A Antonio Fernández Insuela, por su empeño, desde el rigor y el entusiasmo, en poner en su sitio a la obra de Casona.

Besullo y la casa de los siete balcones. El hijo más notable de este pueblo no sólo la inmortalizó con la obra que lleva este título, sino que se identificó con ella hasta el extremo de convertirla en su apellido literario. Para Alejandro Rodríguez Álvarez la casona era suya, y, sobre todo, él se sentía de la casona, aunque no nació en ella donde estaba radicada la escuela, sino en otra casa del pueblo. Pero, en todo caso, ahí está uno de los hitos de su producción teatral. Es ciertamente, un logro poético que una edificación tan asturiana forme parte de la nómina de la mejor literatura dramática del siglo XX. Y es también, a no dudarlo, una forma de universalizar algo tan genuinamente nuestro.

Repare el lector en las ruinas que presenta la fotografía. Se diría que yacen sobre el suelo vigas carbonizadas por el interior de unos muros sin techo en los que quedan huecos de aquellos balcones a los que tanto provecho literario les sacó el que fue sin duda nuestro mejor dramaturgo. Casa quemada, ruinas, y, sin embargo, lo que no se apaga ni se apagará nunca será esa gran obra teatral, así como el escritor que le dio vida.

Son muchas las cosas que nos puede suscitar la contemplación de las ruinas de esa casa, máxime si conocemos la obra teatral a la que dio lugar.

Hablamos del año 1957. Casona escribió «La casa de los siete balcones» en el exilio. Caprichosa y juguetona Ítaca. Genoveva, el personaje más poético y mágico de la obra, sueña con la Argentina, mientras que, desde ese mismo país, Casona recataba el recuerdo de aquella casa y situaba en ella la acción de su obra dramática. Para Genoveva, la Argentina era lo lejano y lo imposible y, aún así, soñar con tan alejado destino la mantenía viva y chispeante. Podría asegurarse que el autor de la obra que había nacido en aquel pueblo y que tantas vivencias infantiles estaban ligadas a la casona sentía la amargura de la lejanía y el exilio y que sus ánimos se sustentaban en no pequeña parte en el recuerdo de su paraíso perdido. Quizás resultase exagerado considerar que se identificase plenamente con los anhelos de Genoveva; pero, desde luego, su nostalgia por el pueblo y la casa no era en ningún caso anecdótica.

Casona, a propósito de esta obra, escribió: «Es la historia de un crepúsculo familiar en este sentido tradicional en que la familia y la casa son inseparables».

No se trata de la casa en la que, circunstancialmente, se vive, sino de algo mucho más profundo: del lugar al que estamos adscritos por vínculos tan entrañables que forman parte de nosotros mismos. Existencialmente, si nos despojan de ello, nos sentimos y nos volvemos muñones, siendo inevitable ese dolor reflejo casi continuo y desgarrador por aquello que nos han amputado. Es más que un apéndice de nosotros mismos, es algo inseparable, imposible de ser desgajado sin que suframos la amputación referida.

Ante la casa de los siete balcones, en Besullo, aldea recóndita del suroccidente de Asturias, con montañas a la vista, el edificio con tan espléndida balconada. Es la Asturias recogida, aislada, reconcentrada, que, a pesar de ello, o (quién sabe) gracias en no pequeña parte a ello, no sólo contempla y se protege en los horizontes más cercanos, sino que, sobre todo, los sueña.

Es la Asturias que quiere trascender, hacerse transitiva. Es la Asturias que, en lugar de perderse en confines inabarcables, discierne con claridad lo real de lo imaginario. Sabemos que detrás de las montañas que nos rodean y atrincheran hay infinitos mundos, incontables horizontes, lejanías que pueden y deben ser soñadas.

Es nuestra arquitectura de balcones y corredores. Es nuestro empeño que engendra una arquitectura que nos sitúa ante miradores que son atalayas para el ensueño, para lo onírico.

Es, en el caso que nos ocupa, la casa de los siete balcones.

El propio Casona habló en reiteradas ocasiones de lo que para él supuso su pueblo, de lo mucho que le había aportado en su forma de ver, y soñar, el mundo. Y, en este sentido, se refirió a la importancia que tenía la niebla, a la hora de establecer la mayor o menor proximidad de un carro al que se oía chirriar, pero que no siempre era posible avistarlo.

Poética de brumas y nieblas, de horizontes cercanos casi con los cerros delante, de sueños de un más allá geográfico madurados desde balconadas y corredores.

La casa donde se ubica la acción teatral de la obra de la que venimos hablando también sirvió, como hemos consignado, de escuela. Y Casona, además de dramaturgo, fue maestro e inspector. Besullo es también tierra de maestros no sólo por Casona, sino también por los padres de Hilda Farfante.

Hubo un tiempo, el de Casona antes de exiliarse, el de la II República, que hizo del aula escenario no sólo para impartir clase, sino también para todo un proyecto de un nuevo Estado que tuvo en el afán pedagógico su principal empeño. Casona y el teatro no son en modo alguno ajenos a ello. Al frente de las llamadas «Misiones pedagógicas», fue uno de los principales valedores para que el teatro clásico llegase a representarse en los pueblos. Se buscaba un público que hasta entonces no había tenido acceso a representaciones teatrales y viese en nuestro teatro clásico un instrumento de aprendizaje.

Pues bien, un maestro y autor teatral estuvo al frente de uno de los más importantes empeños del nuevo Estado. Un maestro que heredó el oficio y que forjó un teatro poético sobre muchos de los elementos mágicos con que se encontró en su infancia.

Soñar horizontes lejanos en lo geográfico y anhelar que, mediante la instrucción pública, el país se pusiese a la altura de los tiempos fueron los principales objetivos de una vida y una obra que arrancaron en este pueblo que sufre desde el incendio que se produjo en junio de 2006 las ruinas de una casa que presenta un aspecto cadavérico.

¿Serviría de algo desgañitarse para que las administraciones que están obligadas a ello acometan ya la restauración de la Casa de los siete balcones?

¿Serviría de algo recordar que en Besullo se fraguó una de las obras teatrales más importantes del siglo XX y que ese mismo autor estuvo comprometido con el afán pedagógico de un tiempo y un país que vio en el teatro un instrumento de culturización irrenunciable?

Besullo: el teatro y la escuela.