hermanos varones. El labaniego señala que 'apenas contaba uno doce años, nuestros padres ya nos inculcaban la idea', la idea de que deberían marcharse a América y con ese fin era organizado todo, especialmente el aprendizaje: 'Tienes que ir a la escuela y aprender mucho para que luego te vayas a América', se les decía o se les daba a entender. Como casi todas las familias tenían alguno de sus miembros en América, ésta ocupaba lugar preferente en las conversaciones, por lo que se hacía familiar a los niños, y ese continente se convertía en 'imán irresistible, panal de promesas y faro de esperanzas'».

En consecuencia, el que volvía fracasado había cometido un ultraje a la comunidad: había destruido una esperanza. Más habría valido que se hubiera quedado por allá. En la aldea, si pretendía volver a instalarse en ella, se le trataba con desdén, como si fuera un «don Nadie», se le daban motes despectivos como «indiano de la maleta al agua» o «americano del pote» (según las zonas) y se le dedicaban canciones satíricas, de punzante ironía:

Americano del pote

¿cuándo viniste, cuando llegaste?

La cadena del reloj,

¿ya la vendiste,

ya la empeñaste?

«Clarín» hace una descripción exacta de este personaje en la figura de Ramón Lantero, el cuñado del indiano de «Borona», que era «un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en asumirse de nuevo en la servidumbre natural del terruño y en tomar la patina del trabajo que suda sobre la gleba».

Los que no vuelven, al menos evitan esa humillación. Es el caso de Antonio López Trelles, un personaje en verdad pintoresco, casi mágico, que podía ser imaginario si no fuera porque está documentado y se le dedica un capítulo en el libro «Asturianos casi olvidados», primera serie, de Juan Santana, un escritor que no se distingue por la imaginación ni por la prosa comprensible, aunque aporta, en ésta y otras obras, un buen caudal de noticias variadas y curiosas. Al comienzo de su capítulo sobre López Trelles señala «sin eufemismo alguno, que el asturiano al que dedicamos atención, no es olvidado por una razón muy poderosa, cual es que no es conocido absolutamente de nadie, ¡bueno!, vamos a poner aquí un 'casi' por aquello de que puede tener algún familiar (que luego veremos que no tuvo alguno, ni consideró en su último momento)». Había nacido en Cudillero hacia 1833 o 1835, hijo de Francisco López, «Don Pancho de Perina», administrador de Correos y fabricante de jaulas de alambre para guardar grillos en ratos de ocio (que debían ser prolongados). La familia era modesta en extremo; al pequeño Antonio se le conocía por Trelles. A los quince años decide embarcar a las Américas en compañía de un amigo del que se perdió la pista.

El primer destino de López Trelles fue Puerto Rico, donde queda sorprendidísimo, porque tiene que trabajar más que en su pueblo, y con menos ganancia. Suponiendo que Puerto Rico era la excepción y el resto de América la tierra de Jauja, consigue reunir algún dinero con el que se paga el pasaje para Cuba, donde consigue un trabajo como mozo de café en el «Hotel Luz» de La Habana, pero las ganancias son escasas, por lo que cambia de oficio, dedicándose a vender periódicos por las calles. Según Santana, fue el primer vendedor callejero de periódicos, que en la de los vecinos Estados Unidos era oficio prestigioso, pues se decía, para enaltecer su sistema democrático, que se podía empezar de vendedor de periódicos y terminar de presidente de la nación. López Trelles empezó de vendedor de periódicos y así acabó; solo que al final, como no le daban periódicos en las redacciones, los vendía usados o de fechas atrasadas. Para ayudar a su decrépita economía, lava platos en el restaurante «Las Tullerías» a cambio de un plato de comida. Pero a pesar de las privaciones y de ejercer trabajos tan mal remunerados logró reunir algún dinero que deposita en la Caja de Ahorros de Letamendi, cuya quiebra volatiza sus 25.000 pesos duramente ahorrados. Se rehace, no obstante. Ya no se fía de os bancos, pero invierte en acciones de los Ferrocarriles Unidos de La Habana, que guarda en su raído sombrero. Dormía en los portales de la Catedral y pasaba los días sentado en las escaleras del Senado. Se conoce que le gustaba los ambientes distinguidos. A pesar de su abandono, siempre iba bien afeitado y con el bigote arreglado. Nunca aceptó ningún tipo de ayuda, ni de amigos y paisanos ni institucional. Sólo muy al final consiguieron internarle en la Beneficencia, donde murió a los nueve días de su ingreso, el 20 de agosto de 1921. Se suponía que al morir su fortuna ascendía a 40.000 pesos. Pero sólo encontraron un viejo baúl y unas alpargatas.