El doctor James, del Royal Northern Hospital fue uno de mis maestros en los años finales de mi larga y poco aprovechada formación como internista. Era un verdadero «country gentleman», con esa ironía que hace guardar la justa distancia, los ojos azules casi líquidos de mirada entre benevolente e inextricable y una habilidad grande para contar las anécdotas del entorno de la medicina. Pero sobre todo era un gran clínico; hacía lo justo para llegar al diagnóstico y era en el tratamiento de una sobriedad magnífica. Aunque tenía una cierta autoridad científica por su profundo conocimiento de una enfermedad, la sarcoidosis, era más conocido como el esposo de Dame Sheila Sherlock, una referencia en hepatología.

El hígado es una fábrica, capital para el ser vivo aunque un poco antiguo para las formas de producción de hoy día porque hace de fábrica y de almacén. Por ejemplo, almacena sangre que puede salir a la circulación en caso de hemorragia al hacer ejercicio aeróbico de alta demanda. También almacena glucógeno, tan importante en momentos en que falta azúcar. Es él el que lo fabrica en los tiempos de bonanza usando el azúcar sobrante. Y es allí donde se depositan el hierro y algunas vitaminas como la D. En el hígado se metabolizan las grasas de la comida y se genera el colesterol endógeno, a la postre, la mayor parte del colesterol que circula. Por eso tantas personas, a pesar de seguir una dieta pobre en grasas saturadas no consiguen regular su colesterol. También fabrica el colesterol que se llama HDL que no produce aterosclerosis, al contrario, la evita. En fin, puede transformar un nutriente en otro, los azúcares en grasas y viceversa, y la proteínas en grasas o azúcares según las necesidades. Naturalmente, no fabrica proteínas, ese papel está reservado a los genes.

Además es nuestra principal depuradora de las sustancias potencialmente dañinas que se generan en el organismo o proceden de la ingesta. Es el caso de los residuos del metabolismo de las proteínas que sólo en forma de urea sintetizada en el hígado se puede expulsar por los riñones. También metaboliza drogas, medicamentos y alcohol.

La velocidad a la que trasforma el hígado el alcohol en un producto menos tóxico es lenta, aproximadamente unos 15 mg por cada 100 cc de sangre cada hora. Supongamos que una persona de 70 kilos, en una comida, bebió 4 copas de vino o cava y que el 30% del alcohol todavía está en el estómago. Si el 60% de peso es agua, como el alcohol difunde a toda ella, tendrá en sus 42 litros los 28 gramos de alcohol ingeridos; en 100 cc, tendrá 66 mg; para poder conducir tiene que esperar varias horas.

El metabolismo puede ser más rápido en las personas que beben con frecuencia porque tienen activados sistemas metabólicos normalmente durmientes. Es una adaptación, pero tiene su contrapartida. Además de beber más porque lo toleran mejor y en consecuencia estar sometidos a más agresión, la llamada inducción enzimática puede ser una de las causas de dependencia. El caso es que el alcohol daña el hígado, y el daño hepático comienza con una inflamación y depósito de grasa. Si deja de beber, el tejido es capaz de regenerarse sin dejar rastro. Pero si sigue agrediéndolo, poco a poco el hígado va perdiendo su arquitectura y función. Lo primero es muy importante. Para que pueda ejercer todas sus funciones metabólicas y de limpieza recibe grandes cantidades de sangre que allí se filtra en un sistema delicado en el que las células hepáticas forman grupos perfectos. Una de las consecuencias del alcohol es la desorganización, la fibrosis y, a la postre, la obstrucción de este filtro. La sangre que no puede atravesarlo se estanca, el sistema vascular se dilata, busca salidas alternativas y al final se producen las temibles varices, las más importantes las esofágicas: dilataciones venosas de frágil superficie que rompen con facilidad produciendo sangrados muchas veces incontrolables. Es una consecuencia puramente mecánica de la degeneración hepática, las consecuencias metabólicas son múltiples. La enfermedad hepato-alcohólica es en Asturias de las más altas de Europa.

«El cuerpo contiene sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra» en «Sobre la naturaleza del hombre» de Hipócrates. Es el hígado quien fabrica la bilis que, derramada en el intestino, ayuda a metabolizar las grasas. Antes se deposita en la vesícula biliar, uno de los trofeos favoritos de algunos cirujanos. Con las sales biliares el hígado excreta bilirrubina, un desecho de la hemoglobina. Porque los glóbulos rojos, como casi todas las células del cuerpo, tienen una vida limitada. Mueren y el organismo tienen que ocuparse de ese «cadáver». Si el hígado está obstruido por una inflamación, la bilirrubina no se añade a la bilis y refluye a la sangre: la ictericia.

Son sólo alguna de las funciones del hígado por eso no es de extrañar que la doctora Sherlock haya dedicado su vida a entenderlo y que por explicarlo haya recibido grandes reconocimientos, incluido, creo, el de doctora honoris causa en Oviedo.