I. Contra los grafómanos

Cuanto más escribo, menos me gusto. Mi admiración por los escritores cuyo mundo cabe en un tomo es cada vez más sincera. Digamos cuatrocientas o quinientas páginas editadas en octavo mayor, bellamente compuestas, con una portada exclusivamente tipográfica a ser posible, una letra serena (bembo, caslon, garamond) y poca o ninguna información biográfica. Habla el texto; calla el autor. Resolver la tensión entre el mundo vivido y el mundo convertido en literatura mediante el menor número de palabras.

Lograr decirlo todo en apenas una resma de papel satinado. Una novela perfecta, catártica, perversa: la parábola de un muchacho en fuga. Trece relatos canónicos, audaces, inagotables: los retratos de una América ya emblemática. ¿Para qué escribir más?

En la era de Facebook y la red de redes, fagocitados por la blogosfera y sus obscenas pesadumbres e intimidades, cuando cualquier escritorzuelo nos cuenta sus afanes y sus fracasos, sus martes y sus domingos, sus razones y sus desmanes (qué ha leído, qué ha comido, qué ropa lleva puesta, qué música escucha, con quién le gustaría acostarse, por qué los editores no se dan cuenta de lo estupendo que es), la obra de Salinger cabe cómodamente bajo el brazo y puede ser llevada como el cangrejo ermitaño lleva su casa. Elias Canetti, en «Auto de fe», su única y memorable novela, habla del artista de mérito como alguien que transporta un «mundo en la cabeza».

El mundo de Salinger, portátil pero resistente, posee la gravedad de los diamantes, que rayan sin ser rayados, y el poliedro de sus mil facetas, que hacen de su prosa un diván, una vía láctea y una biblioteca.

Contra el volumen indiscriminado, la calidad de la página; contra la logorrea de la mesa de novedades, la parquedad de un clásico; contra la grafomanía, la gota de oro.

II. A propósito del vedetismo

En un mundo como el literario, dominado por la triple tentación de la fama, la gloria y el dinero, Salinger conquista estas estaciones de la dicha con un único golpe maestro. La publicación, en 1951, a los 32 años de edad, de «El guardián entre el centeno», garantiza a Jerome David el sueño de los escritores mediocres (la fama), el sueño de los escritores grandes (la gloria) y el sueño de los escritores mediocres y grandes (el dinero). Exitoso, sacralizado y obscenamente rico, Salinger recoge sus «Nueve cuentos» en 1953, da a la luz «Franny y Zooey» en 1961, y culmina su relación con las imprentas en 1963, con «Levantad, carpinteros, la viga del tejado» y «Seymour: una introducción». El resto, un decimotercer relato, «Hapworth 16, 1924», que aparece en 1965, constituye el ultílogo preclaro para un silencio ficcional de más de cuatro décadas.

Huraño para algunos, esquivo para casi todos, salvajemente libre en mi opinión, Salinger huye del mundo y se encierra no importa a qué: a escribir acerca de la familia Glass, a seducir muchachas aventureras, a cultivar los jardines de Cándido. Los aspirantes a vedetes literarias no entienden que se lo ha ganado. Quienes venderían su alma por un píxel de atención mediática se hacen cruces ante este animal borrado que es el papá de Holden Caulfield. En un estado de cosas en que la copia abunda más que el original y en que la poética cuenta tanto o más que la obra que la contiene, el gran solipsista firma los recibos, se levanta de su sillón, corre las cortinas, apaga la luz y se traga la llave de un solo bocado. El hombre sabio, como la Naturaleza, ama ocultarse. Lo escribió un griego del Asia Menor, Heráclito de Éfeso, hace dos mil quinientos años.

III. Vanguardia y tradición

Con Salinger desaparece el último fruto de una cosecha acaso irrepetible de narradores americanos. Estados Unidos, que es un país con muchas y terribles sombras, posee sin duda una luz trascendental: la mayor literatura viva de nuestro tiempo, que es tanto como decir la mayor literatura de la segunda mitad del malhadado siglo veinte y de su incómodo replicante, el veintiuno, que nada bueno promete aquí y ahora. Escritores en un mundo sin dioses, por emplear el término de Lukács para referirse al héroe novelesco, un vistazo apresurado a los muertos que han sido sus correligionarios por edad y temática (John Barth, Saul Bellow, Harold Brodkey, John Cheever, William Styron, John Updike, Kurt Vonnegut, Richard Yates) nos habla de la fecundidad de una tradición en la que Salinger se inscribe; otro no menos apresurado vistazo a los que aún permanecen a este lado del papel (Don DeLillo, E. L. Doctorow, Richard Ford, Amy Hempel, Lorrie Moore, Thomas Pynchon, Philip Roth, William T. Vollman) nos informa de un presente esplendoroso en el que el trabajo de Salinger aún resuena.

En la prosa de estos dieciséis maestros, que oscilan desde la vanguardia más eléctrica al realismo más extremo, el magisterio de Salinger encuentra lugar para el diálogo y espacio para la reflexión. Porque los escritores de fuste, como el mar de Esquilo, son inagotables. Vanguardia en vida, se hacen seminales a poco que la biología los respete, y cuando mueren, e incluso décadas más allá, son leídos con la admiración que provoca en nosotros todo lo que ilumina y hiere: la indiferencia de los astros, el heroísmo y la estupidez de los hombres, la belleza de la literatura.

La muerte de J. D. Salinger no ha significado su desaparición, que ocurrió décadas atrás. Le sobrevive Thomas Pynchon, en el género literario de los autores que se niegan a la expropiación mediática de su biografía. El imitador europeo de esta aversión de matriz estadounidense es Milan Kundera, por motivos turbios que empiezan a aclararse. Como demuestra el comienzo de este párrafo, no se construye un artículo atractivo con escritores huidizos, por lo que el fallecimiento del novelista se aprovechó para desviar la atención hacia John Lennon, un icono intergeneracional.

La muerte de Salinger ha resucitado a Lennon, debido a que el asesino del «beatle» no sólo devoró «El guardián entre el centeno» antes de cometer el crimen, sino que lo hojeó inmediatamente después de disparar contra el músico. También leyó un fragmento de las peripecias de Holden Caulfield al jurado del juicio consiguiente. Hoy sólo hubiera seleccionado el volumen que debía barnizar culturalmente su magnicidio tras intensas negociaciones con las editoriales ávidas por promocionar sus títulos. Hay que agradecer a los generadores de metáforas literarias que se hayan detenido en el intérprete de «Imagine», sin rebajarse a rescatar la película «Conspiración» -Mel Gibson, Julia Roberts-, cuyo sustrato es la novela de Salinger. La grandeza del alma humana consiste en que las mismas palabras que impulsan a un cerebro al exterminio conducen a otro a la somnolencia.

En la era de Al Qaeda, se debería prohibir «El guardián entre el centeno» por incitación a la violencia, y disparar sobre los pasajeros que lo llevaran en un aeropuerto. Fue Obama quien ligó a Salinger con Bin Laden. Tras el fallido atentado aéreo de Detroit, recriminó a puerta cerrada a los servicios de inteligencia que «la hemos fastidiado», utilizando un verbo tabú por su etimología sexual hasta que aparece en labios de Caulfield, y próximamente en alguna declaración de Esperanza Aguirre. Llamamos clásicos a los libros que no necesitamos leer para que se entrometan en nuestro destino.