Desde que el hombre consiguió domar el primer caballo, la relación de puro dominio y aprovechamiento de las capacidades equinas en el trabajo, la guerra o el ocio se ha solapado con la admiración, y aun la reverencia, hacia un animal al que se le han atribuido virtudes cuasi-humanas y cuya posesión siempre ha denotado estatus social y prestigio. No ha de extrañar, pues, la atención específica que ha suscitado -desde Aristóteles hasta Alfonso X, desde Plinio el Viejo hasta Cervantes- todo lo relacionado con la salud y los cuidados del caballo, y el abundante legado bibliográfico que compendia esos saberes. En España, tierra de caballos y caballeros, se escribieron muchas de esas obras, algunas de las cuales se han engrandecido, con los siglos, como referencias mundiales desde el punto de vista de la historia de la veterinaria y de la bibliografía. Dos de las más valiosas -el «Libro de albeyteria» de Manuel Díez (1499) y el «Arte de herrar cavallos, en diálogo», de Bartolomé Guerrero Ludeña (1694)- reposan hoy en la Biblioteca de la Universidad de Oviedo como parte de una de las colecciones bibliográficas más importantes del mundo sobre tema equino y acaban, además, de cobrar nueva vida para el apasionado de los caballos y los libros. Por partida doble: de una parte, gracias a su reciente exhibición en la muestra «Las horas de los libros» en la sala del Banco Herrero de Oviedo, de otra, con motivo de las exquisitas ediciones en facsímil de ambas obras que acaba de publicar la editorial gijonesa Trea.

De las dos, el «Libro de albeyteria» es una joya especialmente singular; un incunable del cual sólo se conservan el ejemplar de Oviedo y otros dos en la Biblioteca Nacional. Se trata del primer tratado de veterinaria impreso en España, traducción del «Llibre de menescalia» escrito en catalán por Mosén Manuel Díez, que no era albéitar -la hermosa y antigua palabra para los veterinarios, también llamados «menescales» a partir de su término italiano de raíz francesa- sino un noble valenciano culto y amante de los caballos que sirvió a Federico de Aragón y a Alfonso V el Magnánimo y fue testigo o actor en hechos históricos como el Compromiso de Caspe o las campañas napolitanas de Aragón. Sus conocimientos sobre el particular le llevaron a formar parte del tribunal que examinaba a los candidatos a albéitares en Valencia, y quedaron compendiados en una obra que empezó a circular pasado 1460 y que Martín Martínez de Ampiés tradujo al filo del cambio de siglo, atendiendo a la demanda de una información muy apreciada por reyes, nobles, prelados, caballeros y hombres de armas interesados en el uso del caballo en la guerra o la caza.

La obra -que conocería reediciones y traducciones posteriores al francés, alemán y galaicoportugués e incluso llegó a viajar a La Nueva España de la mano de Hernando Colón, hijo del navegante- acumula, en sus 60 folios de apretada escritura gótica, sus referencias clásicas y medievales junto a los saberes directos de su autor y la información probablemente solicitada a albéitares, herradores y herreros de España e Italia. Aunque a veces todos ellos mezclaban de manera indistinguible sus labores, la albéiteres-menescales gozaban de buena consideración social y ejercían un trabajo muy regulado del que a menudo se excluyó en territorios cristianos a «esclavos, moros, judíos y sus descendencias», a toda «mala secta» (incluso a «franceses»). El propio rey disponía de albéitares militarizados, altamente apreciados.

Conforme a la importancia que en su día se concedía a los saberes astrológicos, el «Libro de albeyteria» se abre con una hermosa xilografía de un caballo cuya anatomía se pone en conexión con los distintos signos zodiacales. Las páginas siguientes detallan la influencia de cada uno de ellos sobre sus órganos respectivos y advierte sobre las intervenciones que deben hacerse o evitarse según la vigencia del signo en cuestión. A partir de ahí, la obra se ocupa de asuntos de hipología -la reproducción del caballo, sus condiciones físicas y psíquicas y los ejercicios para estimularlas, la alimentación, la clasificación según capas y pelaje, el enfrenamiento- y de veterinaria, cirugía y patología quirúrgica equina. Aunque se le ha reprochado cierto desorden o puerilidad en sus informaciones, se considera que el autor actualizó los conocimientos de su época y realizó aportaciones personales en materia de enfrenamiento y estudio de las capas.

Mucho más específica es la obra de Bartolomé Guerrero Ludeña, sujeta, como reza su título, al «Arte de herrar cavallos» y redactada en forma de un sistemático cuestionario pregunta-respuesta que su autor, nacido en Jorquera (Albacete) y formado en las caballerizas de Carlos II, escribió tras comprobar que muchos herradores «andaban imprecisos» en su oficio. Apoyándose en hermosos grabados, la obra sirvió como temario para los aspirantes a la titulación de albéitares-herradores, y aborda asuntos como la formas y anatomía del casco y las huellas, tipos de herraduras, técnicas de herrado o enfermedades y remedios. El ejemplar de Oviedo es el único de la primera edición de una obra muy bien impresa y considerada como «rarísima y muy apreciada» por los bibliófilos.

Los dos libros cuyos facsímiles acaban de editarse se integran en una de las colecciones bibliográficas más singulares de la Universidad de Oviedo: la llamada «Sección de Gineta», que recoge más de 1.000 impresos de entre los siglos XVI y XIX, 50 manuscritos y el incunable del «Libro de albeyteria» sobre temas relacionados, de un modo u otro, con el caballo, desde los temas específicamente hipológicos hasta la caza o la tauromaquia, algunos extremadamente raros y de alto valor para bibliófilos. La colección, que se custodia en el piso alto del salón llamado Toreno, llegó a la Universidad ovetense como parte del extraordinario conjunto bibliográfico adquirido en 1935 a Roque Pidal para reconstruir la biblioteca universitaria, consumida por las llamas durante la Revolución de 1934.

Pero la pasión por los libros y los caballos que indujo a atesorar esta colección única no aquejó a Roque Pidal. El nieto del primer marqués de Pidal había adquirido, a su vez, en 1915 todo este rico legado a los herederos de Sebastián de Soto Cortés (Labra, Cangas de Onís, 1833-1915), hidalgo culto, influyente asturiano y apasionado de las antigüedades, el arte y la arqueología que además heredó la biblioteca y la bibliofilia de su padre, Felipe de Soto Posada, y profesó un verdadero culto a los caballos. Así lo retrata Constantino Suárez en «Escritores y artistas asturianos», citando a Juan Antonio Cabezas: «Don Sebastián se perece por los buenos caballos, por las criadas guapas y por los libros raros». Así, Sebastián de Soto siempre encontró un hueco en su vida de viajes a Madrid y al extranjero, casinos, baños, esgrima, estrenos de teatro y búsqueda de antigüedades, para ir reuniendo las valiosas piezas que hoy reposan en la «Sección de Gineta», muchas de ellas conseguidas mediante laboriosas pesquisas propias o de familiares en librerías y anticuarios de España y el extranjero hasta reunir en su palacio de Labra «una colección bibliográfica cuya calidad y rareza la hacen única en el mundo».

Una «calidad y rareza» que cobran un relieve cada vez más significativo -y quizá melancólico- sobre el trasfondo de una cultura cuyos métodos de conservación y transmisión del conocimiento viven hoy un cambio aún más profundo que el que hizo al editor Pablo Hurus añadir, tras el colofón del «Libro de albeyteria», un sentido elogio de la imprenta: «Gozen los lectores de nuestros dias y los que vinieren de bien tamaño como es el arte de la emprenta, porque parece vna marauilla por Dios reuelada para que hayan lumbre los ciegos dela ygnorancia, pues muchos primero andauan turbados enlas tinebras por mengua de libros».