(«Heraldo de Madrid», 22 de junio de 1909)

Días pasados se reunieron en un patio enorme de Sama de Langreo sobre 2.000 mineros para pedir el abaratamiento de las subsistencias.

Muy elocuente y sustanciosamente les hablaron Vigil, Teodomiro Menéndez, el doctor Pico -una excelente adquisición de los socialistas- y Varela, el organizador ciego, ciego con más vista que muchos linces.

Hay en el valle de Langreo sobre 6.000 mineros, de ellos 400 mujeres y tal vez igual número de niños (guajes).

Ganan: los picadores (trabajan a destajo), 5 pesetas; los mineros empleados en el transporte, carga, etcétera, de 3,50 a 4; las mujeres, de 1,50 a 1,75, y los niños, lo que se llama niños, de 1,25 a 1,50.

Trabajan de diez horas a diez horas y media, y para las mujeres ocupadas en los lavaderos algunas veces se prolonga la jornada hasta las doce de la noche, cobrando medio día más.

Muchos de estos operarios viven a dos y tres kilómetros de las minas.

Cuestan las materias alimenticias de mayor consumo: pan, 40 céntimos el kilogramo; alubias, 65; patatas, 22; carne (clase ínfima), 2,25.

Una habitación con cuatro departamentos cuesta de 15 a 17,50 pesetas, y el kilogramo de jabón, 0,80. El jabón, por la índole de la profesión, es artículo de enorme consumo.

Para que se advierta el desequilibrio que hay entre el jornal y la vida, casi no hay que añadir ni un solo razonamiento. Con todo, bueno será establecer comparaciones.

Los días laborables, en épocas de relativa abundancia de trabajo, son 285. Supongamos que durante todos ellos trabajan el padre, la madre y un niño, y que la familia consta sólo de cinco miembros -todos saben que en Asturias la composición normal de ella es mayor.

En estas condiciones, ganan al año:

El padre 1.140 pesetas

La mujer 518

El niño 388

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Total 2.046 pesetas

Para una vida soportable -muy relativamente soportable desde el punto de vista exclusivamente fisiológico- necesita gastar la familia:

En pan 277 pesetas.

En leche 146

En legumbres secas 650

En patatas 803

En carne 245

En tocino 45

En jabón 41

En casa 180 ---------

Total 2.387 pesetas.

Y faltan la ropa y calzado y carbón, y las cosas necesarias para adobar los alimentos, y luz, etcétera.

Es decir, trabajando sin descanso en una faena horrible y peligrosa, que la civilización borrará del cuadro de la actividad humana, una familia de mineros langreanos cierra su presupuesto anual con un déficit de 500 pesetas menos.

La industria del hierro ocupa en La Felguera a unos 2.000 operarios, que ganan al día por término medio:

Varones adultos 3,75 pesetas

Hembras 2,25

Niños 1,25

O sea, al año:

Varón adulto 1.069 pesetas

Hembra 532

Niño 336

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Total 1.937 pesetas.

Y para una familia obrera industrial, el déficit doméstico en el valle de Langreo pasa de 600 pesetas.

Como el lector ve, los términos del problema se expusieron del modo más favorable, porque con relación al total de mineros la población activa se divide como sigue:

Varones 78 por 100.

Niños 15

Mujeres 7

Y las proporciones de los obreros del hierro vienen a ser parecidas.

Lo cual supone que si puede haber, y hay, familias con dos obreros adultos, hay también bastantes en las que sólo trabaja el jefe de ella, y así nuestro presupuesto-tipo se cierra con mayor déficit.

Los oradores del domingo expusieron las causas del mal, indicaron algunos de sus remedios, posibles sólo para el Estado, y pidieron al municipio lo único que puede hacer: vigilancia, para que a lo elevado del precio no se una la defraudación en la cantidad y la calidad.

Me consta que en lo posible se verán atendidos los reclamantes; pero ¿qué significan el repeso del pan y su decomiso y entrega directa a los necesitados? ¿Qué la vigilancia para evitar falsificaciones dañosas a la salud y la destrucción de los víveres en mal estado?

Tales medidas -únicas al alcance del Ayuntamiento de Langreo- ni aun de paliativos merecen el nombre.

Y hablando de este asunto, hablando de la reunión del domingo, debo hacer resaltar algo que no vi en reuniones análogas de Madrid, y es la presencia en el acto de muchas mujeres, que asentían con más viveza y hasta podría decir que con más saña que los hombres a ciertas afirmaciones.

Aplaudían éstos la parte política de los discursos, aquellos párrafos en que se les concitaba a la organización y a la acción, aquellos trozos en que se censuraba la conducta de los gobernantes y de los partidos, las frases vivamente revolucionarias.

Las mujeres callaban; pero cuando el orador ponía el dedo en la llaga -y en este caso la llaga es síntoma de un mal más hondo-, cuando alguien dejaba el tono grandilocuente y descendía al canto llano de los precios y de los afanes y cuidados y aun desesperaciones que ellos suponen para los administradores de la hacienda doméstica, los administradores no aplaudían, pero sí asentían, y sobre todo comentaban de oreja a oreja.

No es el problema del valle de Langreo exclusivamente -¡ojalá lo fuera!- ni puede decirse que en él sea más grave que en otros sitios y regiones; con todo, el acto del domingo, cuya justificación está en las cifras apuntadas, es de importancia suma y de mucha trascendencia, en mi sentir, la presencia en él y la aquiescencia de las mujeres, que, siempre y en todas partes, fueron rémora de la acción de los hombres, y en este caso parecen a dos dedos de convertirse en propulsoras de esa acción.

Juan José Morato fue un periodista excepcional, uno de los primeros con mentalidad de reportero en España. Era socialista, llegó a ser secretario del comité nacional del partido, pero en 1899 recibió un encargo sorprendente: trabajar para el periódico burgués «El Heraldo de Madrid», de tirada nacional y una difusión de más de cien mil ejemplares diarios. Morato, madrileño que se inició profesionalmente en el muy activo gremio de la tipografía, aceptó y bautizó una columna con el nada equívoco nombre de «Mundo obrero». El copropietario de «El Heraldo» era José Canalejas, el que fuera presidente del Congreso y del Consejo de Ministros, nada ligado al socialismo. Morato, que pocos años después colaboró con el diario gijonés «El Noroeste», planteó su «Mundo obrero» desde un punto de vista pedagógico y divulgativo, una aproximación a las condiciones de vida, salud, educación y ocio del proletariado.

En 1909 «El Heraldo de Madrid» envía a Juan José Morato a Asturias. De aquí saldrán durante un par de meses 19 crónicas periodísticas. La editorial asturiana Laria publicará en el próximo septiembre un libro con la reproducción de esas crónicas en las que Morato baja a la mina, recorre los ateneos, pregunta a los hombres y mujeres de la mar, entra en las agrupaciones socialistas locales, hace una entrevista al profesor Altamira casi en vísperas de su mítico viaje a América, recuerda sus encuentros con Clarín y se empapa del campo y la fiesta astures.

Periodismo sobre el terreno que ahora, desde la perspectiva del tiempo, se convierte en un valioso documento histórico que dibuja una Asturias con más sombras que luces, en los albores del siglo XX.

(«Heraldo de Madrid», 1 de julio de 1909)

En una casita limpia por dentro, no tanto por fuera, aguarda el capataz, un muchacho fuerte, sano, vivo, inteligente.

-Tres trajes y tres lámparas -ordena a una muchacha.

Nos endosamos un pantalón y una blusa de lienzo azul, nos encasquetamos raída boina y empuñamos la lámpara.

Caminamos monte arriba un buen cuarto de hora, escurriéndonos en la tierra arcillosa, eludiendo los charcos y lodazales, y llegamos al plano inclinado donde hay siete u ocho vagonetas de las que tira una mula lucia y adornada de cascabeles y campanillas. Una mujer lanza las vagonetas por el plano inclinado.

Seguimos nuestro camino y a poco vemos abierta en el flanco de la montaña la boca de la mina, guarnecido su dintel de fuerte maderamen.

Hay que esperar al tren y nos sentamos en unos leños y encendemos un cigarro y hablamos de grisú, de asfixias, de incendios, de barrenos y de desprendimientos de tierras.

Por fin se oye el alegre cascabeleo de la mula, damos fuego a las lámparas, para el tren ante nosotros, nos colocamos en cuclillas dentro de una vagoneta y ¡en marcha!, y cuidado con las cabezas, que, como la galería no es muy alta, un madero o una piedra podría darnos que sentir.

Y entramos en las entrañas del monte en que desapareció hasta el más tenue vestigio de la luz del día, de la pálida y cernida luz de una tarde lluviosa.

Las tinieblas nos rodean; las paredes y el techo son negros; negros los vagones, negro todo. Sólo nuestras lámparas y la del conductor del tren iluminan la galería.

No se oyen otros ruidos que el grato de los cascabeles y campanillas, el chapoteo de los recios cascos de la mula en los fangales, el rumor del agua que cae del techo y de las paredes, el estruendo de las ruedas sobre los rieles y el eco vago, lejano, doliente de una canción con que alguien endulza las horas de una faena dura y horrible.

De tiempo en tiempo, encontramos un hombre, negro también, alumbrado de una lámpara o de un candilón, son estos hombres los encargados de los cargaderos que hay en el techo, cargaderos correspondientes al piso superior. Coloca bajo ellos una vagoneta, corre un tablón y la hulla cae a torrentes.

El capataz nos explica el mecanismo de aquella mina primitiva; nos hace ver el «entibado», aquellos enormes troncos de árbol que sostienen las «trabancas» en que gravita el monte entero, pies y trabancas que cubren infinitos «bastones», hasta no dejar intersticio por donde puedan desprenderse tierras; nos muestra muchos pies rotos como delgadas varas, no obstante su enorme grueso.

Y de nuevo se habla del grisú y del accidente ocurrido días atrás en las cercanas minas de Carbayón, accidente que costó la vida a cinco hombres.

Torcemos a la derecha, concluye el entibado y nos apeamos. Las paredes rezuman agua, y la arenisca y la pizarra que las forman, y entre las que corre la veta de carbón, se deshacen en lodo al tocarlas.

Hundiéndonos en fango y en agua caminamos un buen rato, hasta que sentimos golpear de hierro y voces de humanos, y atisbamos mortecinos y rojizos fulgores que salen de tenebrosos mechinales.

Dos hombres, en cuclillas uno y encorvado otro, atacan un barreno con largo espetón de acero.

Nos dejan pasar, retirándose antes del socavón.

-Cuidado con los pozos de la derecha -dicen.

En efecto; hay unos informes agujeros por los que cae el carbón al piso inferior.

A rastras, sujetándonos con los codos en la pizarra y en las fuertes vigas -«mampostas»- de la derecha, descendemos a un socavón y a otro, y a otro?

Hemos llegado al lindero de un «tajo» o «taller». En cada socavón un hombre pica en la estrecha veta carbonífera encerrada entre la pizarra.

Ninguno está en pie. Éste trabaja encorvado; aquél, de rodillas; el otro, tumbado, y a sus espaldas, y bajo el movedizo piso, formado de carbón y minúsculos trozos de pizarra, abren sus bocas los tenebrosos pozos de carga.

Arrastrándonos de nuevo, sujetándonos con los codos en las mampostas y en los salientes de la frágil y quebradiza pizarra, subimos de nuevo los socavones y damos en la encharcada transversal.

Caminamos buen rato hasta llegar al final de la galería, en la que, tras un montón de escombro, se abre otro pozo.

Descansamos, sentándonos en el montón. No hay peligro: podemos fumar y fumamos.

-Esos hombres que vio usted picando -dice un viejo- ganaban en tiempos diez reales por doce horas de trabajo, y menos los que cargan vagonetas, que muy fácilmente pueden quedar soterrados bajo el carbón cuando desatrancan el cargadero, y menos los que conducen el tren, y menos las mujeres del plano inclinado y las que en los lavaderos purgan de pizarra el carbón, y menos los niños que hacen de guardagujas. Pero un día, hace treinta años, hasta el más escondido socavón llegó el eco de una voz formidable, nacida no se sabe dónde, que decía: «¡La huelga! ¡La huelga!». Se volcaron vagonetas, se descarrilaron trenes, se pusieron piedras y vigas en los rieles del ferrocarril, sopló un huracán de furia y la villa se llenó de hombres, de mujeres, de niños negros que gritaban «¡la huelga! ¡La huelga!». Habían llegado de todos los confines de la cuenca de Langreo, sus caras tenían gestos de tragedia, en sus ojos centelleaba el odio, sus manos se crispaban de ira... Desde aquel día comenzaron a subir los jornales.

Concluimos el cigarro y emprendemos de nuevo la marcha en busca del tren, porque estamos a un kilómetro de la salida. Al concluir la transversal nos dicen que el tren aún tardará bastante tiempo en cargarse, y marchamos a pie, sumergiéndonos en los charcos y fangales, recibiendo las gotas y los chorros de agua que destila el techo. Caminamos buen rato alumbrando el suelo con nuestras lámparas, y al cabo vemos la claridad azulada de la boca.

Aspiramos con ansia el aire, embalsamado y húmedo, del monte y bajamos a la casita limpia y alegre por dentro, no tanto por fuera.

El jabón y el agua quitan de nuestro rostro y de nuestras manos las negras huellas de la mina; el pantalón y la chaqueta de lienzo azul quedan en el suelo cubiertos de lodo.

Cuando descansamos, en un despacho cubierto de planos, entran una mujer como de unos 30 años y una muchacha, casi una niña, franca, colorada, limpia, alegre.

La mujer pide ocupación para la niña. No trabajó en el carbón, pero sí en las faenas del campo allá en la aldea, y necesita ganar algo, aunque sea poco.

El capataz no puede recibirla; no hay medio de colocarla, y las dos mujeres marchan tristes y abatidas.

También nosotros marchamos. Entramos en la villa alegre y riente, encerrada entre verdes montes de idilio, cruzada por un río susurrante...

En las negras entrañas de aquellos montes dignos de Arcadia quedan muchos miles de hombres que desde niños pasaron en ellos las horas en que la luz, el Sol, el verdor de los prados, el aroma de las flores, la música de las frondas, el canto de los pájaros, el murmullo del río y de las fuentes convidan a gozar la inefable dicha de vivir...