No deja de ser curioso que haya sido Teófilo Braga, nacido en Ponta Delgada, Azores, un archipiélago perdido en el océano Atlántico, uno de los mayores impulsores del iberismo, el movimiento cultural y político que propugnó desde el pasado siglo XIX el acercamiento entre España y Portugal y, desde entonces, expuesto a los mayores contrastes y contradicciones. Braga, que ejerció brevemente como presidente de la República del país vecino, dijo aquello de que el caminar conjunto entre portugueses y españoles forma parte del orden natural de las cosas.

La idea de una unión ibérica, que a lo largo de los últimos dos siglos ha sufrido tantos impulsos como vacilaciones, aproximamientos y lejanías, ha recibido ahora un respaldo por parte del Barómetro de Opinión Hispano-Luso, a través del primer estudio difundido sobre lo que piensan los ciudadanos de uno y otro lado de la raya acerca de sus vecinos. Según ese estudio, que dirige el Centro de Análisis Social de la Universidad de Salamanca, el 40 por ciento de «nossos irmaos» es partidario de integrarse en una federación con España. La respuesta afirmativa de los españoles, que viven con mayor indiferencia y, también, desconocimiento la idea de una Iberia unida, se reduce a un 30 por ciento. Es probable que en estos momentos la utopía de Braga, que llegó a establecer un plan concreto de Federación Ibérica en el que España debería organizarse como República, se traduzca en un pragmatismo más modesto, pero de lo que no cabe duda es que hay corazones ibéricos que aún siguen latiendo a un mismo ritmo y a un mejor compás, seguramente, que en algunas de nuestras autonomías donde anida un espíritu de fragmentación. Eso, sin tener en cuenta, que la mitad del país vecino, cuyos habitantes se manejan con soltura en español o portuñol, apoya la enseñanza obligatoria del castellano.

El poeta Antero de Quental fue otro azoriano que derrochó fe y entusiasmo en la defensa de un iberismo civilizador. Y si esa pulsión de Braga y de Quental puede llegar a sorprendernos, no menos debería hacerlo el ser abarcador de Fernando Pessoa, criado y educado en Durban (Sudáfrica), que creía que todas las fuerzas opositoras a un entendimiento entre los dos naciones de la Península debían ser consideradas enemigas. Esas fuerzas contrarias a los intereses conjuntos de Iberia eran para Pessoa los conservadores católicos, la masonería, Inglaterra y, sobre todo, Francia, a la que llegó a considerar corruptora de la civilización ibérica por la influencia cultural ejercida, muchas veces, todo hay que decirlo, de manera beneficiosa. Otras, como el caso de la fonética, ha traído consigo en Portugal el afrancesamiento de las «erres» hasta el punto de que la palabra «rua» ha llegado a adquirir un sonido tan extremadamente gutural que sobrepasa al de los propios galos al pronunciar «rue».

Para empezar, el radicalismo iberista de Pessoa se sustentaba en la idea de que los peninsulares no pertenecemos al mundo latino. Pessoa escribió, antes incluso de plantear su ultimátum, que la civilización europea se componía del grupo anglo-escandinavo, caracterizado por su individualismo; del germánico, asentado en la disciplina y el orden; del latino, del que formarían parte Francia e Italia, reconocible por una indisciplinada centralización; del oriental o eslavo, en desarrollo, y del ibérico, que agruparía a España y Portugal, con una idea más acusada de occidentalización, y, por tanto, con una vocación inequívocamente americana.

El mayor problema para la integración de España en ese proyecto de Iberia era, según Fernando Pessoa, el papel centralista de Castilla, que obstaculizaba un posible estado de las autonomías previo a los objetivos federalistas. Castilla, la vieja, fue siempre el sujeto del recelo. Mientras los españoles vivieron de espaldas al vecino, el vecino lo hizo mirando de reojo a los castellanos. «De Espanha nem bom vento, nem bom casamento», se oía decir, y, también, al mismo tiempo, el apelativo fraternal de «os nossos irmaos». ¿Quién lo entiende? Lo dicho, contradicción y contraste. El resquemor ancestral provenía de Castilla La Vieja; nada contra los vascos, los catalanes, los extremeños, los murcianos, los gallegos o los asturianos. Nada contra España, salvo en el caso de la encarnadura nacional castellana. La inquietud, a veces el temor, frente un vecino poderoso llevó a que los portugueses, bajo la influencia comercial y cultural de ingleses y franceses, se plantearan como solución el acercamiento, unas veces, y el distanciamiento, otras.

Las cifras, en cualquier caso, siempre han actuado de manera determinante en los intentos de la Unión Ibérica, que propugnaba la unidad monárquica liberal, y de la Federación Ibérica, que abogaba por un federalismo republicano. Portugal y España comparten un mismo territorio geográfico con una larga frontera común de 1.214 kilómetros. Una unión territorial daría como resultado el país más grande de la Unión Europea y el tercero de Europa, después de Ucrania y Rusia. Iberia sería asimismo el quinto país en población de la Unión Europea, con 57, 3 millones de habitantes y una población similar a la de Francia, Reino Unido e Italia. La suma de escaños en el Parlamento europeo, 78, llevaría al nuevo país a una situación de mayor fuerza institucional.

Los datos a la vista animan a echarle un vistazo a esa hermandad que tantas veces por el desinterés de unos y otros, o el caos político, se ha desdeñado para seguir siendo portugueses y españoles los primos que sólo se ven en las bodas y en los bautizos.