Latinoamérica cierra una decenio de profundos cambios económicos, sociales y políticos que permiten vislumbrar un futuro relativamente promisorio, siempre y cuando la región consiga erradicar algunos de sus males endémicos y sea capaz de mantener el rumbo.

Mientras el mundo se preparaba asustado para combatir el ya olvidado «efecto Y2K» o «efecto 2000» que paralizaría al planeta, la región iniciaba un cambio determinante que encuentra la primera expresión clara en el triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela, a finales de 1999. Empezaba a romperse el llamado «Consenso de Washington», que durante los años noventa impuso las políticas de Estados Unidos y de los organismos financieros internacionales en muchos países latinoamericanos. América (ese enorme continente que está al sur de los Estados Unidos) iniciaba un marcado viraje hacia la izquierda a través de las urnas, diferenciándose a veces, enfrentándose otras, a los designios de la superpotencia global. Lo que las armas no habían conseguido prácticamente en ningún país americano durante las décadas de los setenta y ochenta, lo estaban concretando los nuevos líderes políticos, depositarios de las esperanzas de millones de votantes hartos del nepotismo y la corrupción de los partidos tradicionales.

Curiosamente, este proceso se produjo de manera simultánea al deterioro marcado de la revolución cubana, el bastión de la izquierda latinoamericana durante décadas, que empezó a dar muestras de agotamiento, carente ya de su socio histórico (la URSS) y con presiones internas para realizar una apertura que, tímidamente, comenzó en la primera década de este siglo.

El giro a la izquierda de Latinoamérica, aunque coincidente en el tiempo, no ha sido igual para todos los países. Se conformaron dos bloques de izquierdas, uno más estatista, otro más liberal. El Estado todopoderoso que propone Chávez, decorado con un discurso de fuertes reminiscencias setentistas, que ve en Estados Unidos al enemigo y en su presidente al propio diablo, culpable de todos y cada uno de los males de Latinoamérica, ha tenido eco en Bolivia, Ecuador y Nicaragua especialmente. El sistema que el propio Chávez denomina «socialismo del siglo XXI», con un Estado omnipresente, se cimentó en las espectaculares ganancias obtenidas de la explotación petrolera gracias a los precios altísimos que alcanzó en este decenio, se mantuvo acallando a la oposición merced al control de los principales medios de comunicación y pretende perpetuarse con la reelección indefinida del presidente. El mejor alumno de Chávez ha sido Evo Morales, aunque su socialismo es particular, con fuertes influencias indigenistas y la propuesta de refundar la nación incluyendo a los pueblos originarios, históricamente relegados a pesar de ser amplia mayoría en Bolivia. En Ecuador, el exceso neoliberal de los últimos años del siglo XX «parió» a Rafael Correa. El hartazgo de los ecuatorianos, que vieron cómo sus gobernantes seguían al pie de la letra las indicaciones del Fondo Monetario Internacional (al punto de cambiar su moneda por el dólar) mientras la pobreza seguía creciendo, buscaron en Correa una alternativa que todavía no termina de cambiar la realidad del país.

En el bloque de izquierdas más liberal, el líder indiscutido es Lula da Silva, presidente de Brasil, que ha sabido conjugar sus ideas sociales con la seriedad institucional y el respeto a la inversión privada, con lo que ha conseguido reconvertir al gigante sudamericano en una potencia mundial, transformando la eterna promesa brasileña en una realidad incontrastable. Tras la estela de Lula, el Chile de la Concertación con Michelle Bachelet a la cabeza en los últimos años, ha continuado su camino hacia la izquierda aunque se mantuvo fiel a su tradición de buenas relaciones con los Estados Unidos, compartiendo los principales foros regionales pero manteniendo su autonomía. Uruguay es otro de los representantes de la izquierda moderada, cuyos logros se han visto recientemente recompensados con un nuevo voto de confianza del pueblo, que ha llevado al Frente Amplio al triunfo en las elecciones presidenciales, permitiendo que José Mujica suceda a su compañero de alianza Tabaré Vázquez.

Otros países, si bien no pueden ser ajenos a la realidad de la región, parecen más determinados por sus propias situaciones. Es el caso de México, que se encuentra a medio camino entre la integración regional y su dependencia de los Estados Unidos, el enorme vecino del Norte. Además, se enfrenta a un gravísimo problema de violencia derivada del narcotráfico, que se ha convertido en un verdadero ejército dentro del estado azteca. La violencia marca también la agenda de Colombia, uno de los grandes de Sudamérica que no ha girado a la izquierda, acompañado en su derechismo por Perú y, probablemente, por Chile a partir de la segunda vuelta electoral del próximo 17 de enero. Uribe mantiene un pulso muy duro con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), a las que asestó fuertes golpes con el apoyo de los Estados Unidos, logrando altos índices de popularidad a pesar de los numerosos casos de violación de los derechos humanos que se han denunciado. Un tercer país que no termina de estar claramente en ninguno de los dos bloques de izquierdas latinoamericanos, ni mucho menos en el de derechas, es Argentina, que pasó esta década tratando de recuperarse del durísimo golpe de diciembre de 2001 (corralito, renuncia de De la Rúa, cinco presidentes sin poder en menos de dos semanas), gobernada en su gran mayoría por los Kirchner, primero Néstor y luego Cristina Fernández, su esposa.

Con vistas al final de la década, Latinoamérica tiene grandes desafíos por delante. Si bien es la región que menos perjuicio ha sufrido durante la actual crisis económica global, debe ser capaz de mantener el rumbo para consolidar situaciones financieras que pueden complicarse si falta el control correspondiente, si no se combate la corrupción endémica en muchos países y no se garantiza el orden institucional, la estabilidad política y la previsibilidad jurídica. En un mundo que camina decididamente a la multipolaridad (dejando atrás la unipolaridad estadounidense de los últimos años y la bipolaridad de la Guerra Fría), Latinoamérica puede, con Brasil a la cabeza y si logra resolver positivamente sus desafíos, convertirse en un actor decisivo de la política planetaria.