«Tú ahora, a hacer las maletas; y no te preocupes de nada más, que de eso ya nos ocupamos nosotros? y respecto a lo del mono macho dominante, no lo tomes en serio, que a pesar del lío mediático que se ha montado en España, la cosa no es para tanto».

Ahora pienso que mi viaje a la India no comenzó mentalmente cuando tuve mi billete en la mano, ni cuando mis amables anfitriones del Instituto Cervantes de Nueva Delhi me aconsejaron centrarme en el equipaje y olvidar toda duda respecto a la moneda, el clima, el hotel... en fin, los temores razonables al iniciar un periplo tan poco habitual, sino cuando leí en aquel mail la inaudita referencia al mono macho dominante. Ahí es nada. Pregunté a vuelta de correo sobre el particular, pero no obtuve respuesta, y al día siguiente alcé el vuelo con mayor expectación si cabe.

Sin embargo, la media sonrisa cesó de inmediato, o al menos hasta varios días después, porque el impacto de mi llegada a Delhi fue de tal magnitud que todavía sigo colgado en su abismo, aunque escriba ya estas líneas desde la burbuja en que flotamos a este lado del bienestar, tan ajenos al patio de atrás en el que sobreviven más de tres quintas partes de nuestros? iba a decir semejantes, aunque aquí la usual locución suene a broma macabra.

Como ocurre con toda teoría previa respecto a Delhi. O viceversa. O todo lo contrario. Porque respecto a esta ciudad no caben ideas preestablecidas, ni siquiera posestablecidas, las que empiezas a fabricar sobre el terreno y, cuatro pasos después, lo que ves, escuchas, amas, sientes o vomitas, te desmiente por completo. Y así sucesivamente, y viceversa, y lo contrario hasta darte cuenta de que todo, absolutamente todo, se te escapa de las manos, del corazón y, por supuesto, de la cabeza.

Todo menos la náusea. Y al mismo tiempo una extraña armonía del alma. Todo menos la angustia, y al mismo tiempo una cierta y torpe sonrisa con la que tratar de contestar a esos oscuros, profundos, bellísimos ojos que te sonríen desde cualquier ángulo, a pesar de los pesares, y sin pedirte nada. Todo menos las ganas de sacar más fotos, porque la sinfonía de colores queda ensombrecida de golpe por el fango de una suciedad y una miseria tan extremas que la cámara o los dedos que la sostienen se encogen bajo la mala conciencia de sentirte de pronto ejerciendo un papel de turista de la pobreza que te niegas a asumir. Pero sin duda lo eres mientras sigues caminando -es un decir, no hay aceras, no hay arcenes, no hay orden, aunque sí un concierto sin fin de virajes y cláxones-, por el caótico y sin embargo fluido desenfreno de estas calles.

Y no son términos o estados de ánimo urbano contrapuestos, porque al menos en Delhi ambos comparten la pantalla que cruza multicolor y espeluznante ante nosotros como si se tratara de las dos caras de una misma moneda. Y es que tal vez lo sean, como la muerte y la vida, como la luz y la oscuridad, como el yin y el yang, como el dharma y el adharma, como la poesía empeñada en compartir siempre la tos y la salud, el óxido y la plata, el grito y la canción, la exaltación y el llanto.

Demasiada gente, demasiados animales, demasiadas costumbres, demasiados dioses, demasiado de todo? dice una guía local, y en mitad del asombro permanente un nuevo desconcierto, el absoluto desconocimiento que tenemos de casi todo, incluso de aquello que nos atrevemos a firmar con nuestro propio nombre, porque ya había renunciado a incluir en mi recital en la Universidad islámica de Delhi unos poemas de «La semana fantástica» que circulan verso a verso entre Cibeles y Sol, pensando que nadie entendería escenarios y eslóganes tan remotos y locales, y son justo los poemas que han escogido los alumnos indios para su inesperado, conmovedor regalo, la traducción de diez de mis poemas al hindi y al urdu, dos de las lenguas oficiales de la India. Creo en la capacidad del lenguaje, pero es incapaz de transmitir la emoción que uno puede sentir en algunos momentos de su vida.

Y luego otra vez a la calle hasta la tarde del día siguiente en que me aguarda una nueva cita, esta vez en la sede del Cervantes, y con la perspectiva de encontrar por fin a ese mono macho dominante del que algunos de los que acuden al recital de la Universidad vuelven sonrientes a hablarme. Y yo a olvidarme de nuevo mientras sigo recorriendo sin querer -el coche que nos traslada ha tomado ahora un atajo ante el desesperante atasco de hora punta en las grandes avenidas- otro barrio de Delhi que no viene en las guías turísticas pero conforma uno más de los cientos que rodean en infinitos círculos concéntricos esta megalópolis de cerca de veinte millones de personas hacinadas en medio de una contaminación irrespirable, un tráfico infernal de toda clase de órganos motorizados y una pobreza sobrecogedora, puntualizada tan sólo aquí y allá por el contraste de una nueva clase media emergente y el estratosférico lujo asiático de algunas de las más grandes fortunas de la Tierra.

Pero unas y otras ya tienen quien les escriba, portadas incluso de los más prestigiosos tabloides salmones del mundo para ensalzar un país cuyo PIB crece alrededor de un 8 por ciento anual, y yo, sin embargo, visitante recién bautizado en la ciénaga de la más extrema indigencia, abandono de pronto todo referente económico, todo apetito lúdico, exótico o sociológico, toda predisposición previa, para ahogarme en una conmoción que me hiela la sangre, como dice uno de los versos de «La semana fantástica», o ese poema titulado «Los otros» que los alumnos tradujeron al urdu antes de explicarme alguien que Delhi significa corazón.

Los otros, dios mío, o nuevos dioses míos, Shiva, Vishnu, Brahma, qué poco sabemos de los otros a medida que el coche avanza y toca cada vez más fondo mientras atraviesa el fin del mundo y los nudillos de los puños comienzan a latirme con fuerza y a dolerme de tanto apretarlos. Esos seres de pronto que nos hielan la sangre?

Pero en Delhi llueve un llanto sin lágrimas. Y así es mejor, porque las beberían a chorros los que no nos pierden de vista ni de sed ni de hambre cuando nos detenemos en cualquier semáforo. Ante algunos barrios de Delhi sólo es posible un silencio que se apodera lentamente de nosotros y nos hiela la palabra, la sonrisa y los últimos posos de la sangre. Y luego y sin embargo y poco a poco, no sabes por qué milagro del color o del calor humano o de esa suma de sucesivos contrastes -muerte y vida, dharma y adharma, belleza y vértigo de la poesía- nos abriga de nuevo con el infinito desfile de bufandas que es Delhi en invierno y que protege a hombres y mujeres del frío, de la polución, de la tristeza e incluso de la miseria, porque hasta el pobre más pobre de los pobres de esta ciudad envuelve con ellas su cuello, su barbilla, su frente o su cabeza con estudiada ciencia y extrema sensibilidad estética.

Ciudad del frío en el alma. Ciudad del corazón contagiado. Ciudad de las bufandas.

Inolvidable Delhi, capaz de tener más de veinte nombres para sus clases de bufandas, sin contar los de sus texturas o las distintas formas de abrazárselas. Chunnis, dupattas, pagadis, escarfis, gihoonghats, kaparés, pasminas y así hasta un sinfín de alados ángeles de la guarda en mitad del vacío, como en la rama de un árbol que otea por encima de un inmundo estercolero en mitad de la ciudad se posa de pronto un hermoso loro verde de presencia y hechuras impecables. Delhi profunda, inolvidable Delhi.

Aunque retornes al día siguiente al territorio de las maderas nobles y el olor a pintura reciente en el flamante Instituto Cervantes en la parte nueva (New Delhi) de la ciudad, y retomando de bruces las enigmáticas risas de días atrás, te cuenten que llegas precisamente el día en que prescindirán de los servicios de ese mono macho dominante que tuvieron que contratar para amedrentar y evitar que los más de cien macacos del vecino templo de Hanuman, dios de los monos y curiosamente también del lenguaje y la gramática, molestaran o agredieran a los Príncipes de España en su visita para inaugurar hace tan sólo unas semanas la nueva sede del Instituto.

Sonríes de nuevo al escuchar la historia, pero a estas alturas del viaje, tras cuatro jornadas perdiéndote con miedo -pero con determinación también- por los poblados que rodean el centro de Nueva Delhi, apenas te quedan ya fuerzas para darle a la anécdota mayor importancia. Miras desde el cristal de un despacho a los monos de Hanuman corretear por las cornisas vecinas dando manotazos al aire de la tarde, pero en el cristal del enorme ventanal no se refleja ya tu cara, sino la de esa niña que anoche permaneció un siglo entero frente a la ventanilla de tu automóvil mirándote fijamente a los ojos mientras esperábamos un siglo entero a que se abriera el semáforo y el conductor del vehículo me pedía que no bajara la ventanilla en ningún momento porque me asaltarían entonces sin remisión todos los niños del barrio. Todos los siglos por los siglos de la necesidad y el hambre.

Los últimos parias de la Tierra, los últimos de la última fila de todas las últimas filas del planeta, los últimos monos de esta feria que llamamos economía global, epíteto convertido ahora en estas calles en otra broma macabra. Esos seres a los que ahuyentamos y no dejamos acercarse a la riqueza desde nuestra bendita posición de monos machos dominantes.

Menos mal que aún nos quedan las bufandas de Delhi.

La ciudad de los contrastes, la ciudad de los otros. Esta ciudad de la que en algún momento de estos días quisiste huir, y en la que ahora te sientes, sin embargo, irremediablemente atrapado. Como te gustó siempre dejarte atrapar por los versos y por el nudo corredizo de las bufandas. Como te acaba de sorprender esta mañana de camino a tu estudio madrileño, a tu despacho de Mono dominante, una de esas enormes y solitarias lágrimas que atraviesan de pronto nuestras mejillas las más crudas mañanas del invierno, y sin que sepas muy bien de donde proceden. Aunque hoy tengan nombre propio: Delhi.

La ciudad que ya amas, la ciudad que aún te hiela la sangre.