Director de escena

Nadie habla mal de Emilio Sagi. Es un hombre de acción. De escena. Un director-actor que lleva dentro y transmite a sus cantantes cada uno de los personajes de la ópera que en ese momento tenga entre manos. Capaz tanto de hacer a Barbie Superstar protagonista de una ópera de Wagner como de recrear hasta el más mínimo detalle un patio andaluz, olor a azahar incluido, en su última producción de «Las bodas de Fígaro» para el Teatro Real de Madrid. Único a la hora de aunar los gustos más tradicionales con la vanguardia escénica que impera en Europa. Ahora Sagi retoma para el teatro Campoamor una producción de la zarzuela «La del manojo de rosas» que aspira a mantener, más allá del tiempo, el estilo de un clásico.

-¿En qué consiste el efecto Sagi?

-Pues no sabría decirle (ríe). Muchas veces dicen «esto es más Sagi que nunca» o «esto es típico tuyo», pero yo no lo sé definir. Ante cada obra reacciono de diferente manera, aunque sí es verdad que hay ciertas cosas recurrentes de las que yo no me doy ni cuenta. Me sale y punto.

-¿Y qué pasa cuando las cosas no salen tan bien como se esperaba?

-Gajes del oficio. En nuestra profesión tienes casi el deber de equivocarte de vez en cuando. Y todos nos equivocamos. Hay que ser honrado con uno mismo, e intentar decir lo que tú quieres decir, no porque el público quiera no sé qué, hacerlo.

-Eso les pone en el ojo del huracán

-Siempre se discute sobre los directores de escena. Porque hay mucha gente entre el público que pretende que todo sea igual. Lineal. Pero en el arte se trabaja, unas veces vas hacia delante y otras hacia atrás, y es el tiempo el que dice «este señor fue maravilloso», o no.

-¿Hay que poner límites al arte?

-El arte no tiene que tener límites. El límite es la libertad del que está al lado a todos los niveles, tanto artístico como moral. Cuando un teatro te encarga una función la haces como tú crees que debes hacerla. Puedes hacerlo bien, regular, o mal. Igual que un cantante o un actor. Todos intentamos hacerlo lo mejor posible para que el público, que es para quien trabajamos, salga contento.

-¿Estrenar «Las Hadas» de Wagner en el Châtelet de París fue especial?

-Cualquier estreno es inolvidable. En él dejas mucho de ti, y al mismo tiempo lo pasas muy bien y muy mal. Yo sólo había hecho «Tristán e Isolda» en el teatro de la Zarzuela de Madrid y «Las Hadas» fue estupendo porque significó reencontrarme con Wagner. Sobre todo con una obra de absoluta juventud, muy inconexa y que yo tenía que arreglar mucho. Hubo críticas maravillosas y gente a la que le encantó, y algunos a los que no les gustó nada. Pasa siempre.

-¿Qué fue lo que más llamó la atención?

-Que al final todos los protagonistas y miembros del coro salieran vestidos de Barbie Superstar cantando al amor les pareció una traición a Wagner. Por supuesto yo no lo hice para traicionar a nadie ni para que fuese una «boutade». Pero sí creí que, en el mundo actual, las hadas podrían ser una especie de Barbies. Y el mundo de los caballeros obsesionados con sus mujeres, una concepción de lo femenino como objeto de deseo y posesión. De hecho el tenor siempre iba con una Barbie en la mano mientras hablaba de su mujer.

-Y ahora toca «Sonrisas y lágrimas».

-Tengo una gran ilusión, porque va a ser mi primer musical. Es un género que nunca he tocado y me encanta, soy un aficionado total al musical y a Broadway. El Châtelet, donde hice tantas cosas, me lo pidió, y al principio me lo estuve pensando. Es un musical bastante difícil, porque tiene un libreto muy bien contado, los derechos de Rodgers y Hammerstein son fortísimos y no puedes cambiar el texto... Pero creo que me permitiré algunas licencias. Los herederos están muy contentos de que yo haya aceptado, pero es un trabajo muy difícil, que requiere casi dos meses de ensayo en París.

-¿Puede adelantar alguna idea?

-Será algo muy lírico, tipo ópera, y muy conceptual. En el decorado, diseñado por Daniel Bianco, no habrá plataformas que suben y bajan como en los musicales de Londres y Nueva York. La casa de los Von Trapp será como la montaña, y su suelo será el monte, con rocas y todo. El papel de María lo hará la soprano española Sylvia Schwartz, de la compañía de la Staatsoper de Berlín. Y el capitán Von Trapp será Ronald Gilfry, un barítono americano estupendo.

-La Consejería de Cultura acaba de eliminar la especialidad de Dirección de Escena de la Escuela Superior de Arte Dramático de Gijón por «poca demanda». ¿Es esa decisión un reflejo de la situación de la enseñanza teatral en España?

-Me parece muy fuerte que digan que hay poca demanda, cuando lo que hay es poca oferta. A la gente joven le cuesta muchísimo salir en esta profesión, muy pocas personas y teatros ayudan a la gente joven. Me parece tremendo que lo quiten.

-¿La política puede más que la cultura?

-Los políticos culturales hacen cada día lo que les viene en gana y como les parece, toman decisiones drásticas sin consultar a nadie del mundillo. Un señor o una señora que probablemente en toda su vida nunca ha tenido la más mínima relación con el mundo del teatro, de repente la ponen ahí, decide, y se acabó. Ya llevo muchos años en esto y, hoy por hoy, esa forma de gestionar la cultura todavía no la entiendo. ¿Saben algo de este oficio? A un señor que fue dos veces a Pessaro y una a Salzburgo lo nombran no sé qué sin tener ni idea de cómo es un escenario, qué significa una función de ópera o zarzuela, qué necesita y todo el trabajo que hay detrás. Creen que es como un rollo de película que se quita de aquí, se pone allí, y ya está.

-¿Cuál es el problema principal?

-El problema es que en este mundo nuestro de la cultura hay mucho diletante que cree que sabe mucho. Es tremendo pensar que, muchas veces, los políticos que dirigen los temas culturales no tienen ni idea del trabajo que hay detrás de este mundo tan maravilloso que es el teatro. No funciona solo, detrás hay gente que necesita trabajar y sentirse segura.

-¿Siente que pierde algo cada vez que estrena una nueva producción?

-Es una cosa muy rara. Cuando está a punto de estrenarse ves que eso ya no es tuyo. Los actores y los cantantes la hacen suya para luego entregársela al público. Es también muy bonito, porque ves que una cosa que pensaste y creaste tiene vida propia. Ya no hace falta estar detrás de ella, respira sola. E incluso cambia, porque un cantante que hace un personaje primero hace lo que tú dices, pero poco a poco le va dotando de su propia personalidad. Y cuando después de varios años recuperas una producción te diviertes mucho.

-¿Esa fue la sensación que sintió al reestrenar en Oviedo su producción de «La del manojo de rosas»?

-Repetir una producción significa que salió bien. Este «Manojo» viajó mucho y allá donde fue tuvo un éxito tremendo, incluso fuera de España. Aunque remozar una producción es un peligro, porque nunca se sabe lo que puede pasar.

-¿Qué será la llegada de Gérard Mortier al Real, un revulsivo o encender una mecha sin saber dónde va a explotar?

-Tengo una gran admiración por el señor Gérard Mortier. Me parece un hombre listísimo e inteligentísimo. Un hombre del oficio, que sabe lo que es dirigir un teatro e implicarse en el trabajo del día a día. Que busca a gente nueva. Un hombre con una historia muy particular, porque en todos los sitios donde ha estado ha sido un revulsivo. En todas las profesiones, pero quizá en esta en la que más, nada te toca en una tómbola. Todo te viene dado por el trabajo. Mortier es una personalidad cultural europea, un gran defensor de la ópera contemporánea y de las puestas en escena, así que dejémosle hacer. Dentro de unos años ya veremos si el resultado gusta o no. Pero yo estoy muy contento de que él venga al Teatro Real. Su trabajo tendrá un eco enorme en el mundo cultural europeo, mucho más que el de ninguno de nosotros.

-En la última temporada de la Ópera de Oviedo la dirección escénica de dos producciones recibió sonoros pateos. ¿Está el Principado fuera de las corrientes europeas actuales en lo que se refiere al apartado teatral de la ópera?

-No creo que el público de Oviedo esté fuera de nada. Lo que pasa es que una parte de ese público es muy tradicional y muy exigente. No vi ni «El barbero de Sevilla» ni «Un ballo in maschera», y no sé si las producciones estaban mal o bien; sí conozco a las dos directoras. Susana Gómez fue ayudante mía, y tiene un gran talento, y de Mariame Clément he visto algunas cosas. Pero sí es cierto que hay cosas que mucha gente no quiere admitir. En otros teatros europeos también hay escándalos, pero el público no protesta con tanta vehemencia. La gente de la primera función arma más lío, pero tampoco ye pa ponese así. Es como si les quitaran algo de su casa.

-Se vio blandir hasta un zapato.

-Eso ya me parece tremendo. Si algo no te gusta, no lo veas, es así de simple. Es igual que cuando se aprobó la ley del Divorcio. Todo el mundo protestaba. Pues mire, si usted no se quiere divorciar, lo único que tiene que hacer es no divorciarse. Ahora, el que quiera, que se divorcie. En el teatro no se obliga a nadie a ver nada. Vas porque quieres ir. Obviamente se puede protestar, pero hoy en día, un teatro que se precie no puede volver atrás, proponer límites ni decir cómo tienen que ser las producciones. El teatro es una casa de libertad, y tiene que seguir siendo así.

-Alguno seguro que tiembla ante esa idea.

-Ojo, yo tampoco estoy diciendo que todas las producciones tienen que ser una locura. Yo trabajo en Alemania y allí también se ven auténticos horrores. Tanto que cuando ves cinco obras diferentes todas te parecen la misma. En todas el decorado es un muro destrozado, el coro siempre sale con maletas y todos van vestidos como para ir al tren. Eso está bien en algunas cosas, pero en otras, no. Delante de cada obra el director se plantea su trabajo de una manera distinta. Mis últimas «Bodas de Fígaro» las planteé con un hiperrealismo exagerado, pero eso también me parece muy moderno.