«Tienes tres segundos. Impresióname.

Un anuncio para Apple Box Productions representa al nuevo consumidor joven: su alborotado pelo rubio como el agua sucia se mete en sus vivos ojos, su barbilla es prominente, hay una mueca desdeñosa y desafiante en su boca, y apoya el dedo en el mando a distancia. Un movimiento en falso y nos liquidará cambiando de canal. Es joven, varón y está al mando. Ya no es teleadicto. Decide qué, cuándo y cómo ve los medios. Es un consumidor mediático, puede que incluso un fan de los medios, pero es también productor, distribuidor, publicista y crítico mediático. Es la vida imagen de la nueva audiencia interactiva».

Esta historia arranca a finales de los años 60. La mítica serie Star Trek llega a su fin tras 79 capítulos por decisión de la cadena NBC pero sus fans no están dispuestos a aceptarlo. Miles y miles de personas se alían para bombardear con cartas a los responsables exigiendo su regreso. Y no existía internet para agrupar tantas voluntades unidas por una pasión común. Nacían los trekkie, y el mundo del cine y la televisión vivía algo insólito: la irrupción de los espectadores más combativos como grupo de presión capaz de coordinar esfuerzos para defender sus «derechos» o placeres. Con el tiempo y la llegada de las nuevas tecnologías, el campo de acción y difusión se amplió (videojuegos, blogs, redes sociales...) hasta convertirse en una pieza esencial dentro del engranaje del mundo del espectáculo. De ello da buena cuenta en un libro imprescindible: Fans, bloggers y videojuegos (la cultura de la colaboración), de Henry Jenkins, toda una autoridad en una materia hasta hace poco tiempo considerada demasiado «oscura» por los más puristas, que arrugan la nariz cuando oyen la palabra fan.

El libro de Jenkins, editado por Paidós, deja claro que los fans son los consumidores que más se movilizan, los más creativos, los que mantienen una actitud más crítica y comprometida y los que tienen una conexión social más directa con la cultura popular. En definitiva, los fans representan, a pesar de estar recluidos a menudo en especie de burbuja que los separa del concepto de «gran público», la punta de lanza de una relación distinta con los medios de comunicación de masas. Y nadie que esté en el mundo del espectáculo o la publicidad puede darles la espalda a la hora de poner en el mercado una franquicia. Si no logra que los fans se involucren (George Lucas o Harry Potter saben mucho de esto) faltaría una de las patas fundamentales para que el tinglado se sostenga.

La cultura participativa es un hecho cotidiano. Y va a más porque los avances tecnológicos están de su parte. Ahora no se trata de enviar cartas o recurrir a la radio y la telvisión para unir fuerzas y hacerse oír. No hay que esperar a que abran la puerta porque los fans pueden crear sus propios altavoces: podcasts, blogs, webs, foros, redes sociales... A finales de los 80, lo que era una rareza se empezó a convertir en un modus operandi. Los productores lo tienen claro. Antes, ellos mismos convocaban ya al comienzo mismo de Hollywood a grupos de espectadores para proyectarles películas y recabar sus opiniones (los montajes finales se cambiaban a menudo tras esos exámenes) pero ahora la interacción con la audiencia es el plan nuestro de cada día, y el advenimiento mágico de internet y las nuevas propiedades de la televisión dan a la audiencia un poder creciente no sólo de elección, sino incluso de creación.

Ya no se trata de que los amos del juego mediático puedan decidir e imponer lo que se ve y se escucha. La caja mal llamada tonta se ha hecho libre y esponjosa: lo que sale por la pantalla no adquiere sello de autoridad por el mero hecho de hacerlo. El público se dispersa pero su poder de acción se concentra, y puede replantar y redibujar el mensaje original. En Estados Unidos hay blogueros con tanta influencia en el mundo del espectáculo o de la política como los diarios más prestigiosos y no es de extrañar ver en los mejores puestos de los desfiles de modas, presentaciones de discos, estrenos cinematográficos o comparecencias de Obama a personajes que trabajan en casa con su blog o su web.

Desde luego, Jenkins sabe de lo que habla. Y lo deja claro desde el principio: «Hola. Me llamo Henry y soy un fan». La cultura participativa no es hoy marginal ni clandestina. Los productores mediáticos siguen los foros lanzando globos sonda para comprobar la respuesta de los espectadores o medir la reacción a giros argumentales controvertidos. Las empresas de videojuegos facilitan el acceso del público a sus herramientas de diseño, promocionan los mejores resultados y contratan a los mejores programadores aficionados (los seguidores del juego GTA saben de qué estamos hablando). Los devotos de Expediente X se fueron a la guerra para que no retiraran la serie. Y gran parte del triunfo de Barack Obama se gestó en el campo de batalla de la red. La comunidad bloguera puede determinar el éxito o el fracaso de un producto (véase la inmensa repercusión que ha tenido el iPad esta semana). El universo fotocopiado del fanzine ha dado paso a la cibercultura, que no tiene fronteras ni gastos. Y con un detalle a tener muy en cuenta: los fans escritores mediáticos son en su mayoría mujeres.

En esta historia hay hitos que Jenkins desarrolla con encomiable sentido didáctico y reivindicativo (es un libro apasionado, que no fundamentalista), como el caso de la serie Twin Peaks: «La críptica e idiosincrásica serie de David Lynch parecía invitar al escrutinio minucioso y la especulación intensa posibilitados por el acceso de los fans a estos recursos técnicos (el vídeo e internet)». Un fan explicaba: «La grabación en vídeo ha hecho posible tratar una película como un manuscrito que ha de estudiarse detenidamente y descifrarse». Es decir, «la red informática permitía la evolución de una cultura escritural en torno a la circulación e interpretación de dicho manuscrito». Dicho de otra forma, pero con idéntico fondo: con Twin Peaks nacía el espectador de ordenador.

Especial interés tiene el capítulo dedicado a la influencia de los videojuegos violentos en los más jóvenes, sobre todo a raíz de matanzas como la del Instituto Columbine, perpetradas por adolescentes. Jenkins pone el dedo en la llaga: «... si consideramos detenidamente la trayectoria personal de los niños involucrados en los tiroteos en las escuelas, descubriremos una historia de agresión y violencia en el mundo real. No necesitan que los juegos les enseñen a odiar y hacer daño; ya aprendieron a hacerlo en casa o en el colegio».