Tras los bruscos cambios en la industria musical en el último lustro, hay otros ritmos. Es el ritmo del negocio. Aunque así fue siempre. Porque siempre hay un runrún alrededor del negocio, da lo mismo que sea tiempo de casete de gasolinera o de iPod con capacidad para cinco mil canciones. El runrún ahora es sobre descargas legales, ilegales, tarifas y formatos. Ése es el debate, más que debate de sonidos, grupos o autores. Todo esto, sin embargo, tiene un factor positivo, y es que no les queda más remedio a los artistas que dar la medida en directo para sacar alguna tajada del negocio.

Hay una contradicción, sin embargo: y es que la obligación con el directo tampoco garantiza grandes cosas. Y es que esto de los avances tecnológicos no tapa algunas vergüenzas. Por eso este asunto del vivo se topa con verdaderos fiascos que, finalmente, echan a la gente para atrás.

Un ejemplo de fiascos y debates es Eurovisión, que ha dejado de ser un certamen musical orientado a los ambientes familiares para convertirse exclusivamente en show televisivo. El debate que ahora toca son las candidaturas, tras cargarse a Karmele, que era una prolongación de Chikilicuatre. A Karmele le pusieron el freno; al Chikilicuatre, no. Tras Karmele borraron algunas aspirantes más, quizá para hacerse los justos, que no hacer justicia.

Quedamos, pues, en que Eurovisión ya tiene poco de espectáculo escénico, mucho de show televisivo y nada le queda de aquellos momentos (pelín ñoños) en los que la Europa de la UER se sentaba alrededor de la tele para ver a Cliff Richard, Massiel y su «La, la, la»; Raphael, Julio Iglesias o Gigliola Cinquetti. Más adelante hubo una especie de despertar ¿moderno? Con «Abba» y su «Waterloo», y hasta en alguna ocasión se deslizó la nueva ola ochentera, con «Katrina and The Waves».

Mejor o peor, más o menos ñoño, la cosa eurovisiva tenía un algo de música en directo. No hace falta haber nacido en el siglo XV para observar tal asunto. Los múltiples programas retrospectivos que se ofrecen del festival han hecho que la cuestión vieja esté controlada por unas cuantas generaciones. Así, el otro día capté uno en el que el presentador de turno decía aquello de: «Dirige la orquesta...». Y la orquesta aparece con un sabor a directo. No tanto ahora, ya que el aparataje de grupos y solistas que se presentan invaden o tapan cualquier amago de asunto con sabor a directo auténtico. Pero, en fin, eso es cosa del paso del tiempo y de que, ciertamente, hay que ir avanzando, porque si no aún estaríamos sin ruedas de goma, o sin ruedas.

Y también le falta al festival ese componente futbolero provocado a su vez por la ñoñería familiar de antaño. Eso de ir calculando qué países daban puntos a España y cuáles no. Y ahí, evocando la canción de «Siniestro Total», es donde decíamos aquello de «Menos mal que nos queda Portugal».