Desde el pasado 19 de octubre, el Museo de Bellas Artes de Bilbao acoge una ambiciosa muestra en torno a la obra de juventud de uno de los grandes maestros de la pintura española del Siglo de Oro: Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617-1682). Comisariada por expertos de la talla de Alfonso E. Pérez Sánchez y Benito Navarrete Prieto, «El joven Murillo» se ha convertido con toda justicia en uno de los grandes acontecimientos de la temporada artística, en su intento por «arrojar luz sobre el período más desconocido y menos valorado del artista», ha escrito Navarrete: un Murillo «joven, descarnado, realista y concienciado con la denuncia social de los desamparados» frente a una «imagen adulterada por la ideología emanada del nacionalcatolicismo». A su vez, dentro de la excepcional selección de 42 obras de entre 1640 y 1645 que han viajado a Bilbao desde museos europeos y americanos, durante estas semanas se han destacado especialmente en los medios algunas de ellas, en las que, según los comisarios, se revela en particular la «precocidad» de un Murillo tempranamente magistral.

Es el caso de «José y la mujer de Putifar», un monumental lienzo cedido por el Staatliche Museen de Kassel (Alemania) y datado entre 1640 y 1645 que reproduce en sus 197 x 254 centímetros una escena bíblica muy habitual en la pintura renacentista y barroca: la del esclavo José resistiéndose a la seducción de la mujer de su señor, el capitán egipcio Putifar, desaire por el que acabaría pagando con la cárcel merced a las insidias de su despechada acosadora. Pero sucede que el magnífico lienzo, uno de los emblemas de la exposición, considerado por Navarrete como «todo un ejemplo de la maestría del joven artista al tratar este asunto bíblico» podría no haber salido de la mano de Bartolomé Esteban Murillo.

De ello está «totalmente convencido» Matías Díaz Padrón. El experto ojo del historiador del arte y conservador del Museo del Prado se sintió «automáticamente extrañado e incómodo» ante la exhibición, en diversos medios durante las pasadas semanas, de una obra que ya había tenido la ocasión de admirar en Kassel. Y esa extrañeza pasó, casi con el mismo automatismo, a convertirse en una investigación al cabo de la cual Díaz Padrón considera que «hay que hacer, con toda modestia, una llamada de atención para examinar de nuevo la autoría de la obra». Él tiene muy claro su propio candidato. Pero mejor seguir con el propio especialista los pasos de la pesquisa, que desmiente lo sostenido en el catálogo de Kassel y en el de esta exposición que, por otra parte, considera respaldada por la labor «de un equipo de un nivel indiscutible y de un catálogo francamente bueno».

Tan «indiscutiblemente bueno» como le pareció, de entrada, a Díaz Padrón un lienzo en el que «al instante» le sorprendieron varios rasgos discrepantes con la atribución a Murillo. Así, «la minuciosidad del detalle en las alfombras, en los muebles o los accesorios». O la pincelada, «más jugosa que la de Murillo, demasiado precisa, exquisita y fina» para el maestro sevillano. También los propios tipos de los personajes, «inexistentes en Murillo»: «bellos», argumenta, «pero con una belleza clásica» y «con una cierta ferocidad y apasionamiento en esa belleza que resultan extraños» en el pintor.

Para Díaz Padrón hay una «referencia escultórica» en los gestos de los personajes -«declamatorios, heroicos»- que remiten a «una influencia directa de la escultura clásica», junto a un juego de claroscuros que denota «una influencia de Caravaggio».

En definitiva, son síntomas que «denotan otra mirada» que la de Murillo e incluso permiten descartar «en bloque no sólo a Murillo, sino a toda la pintura española». ¿Qué mirada puede ser ésa? En esta primera fase de la pesquisa, «la de un pintor de calidad extraordinaria, italiano, de la primera mitad del XVII».

Hay, además, otros rasgos que separan este «José» de Murillo en particular. «Murillo trató el tema y, frente a su mujer, que aparece casi como una muñeca, delicada, ésta es una matrona con su solvencia». Más importante es otro contraste entre el «José» de Kassel «de una ejecución pictórica apretada y precisa, con una técnica esmaltada, rica, nítida muy distinta a la de Murillo, que es más esponjosa». Díaz Padrón ofrece un símil: «De tener los dos cuadros delante, sería como confrontar la textura de un terciopelo y la una tela brillante, un satén.

Pero el propio ojo no basta nunca; se hace preciso encontrar «otras miradas expertas». La primera de ellas, la del gran especialista en Murillo Diego Angulo, autor de una monumental monografía en cuatro tomos en la cual el autor realizó un riguroso trabajo de limpia de atribuciones inexactas al maestro sevillano. Entre ellas, la de esta obra. Angulo la rechaza y también la atribuye a un pintor italiano de la primera mitad del XVII. Confortado (y «orgulloso», confiesa) por la coincidencia con el parecer de la autoridad, Díaz Padrón acudió al catálogo del Staatliche de Kassel, en busca de otros pareceres.

«Es verdad que, incluso recogiendo el dictamen de Angulo, se lo siguen atribuyendo tercamente a Murillo, pero también son lo bastante honrados como para incluir otras opiniones en contra de esa atribución», comenta Díaz Padrón. Entre ellas, las de Lafuente Ferrari, Mina Gregory -directora del Instituto Longhi en Italia- y otros «estudiosos de nivel». Poco importa que se aduzca la firma, un «Murillo fecit» («Murillo lo hizo») que, para el historiador, «no demuestra nada». «Es una cuestión puramente nominal. Muy pocos cuadros eran firmados. A diferencia de hoy, en que importa la firma más que el cuadro, era la propia belleza del cuadro lo que contaba», precisa el estudioso, para quien, lejos de ser una prueba, «la aparición de una firma en el cuadro de esa época es motivo para empezar a darle vueltas a la cabeza y plantearse autorías».

Matías Díaz Padrón dice haber tenido «la osadía de ir algo más allá» y proponer una: Orazio Gentileschi (Pisa, 1653-Londres, 1639). La obra del pintor manierista y padre de la también gran pintora Artemisia Gentileschi está salpicada de argumentos que probarían la autoría de este imponente «José». El investigador enumera, por ejemplo, «el tratamiento de los paños, más angulosos y precisos». O la similitud entre los ojos y la mirada de una «Magdalena» y los de la esposa de Putifar, que «si se sitúan en la misma dirección muestran un mismo perfil, un mismo diseño y una misma mirada, dentro de su delicadeza, aterradora». Incluso el semblante de José ofrecería, para Díaz Padrón, «un notable parecido» con el del propio Gentileschi «en su fisionomía, su nariz y el corte de rostro».

Otro curioso dato a favor de esta hipótesis lo suministra la referencia de otra obra de Gentileschi sobre el mismo tema a su fuente, un relieve del siglo XVI. «Para mi asombro, ese relieve coincide mucho más con este cuadro [el de Kassel] que con la versión de Gentileschi que se suele referir a él», afirma Díaz Padrón, para quien cuestionamientos de este tipo «deberían recordarnos también que no hay que fiarse siempre a pies juntillas de la idea de progreso, según la cual la verdad está siempre en lo último que se dice, igual que es el mejor el último modelo de electrodoméstico».

El debate queda, pues, abierto a las argumentaciones de los expertos, a la espera de conclusiones que -admite el historiador- «nunca son fáciles». En todo caso, cabe recordar que las evidencias nunca lo son del todo y que merece la pena cuestionarse lo aparentemente obvio. Al fin y al cabo, Putifar tomó el manto de José -lo único que su mujer pudo arrancar del casto José- como una prueba de lo contrario de aquello que el manto proclamaba en manos de su lasciva esposa.