Hace 75 años, en el verano de 1934, el físico Edwin Schrödinger (1887-1961) protagonizó un curso en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander sobre una teoría que cambiaría la concepción del mundo y revolucionaría la Física: la Mecánica Cuántica. La Universidad cántabra ha recordado estos días el hito con una serie de conferencias en homenaje al físico austriaco. En aquellos años, la revolución de la cuántica sacudía a los científicos con unas implicaciones que aún hoy suscitan un intenso debate filosófico. ¿Qué es la realidad y de qué modo podemos conocerla?

La Mecánica Cuántica es una teoría que nació para dar respuesta a unos experimentos que la Física Clásica no podía explicar. Su semilla la sembró el físico alemán Max Planck (1858-1947) al establecer que la energía se transmitía en «paquetes» denominados «cuantos», de forma discontinua. Planck dudó toda su vida de su propio descubrimiento, consciente de que abría una peligrosa puerta.

En efecto, la idea de Planck permitió explicar diversos fenómenos cuya comprensión era imposible hasta entonces. El desarrollo de la Teoría Cuántica se tradujo en sorprendentes afirmaciones para justificar algunos experimentos. Así, la materia se comportaba en ocasiones como una onda y como un corpúsculo, algo inconcebible en el mundo newtoniano.

«En la Física Clásica, la descripción del mundo parte del hecho de que existe una realidad externa, con propiedades definidas, quizá muy complicadas, pero con un número limitado de variables se puede permitir extraer una función matemática con la que se hacen predicciones deterministas», señala el físico Miguel Ferrero Melgar, profesor de la Universidad de Oviedo y una de las voces más autorizadas en el estudio de las implicaciones filosóficas de la Mecánica Cuántica. «En esa imagen mecanicista los físicos descubren leyes, determinan magnitudes que tienen valores definidos y se obtienen resultados que son preexistentes, están antes de que se haya realizado la medida», explica. Sin embargo, la extraña teoría cuántica rompió esa imagen que nos resulta tan cotidiana: la de que los objetos están y tienen unas propiedades independientes al hecho de que nosotros los observemos.

Los sistemas atómicos, en cambio, se comportan de forma probabilística. Experimentos realizados en idénticas condiciones pueden dar lugar a resultados diferentes. En líneas muy generales, la teoría cuántica señala que los sistemas se encuentran en una suma de estados y cada uno de ellos conduce a un distinto resultado de la medida. Una función matemática, la «función de onda», establece la probabilidad de que se obtenga uno u otro. Pero lo realmente curioso es que no se trata de que los físicos sean incapaces de determinar cuándo saldrá uno u otro valor y recurran a ese artificio para salvar su incapacidad, sino que realmente la naturaleza actúa así. Los objetos microscópicos son una extraña nebulosa con probabilidades de comportarse de distinta manera: sólo cuando se observan, se miden, optan, por uno u otro resultado.

Werner Heinsenberg (1901-1976) estableció otro de los elementos básicos de la teoría cuántica: el principio de incertidumbre. Resulta imposible determinar con precisión absoluta todas las variables de un sistema. En el caso de una partícula, por ejemplo, su posición y su velocidad, justamente las magnitudes fundamentales con cuyo conocimiento la física clásica podía predecir la evolución de cualquier sistema. Este principio de incertidumbre no se refiere a una incapacidad para medir con precisión debido a la imperfección de los aparatos, sino que describe un comportamiento «real» del mundo microscópico. Es decir, la realidad no tiene unas características específicas preexistentes que el físico mide, sino que tiene una probabilidad de comportarse de diferentes modos, y acaba siendo uno u otro cuando el científico la observa.

Una de las paradojas más llamativas y recurrentes para explicar este fenómeno involucra a un gato, una botella de veneno y un átomo radiactivo. Se trata de un experimento mental, no de un ritual satánico de laboratorio. Y el padre de esa paradoja fue, precisamente, Schrödinger. Un átomo radiactivo es un ejemplo perfecto de sistema cuántico. El átomo se desintegra pero no puede predecirse cuándo lo hará, sólo puede calcularse la probabilidad de que lo haga. Si encerramos en una caja ese átomo, los físicos podrán hacer predicciones cuánticas considerando que es una suma de estados: aquel en el que se habrá ya desintegrado y aquel en el que aún no lo haya hecho. Al abrir la caja, la comprobación hace «colapsar» el sistema a una de las dos predicciones según tengamos o no el átomo desintegrado. Lo realmente extraño de la Cuántica es que ese estado suma de probabilidades es real y da pie a experimentos y comprobaciones que no podrían justificarse de otro modo.

La paradoja es la siguiente. Imaginemos ahora que en la caja se ha encerrado un gato, una botella de veneno y ese átomo que puede o no desintegrarse. Imaginemos también un sistema por el cual si el átomo se desintegra activa un aparato que rompe la botella de veneno y hace perecer al gato. Con la caja cerrada, ¿podremos decir si el gato está vivo o muerto? No, la Cuántica establece que sólo podemos decir la probabilidad de que esté vivo o muerto, nada más. Hasta ahí todo parece razonable, pero el salto que rompe toda lógica es que la teoría establece que el gato en realidad está al mismo tiempo vivo y muerto, en una suma de ambos estados. Sólo al abrir la caja y observar el estado se inclina por una u otra opción. Las implicaciones de estas ideas son drásticas: el observador interactúa con el objeto observado. Por así decir, el científico mata al gato.

Albert Einstein (1879-1955) y Niels Bohr (1885-1962), dos de los más brillantes físicos de la Historia, contribuyeron de forma fundamental al primer desarrollo de la teoría cuántica. Sin embargo, ambos discreparon profundamente sobre las implicaciones filosóficas de la teoría. «Einstein se dio cuenta de que la teoría cuántica afectaba a asuntos como la Relatividad y a su idea de lo que debía ser la realidad: una realidad con magnitudes físicas que tenían valores definidos en todo momento», explica Ferrero Melgar. Bohr, en cambio, era partidario de abrazar las aparentes contradicciones de la teoría y considerar que la descripción de la realidad conllevaba todas esas paradojas.

Revelador de esta discrepancia filosófica fue el diálogo que Einstein y Bohr mantuvieron en Bruselas, en 1927, en el marco de la quinta conferencia de Solvay, en la que se daban cita los protagonistas del desarrollo de la teoría cuántica. «Dios no juega a los dados», dijo Einstein para referirse a sus dificultades para admitir que el resultado de los acontecimientos fuera estadístico. «Einstein, deja de decirle a Dios lo que debe hacer», le respondió Bohr.

«Las probabilidades en la Mecánica Cuántica no se deben a falta de conocimiento, sino que es una teoría esencialmente probabilística. Hubo quienes, entre ellos Einstein, se plantearon que quizás existía una realidad subyacente, una serie de variables ocultas y desconocidas, y que por eso se promediaban resultados macroscópicos, al igual que ocurre con la Física Estadística», señala el profesor Ferrero Melgar.

Einstein dedicó buena parte de su posterior trabajo a tratar de encontrar defectos en la teoría cuántica y plantear experimentos que llevasen a resultados incongruentes. Así, en colaboración con Boris Podolski y Nathan Rosen planteó la paradoja que lleva el nombre de estos tres físicos: un experimento que determinaría una clara inconsistencia. Según la Mecánica Cuántica, dos partículas «entrelazadas» podrían separarse una distancia enorme de modo que la medición en una de ellas permitiese conocer de forma instantánea características de la otra, pese a estar muy distante. Eso chocaría con la idea relativista de que nada puede viajar a velocidad mayor que la luz. Sin embargo, los experimentos han demostrado que algo tan aparentemente ilógico existe y que tiene aplicaciones, por ejemplo en las denominadas teleportación y criptografía cuánticas. Las extrañas predicciones a las que conduce la teoría ocurren, son reales. En una palabra: funciona.

La visión de Bohr ha acabado imponiéndose a las dudas de Einstein. Hoy en día los físicos trabajan con la teoría cuántica sin hacerse demasiadas preguntas sobre su trasfondo. «La teoría no ha parado de extender el ámbito de sus aplicaciones, ha dado pie a la superconductividad o a entender la estabilidad de las estrellas de neutrones, por poner dos ejemplos, pero los problemas conceptuales siguen ahí», señala Miguel Ferrero.

«Todas las teorías tienen tres partes: un formalismo matemático, unas reglas que relacionan ese formalismo con el mundo físico y una actitud filosófica que en el caso de la física clásica era realista y determinista. Todo eso funcionó hasta la irrupción de la Mecánica Cuántica y la actitud filosófica era lo que Einstein quería conservar», prosigue el profesor asturiano.

Hace 75 años, Schrödinger trataba en Santander de arrojar luz sobre las complejidades de una teoría extraña que cambiaba la idea del comportamiento del mundo. Hoy las dudas persisten. «Muchos hemos tratado de resolver estas dudas, se han escrito muchos libros y muchos artículos y la conclusión siempre es la misma: lo intenté pero no lo conseguí», reconoce Ferrero, quien prepara un curso a impartir en septiembre en la Universidad de Oviedo sobre este apasionante asunto titulado «El nuevo misterio de la Física Cuántica ya tiene aplicaciones: una Introducción a la Teoría Cuántica de la Información».

Miguel Ferrero no deja de darle vueltas a la idea de realidad que deja traslucir la teoría cuántica: «Es algo a lo que dedicas toda una vida y al final acabas hecho un lío, rodeado de libros», dice con cierta ironía. Quizá Dios sí juegue a los dados, por extraño que parezca. Y quizá las cosas son y no son: una suma de incertidumbres que solamente en ocasiones se convierten, de forma extraña, en certezas.