De Saturnino Martínez afirma Constantino Suárez que fue «uno de los más destacados prestigios intelectuales que tuvo España en Cuba en la segunda mitad del siglo XIX», y cita para confirmarlo lo que Octavio Bellmunt escribió sobre él en la monografía sobre Sariego, dentro de la vasta obra «Asturias», de Canella y Bellmunt propiamente dicho: «De muy movida y accidentada vida literaria y poética, económica y política en la Gran Antilla, donde fue obrero, periodista, empleado y miembro distinguido de diferentes corporaciones». Principalmente se le vincula a la fundación y primeras vicisitudes del Centro Asturiano de La Habana. Por lo demás, se dedicó al periodismo, y fue, a ratos perdidos, tabaquero.

No triunfó en el terreno económico, y eso disminuye bastante su consideración, pues los indianos, de mentalidad poderosamente burguesa, a pesar de sus raíces agrarias, veneraban la letra impresa pero despreciaban a los escritores, sobre todo si no habían conseguido ganar plata, la condición indispensable para ser «personas decentes» como dicen los «asturmexicanos».

Sorprende el elevado número de personas que emigraron a las Américas y allí se dedicaron al periodismo y a la poesía en lugar de ocuparse de ganar dinero, con tiendas de abarrotes o la trata de negros, que eran las ocupaciones productivas y, por tanto, bien vistas. Curiosamente, estos indianos literatos no cultivaron la novela, salvo algunas excepciones poco significativas, como Constantino Suárez o Luis Puente, a quien llegué a conocer, con su gabardina, su sombrero flexible y sus gafas de carey sobre la punta de la nariz: un periodista de otro tiempo, formado en la gran escuela del «Diario de la Marina», de la que salieron más y mejores periodistas que de media docena de escuelas de periodismo homologadas. A esta especie pertenecía también Saturnino Martínez, aunque de tendencia más lírica que narrativa. Su tendencia poética fue temprana: al poco tiempo de desembarcar en La Habana participó en un concurso literario con una composición que debía ser mala pero que apuntaba buenas formas, según el testimonio de José Fernando Fuentes, que escribe con cursilería muy de la época que «le vemos desde sus primeros pasos rasgar el velo que misteriosamente le rodeaba y tomar parte en las fiestas literarias que el Liceo de Guanabacoa celebró allá por los años de 1863 a 1865, con una composición pobre y defectuosa en la forma, pero hermosa y sentida en el fondo, testimonio de que bajo aquella desconocida firma se encontraba un enamorado del arte, hijo predilecto de las musas. El jurado, compuesto de los más notables literatos y poetas de la época, tuvo necesidad de rechazar su trabajo, pero el eminente hombre público don Nicolás Azcárate, adivinando lo que podía ser en el andar de los años tan afortunado principiante, le reclamó a su lado con paternal bondad, llegando su asombro al colmo cuando tuvo a su presencia a nuestro imberbe vate».

Así nació, por así decirlo, el literato, el periodista, el hombre público: el cual había nacido veintipocos años antes en Vega de Sariego, en 1840, en humilde hogar de labradores. Como la casería no daba para todos y el horizonte no alcanzaba más allá del trabajo duro de destripaterrones, Saturnino lo ensancha emigrando a Cuba y estableciéndose en la localidad de Guanabacoa, frente a La Habana, la bahía por medio. Por las noches contemplaba las luces de la gran ciudad reflejadas en las aguas de la bahía, y aspiraba a conquistarla, pues todo emigrante a las Indias guardaba en el fondo del alma un rescoldo de conquistador. A él no le hizo falta la espada con la que Pizarro trazó la raya sobre la tierra que traspasaron otros trece audaces, ni la decisión y la diplomacia, los arcabuces y los caballos de Hernán Cortés, sino una pluma no demasiado bien cortada, si hemos de creer a José Fernando Fuentes, el cual describe del siguiente modo cómo el prohombre don Nicolás Azcárate recibió en su casa al vate prometedor aunque imberbe: «Dudando de que fuera Saturnino el autor de tan sugestiva producción (presentada al concurso literario convocado por el Liceo de Guanabacoa) le propuso como prueba decisiva que realizara un nuevo trabajo, ofreciéndole como tema una composición a la memoria de una hija del dulce vate Rafael María Mendive; en el día dio cima al mismo, y cuál no sería su mérito, mayor por tratarse de un adolescente sin otros estudios que los puramente primarios adquiridos en su aldea natal, que el inolvidable don Juan de Ariza, en aquella sazón director del "Diario de la Marina", le dio publicidad en el editorial de tan importante publicación con los más lisonjeros y enaltecedores comentarios para su autor». La composición llevaba por título «A Rafael María Mendive en la muerte de su esposa», y corría el año de 1861, según precisa «Españolito». Aquella sentida composición, que lamentamos, o quién sabe si celebramos no conocer (imaginamos los ripios, el lenguaje desaforado, el sentimentalismo retórico), le sirvió para «matar» no dos sino tres pájaros (en sentido figurado), no de un tiro, sino con algunos versos: pues de inmediato se tornaron sus admiradores y protectores don Nicolás de Azcárate, don Juan de Ariza y el sabio naturalista don Felipe Poey. Aquellos protectores le sacaron del trabajo como aprendiz de tabaquero para ocupar el puesto de bibliotecario de la Sociedad Económica de Amigos del País, que le permitió ponerse en contacto con libros hasta entonces no leídos y con «la crema de la intelectualidad» de la localidad, gracias a los cuales «pudo fácilmente enriquecer su cultura y perfeccionarse como poeta». Quien hubiera sido tabaquero el resto de sus días se hizo poeta y por la vía de la pluma periodista: de ahí sus éxitos y sus desdichas.

El año 1866 fue importante en su biografía: publica un volumen de poesías titulado escuetamente «Poesías» y funda y dirige el periódico «La Aurora», que calificaba como «de combate». Por aquel entonces, en las Américas españolas, fundar periódicos debía ser como cuento de risa, pues cualquiera ponía en marcha tres o cuatro periódicos que, en poco tiempo, desaparecían de la circulación. «La Aurora» justifica su condición de «periódico de combate» siendo «partícipe de las amarguras que sufrían los infelices obreros, testigo de sus cuitas y dolores, y abraza fervoroso y decidido la defensa de sus hermanos en el trabajo, ya alentándolos en las tribulaciones, ya consolándolos en el infortunio, ya asociándolos para la defensa común en aquel célebre Centro de Astesanos», escribe Fuentes.

La publicación se suspende en 1868, al estallar la guerra llamada de los Diez Años o «Guerra Chica». Mas Saturnino persevera en el periodismo y en 1870 funda otro periódico, «La Unión», en el que no se reduce a la defensa lacrimógena del obrero, sino que añade la crítica a la administración colonial española, lo que le acarrea la deportación a España por orden del capitán general de la isla, Jovellar. Se conoce que la defensa de los obreros no inquietaba a las autoridades siempre que no sea mezclara con críticas a la política. La deportación a la patria, paradójica si se quiere, le resultó fructífera en el aspecto literario, ya que le dio tema para dos poemas de títulos esperados: «La vuelta al hogar» y «Mi valle natal».

Y no hay mal que no tenga su aspecto bueno, pues puede regresar a Sariego, cosa que su economía no le hubiera permitido, de no ser aquel viaje por cuenta del gobierno. Tampoco fue muy severa la deportación, porque al poco tiempo está de regreso en Cuba, donde en 1875 funda el periódico «La Razón», que fue el de más larga vida de cuantos dirigió. También colaboró en otras publicaciones periódicas como «Aguinaldo de Costales», «Ofrenda al Bazar», «Revista Habanera», «Noches Literarias», «Liceo de La Habana» y «Diario de la Marina». La prosa solía firmarla con su nombre y el verso con el seudónimo de El Vate de las Yaguas.

Las autoridades coloniales siempre le tuvieron entre ceja y ceja por sus críticas. Pero a algunos de sus artículos se debe la idea de fundar el Centro Asturiano de La Habana, no figurando él entre los socios fundadores, pero, como escribe Juan Bances Conde, «su espíritu estaba allí, dominándolo todo». Con el tiempo, y a pesar de los disgustos que le acarreaba su actitud crítica, llegaron los honores, e incluso algún cargo remunerado, como el de secretario de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación. Al constituirse el tardío y efímero gobierno autónomo de Cuba, en 1898, se le encomendó el cargo de subsecretario de Obras Públicas y Comunicaciones. Poco después se produce la independencia de la isla, lo que no fue motivo para que Saturnino la abandonara. Aunque la mayor parte de su vida había transcurrido allí, conservaba la nacionalidad española.

Siguió escribiendo en los periódicos, que era su único medio de sustento, hasta que en febrero de 1904 se le diagnostica una grave enfermedad que le obliga a ingresar en la quinta de salud «Covadonga», perteneciente al Centro Asturiano de La Habana. A partir de entonces, Saturnino no volverá a ser Saturnino. Su deterioro va en aumento: muere el 28 de diciembre de 1905. Con este motivo, el Centro Asturiano de La Habana le dedicó una velada solemne.