«La persona que hizo fracasar el 23-F» había sido antes un militar del Ejército de Franco que supo ver dónde estaba la puerta de salida hacia la democracia. Después, Sabino Fernández Campo fue un escudero leal que desde dentro de la maquinaria de la Jefatura del Estado no confundió lealtad con fidelidad, que guiaba y aconsejaba, además de obedecer, y siempre un político inteligente y un jurista culto y acaso en exceso cauto, porque enterró el pasado martes demasiadas incógnitas consigo. Aquella primera y contundente valoración sobre el protagonismo de Fernández Campo en la tarde y la noche del 23 de febrero de 1981 la dejó escrita uno de los condenados por su participación en el intento de golpe de Estado, el comandante Ricardo Pardo Zancada; las otras son el boceto apresurado del retrato del ex jefe de la Casa del Rey a partir de las visiones divergentes de cuatro historiadores asturianos.

A través de sus miradas distintas, Sabino Fernández Campo es en el juicio de la historia un secundario que tal vez calló demasiado, pero que intuyó varias veces hacia dónde soplaba el viento y devino en protagonista, sobre todo, aquel lunes de febrero, a eso de las siete de la tarde, para «deshacer equívocos sobre el papel del Rey» en el 23-F y arbitrar salidas poco traumáticas para la ocupación del Congreso. Así lo ve el ovetense Enrique Moradiellos, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura, sin llegar a abonar la hipótesis de que con su intervención de aquella noche ayudase incluso «al Rey a decantarse», una posibilidad que no excluye su colega David Ruiz, catedrático emérito de la misma materia en la Universidad de Oviedo.

«Sabino es importante» aquel día, precisa Moradiellos, desarmando al Ejército de las dudas sobre la paternidad real del golpe. Ni más ni menos, eso fue lo que hizo el célebre «ni está ni se le espera» de su conversación con el general José Juste, máxima autoridad de la División Acorazada «Brunete», cuando éste preguntaba a Fernández Campo sobre la llegada a la Zarzuela de Alfonso Armada para dirigir las operaciones junto al Rey. Asumió, sigue el catedrático, «ese papel importante de engarce entre la Zarzuela y generales como Juste, Quintana Lacaci -capitán general de la I Región Militar- u otros que llamaban insistentemente preguntando qué hacer», «deshaciendo en sus negociaciones con militares el juego ambiguo del general Armada». Tan fundamental para el resultado final de la intentona fue el espíritu de aquella frase, remata el historiador ovetense, que años después hubo quien preguntó a Juste qué habría hecho si se le hubiese ordenado lo contrario, y éste no dudó ni un instante: «Obedecer». «Por eso es tan instructivo eso de "ni está ni se le espera"», concluye. El general, eso sí, empezó a desactivar aquello un poco por orgullo y otro poco por prevención frente a su antecesor en la jefatura de la Casa del Rey -Armada-, tal como él mismo reveló después al periodista Francisco Medina, autor del libro «23-F, la verdad». Allí el Conde de Latores confirma que «no, sospecha aún yo no tenía. Pero tenía también una cosa de amor propio. Él ya no era secretario general y yo sí (...) He de reconocer que había ahí un poco de orgullo...».

Sea como fuere, afirma Moradiellos, su intercesión «desactivó el golpe duro» y el «juego a dos barajas de Armada» para sacar al país del trance; pero hay otros Sabinos ocultos detrás de las grandes letras de aquel lunes en el que le dieron los focos de frente. Para el catedrático asturiano, la figura del general «es importante por su condición de militar procedente del Ejército de Franco que con el tiempo evoluciona hacia posiciones de aceptación de la democracia como sistema político normal», en la estela de otros «de la misma hornada», como Manuel Gutiérrez Mellado -que llegó a ser ministro y vicepresidente con Adolfo Suárez- o el asturiano Manuel Díez Alegría. Llegó, pues, a la Monarquía parlamentaria a través del régimen franquista y del progreso que éste allanaba a «aquellos militares que se formaban en el ámbito de la vida civil que ellos consideraban importante, la ley». Secretario de cinco ministros, interventor de la Casa Militar de Franco y subsecretario de la Presidencia del Gobierno en 1975, llega en 1977 a la Casa del Rey, y «desde esa plataforma privilegiada», enlaza Moradiellos, «asesora en términos políticos y militares al Rey durante la transición», una vez que el tránsito a la democracia estaba completado. ¿Bien? «No lo sé. He oído cosas de todo tipo». Esquivando cuidadosamente la mitomanía española con los difuntos, Enrique Moradiellos retrata a Fernández Campo como «muy inteligente. Tenía densidad, experiencia, formación e interés, y se le notaba culto, así que pudo haber asesorado bien al Rey. Cuando un político cita "La República", de Platón, o a Aristóteles, estás en presencia de alguien que tiene un bagaje cultural. Ahora eso no sucede».

«Las vidas tan dilatadas», tercia David Ruiz, «no son todas ellas vidas de santos. Suele haber luces y sombras». Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Oviedo, entiende que la de Sabino Fernández Campo «deja formuladas más hipótesis que tesis» y que en su capítulo central, la noche del 23-F, el general «ha dejado sin escribir qué hay detrás de aquella famosa frase que casi ha pasado a ser una expresión coloquial». A su juicio, en cuanto a lo que el conde de Latores dijo y escribió después, «no ha revelado por qué dijo lo que dijo, por qué Armada no estaba ni se le esperaba», y ese silencio «siembra dudas ante la opinión pública sobre si el Rey estaba desde las seis de la tarde dispuesto a decantarse en la dirección en la que la mayoría de la población contemplaba. Como no lo condena hasta después de la medianoche... Ahí hay más de seis horas en las que Sabino tuvo, al parecer, un protagonismo insospechado, pero ese protagonismo es el que no ha descrito». Para Ruiz, «si Sabino ayuda al Rey a decantarse, su papel habría sido sin duda determinante, pero en estas circunstancias para un historiador resulta costoso dar un veredicto plenamente satisfactorio sobre el papel de Sabino Fernández Campo».

Alejado del trato personal, el profesor se ha acercado a la trayectoria del conde «a partir del 23-F» y ha tropezado con otras sombras al avanzar hasta el momento del cese del conde de Latores en la Casa del Rey. «Lo publicado», dice, «y no ha sido desmentido, es que el Rey lo convocó a una reunión en la que también estaba la Reina y, dirigiéndose a ella, dijo: "Ya ves, que Sabino nos deja"». Si fue así, Ruiz tiene otro lugar en la historia en el que identificar «el típico comportamiento de los Borbones que ya los cronistas de la época del bisabuelo de Juan Carlos conocían como "borbonear"».

Al llegar al pasado más reciente, el historiador echa de menos también algunas actitudes en la última parte de la biografía de Fernández Campo. Ya no son palabras, son hechos, como que «si apostaba por una Monarquía en una sociedad democrática moderna, podría haber contribuido a desterrar algunos privilegios como los que han llevado a que el presupuesto de la Casa Real, que procede del bolsillo del contribuyente, sea un alto secreto de Estado, más o menos como el de la Fundación Príncipe de Asturias, que él contribuyó a gestar». «En democracia», concluye, «la transparencia de los dineros tiene muchísima importancia, y el pueblo quiere saber en qué se gastan».

Más condescendiente, el historiador gijonés Luis Suárez, catedrático en las universidades de Valladolid y Autónoma de Madrid, sistematiza las esencias de históricas de Sabino Fernández Campo en tres dimensiones, las del militar, el cristiano y el intelectual, que, a su juicio, lo aproximan «a grandes figuras como Jovellanos o Campomanes». El Sabino militar, comienza, hace que se afiancen en su espíritu «unas virtudes entre las que sobresale la lealtad. Y es bien sabido que la lealtad se distingue de la fidelidad porque no se limita a obedecer las órdenes que recibe, sino que trata de guiar y aconsejar al que manda para que no cometa errores». «El militar cristiano», sigue Suárez, «se orienta hacia el amor al prójimo y a la superación de los daños de la Guerra Civil, de la que él había sido partícipe». Y el intelectual, cierra el retrato, le dejaba «saber escuchar y comprender a la gente que lo rodeaba». Por eso, según el juicio de Luis Suárez, «llegó a director de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Por eso el 23-F su presencia fue fundamental para evitar un enfrentamiento y salvaguardar el valor de la Monarquía». Y el Sabino que él pinta «era monárquico en el sentido más perfecto de la palabra, porque entendió que la institución está por encima de las personas y supo mostrar hacia ellas un afecto, una devoción y una obediencia singulares». Para cerrar el boceto, Suárez prefiere mirar al fondo, más allá del intento del golpe de Estado, al que «no daría tanta importancia» dentro de la biografía de un general cuya aportación fue, asimismo, «muy decisiva en los primeros gobiernos de la Monarquía».

A Manuel Fernández Álvarez, madrileño con raíces asturianas y catedrático en Salamanca, también se le aparece el conde de Latores como «una de las grandes figuras de la España contemporánea por su talento político, su condición moral y su acierto, porque a veces los políticos tienen buenos intentos y pocos aciertos. En este caso, Fernández Campo tuvo la actitud de un gran español que en un momento muy crítico supo estar en el puesto adecuado y tomando las decisiones debidas». El autor de «Pequeña historia de España» también vuelve al 23-F para afirmar que «la libertad de la que hoy gozamos en España la hemos conquistado en buena medida gracias a este gran patricio asturiano que tuvo la clara idea y la firme decisión de que había que poner coto a aquella asonada militar de unos aventureros». Allí, valora Fernández, el conde de Latores desempeñó «un papel mucho mayor de lo que se indicó en su momento, animando y disuadiendo a quienes debía. El Rey se apoyó en él porque confiaba en él, y Sabino supo hacer buena esa confianza y corresponder con lealtad a él y a España». En el resto de la biografía destaca, asimismo, su propia transición, la certeza del abandono de un pasado «anacrónico» e irrepetible para cambiarlo por un futuro de «modernidad» que exigía «hacer de España un país libre, escuchar lo que decía el pueblo». «Obró pensando tanto en el pasado como en el futuro», destaca Fernández Álvarez.

Hubo muchísimo más, pero en aquellas diecisiete horas y media de incertidumbre van a confluir una buena parte de los juicios acerca del legado histórico de Sabino Fernández Campo. La gestión de las cosas de palacio que ejerció el conde de Latores en la tarde y la noche del 23 de febrero de 1981 es su momento, el instante que, para bien o para mal, le franqueó definitivamente la entrada en la historia de España. Javier Fernández López, que además de una biografía del general -«Sabino Fernández Campo: un hombre de Estado»- escribió «Diecisiete horas y media, el enigma del 23-F», encuentra aquí la metáfora para el retrato que hacen quienes dan más valor a la actitud de quien entonces era secretario general de la Casa del Rey. Escribe Fernández López que «quien haya estudiado con algún detenimiento lo que ocurrió en el palacio de la Zarzuela en las diecisiete horas y media que duró la intentona golpista sabrá que allí hubo un solista, el Rey, pero detrás estaba un magnífico director de orquesta, el general Fernández Campo».