2 Luis M. Alonso

En Valdarno (Toscana) se comía gato durante los años treinta y cuarenta. Ello y el hecho de que Beppe Bigazzi se lo recordase a los telespectadores de «La prova del cuoco» («La prueba del cocinero») le ha costado el puesto en la RAI al divulgador gastronómico más veterano y popular de Italia. Si me preguntan si eso es justo, les diré que no; es más, me parece una decisión absolutamente desproporcionada, propia de esta especie de Inquisición moderna en que vivimos que lleva a que a una persona se la ponga de patitas en la calle por decir delante de las cámaras que en algunos pueblos toscanos existió la tradición de comer gato durante las fechas de Carnaval. Y cuando hablamos de los gatos que los valdarneses se llevaban a la cazuela no lo hacemos exactamente de los gatos que adoptamos como mascotas. Uno puede comer un estofado de gato sin necesidad de hincarle el diente al que ronronea a su lado y tiene por animal de compañía. Esto último es tan sencillo de entender que no me extralimitaré en las explicaciones.

Efectivamente, en el valle del Arno, al sureste de Florencia, en tiempos de necesidad, la buena mano culinaria campesina hizo, según está extendido, del gato un bocado exquisito de carne blanca y mórbida, más suave aún que la del conejo y que, disfrazada con las especias y el vino, podía ocupar buenamente un lugar de honor en la mesa, en vez de la liebre. En Valdarno no hacía falta que le dieran a uno el gato por liebre, porque ésta siempre se mantuvo a tiro de la escopeta, aun en épocas de escasez. Conozco el paisaje, he estado allí más de una vez, y les puedo asegurar que las liebres merodean por donde el cazador las va a buscar y que los gatos deambulan tranquilamente por callecitas medievales de Figline o de Greve in Chianti. En San Donato in Collina, viví en una casa en la que se colaban diariamente los gatos de la vecindad en busca de pan, leche y jamón de York. De manera que pueden estar tranquilas las sociedades protectoras de las mascotas de Italia, que en Valdarno ya no se guisan pequeños felinos por mucho que Beppe Bigazzi se haya preocupado, el hombre, de desempolvar una tradición y de referirse a la calidad que supuestamente tiene la carne de los gatos.

Pese a que a todo el mundo, más o menos, le consta que el gato doméstico no es una especie en extinción en Toscana, no se habría montado un escándalo superior al que se montó si el gastrónomo de la RAI se hubiera referido a la supuesta dulzura de la carne humana o a la antropofagia en general. Los nuevos inquisidores habrían sido mucho más tolerantes con Hannibal Lecter que con el cocinero de los gatos, como se le ha venido calificando todos estos días al honorable Bigazzi. «Comemos conejos y pichones...», trataba de justificarse el gastrónomo ante el rubor impostado de la presentadora que le acompañaba en la emisión gastronómica. No sabía entonces lo que se le venía encima por parte de los colectivos y organizaciones vinculados a la defensa de los animales, que han puesto en manos de los abogados una querella contra el periodista «gatófago» por «supuesta comisión de un delito de maltrato». Los Verdes calificaron el asunto de «especialmente grave» y la subsecretaria de Sanidad del Gobierno Berlusconi -un político como se sabe de acrisolada conducta- llegó a decir que a Bigazzi se le podría acusar de un delito, por referirse a la tradición valdarnesa del gato estofado. El veterano periodista especializado en gastronomía se explicaría después en «Corriere della Sera»: «Lo único que he dicho es que en Valdarno, en febrero, en los años treinta y cuarenta, se comía gato en vez de conejo, de la misma manera que se comía pollo y si no había nada los campesinos rastreaban en los bosques en busca de setas y trufas. Esto no quiere decir que hoy se coma carne de gato, sólo he recordado una vieja tradición». No hace falta añadir, porque resulta obvio, que se trata de una vieja tradición impuesta por la necesidad de tener que llevarse algo a la boca. Otra cosa es que del gato se sacase la mayor rentabilidad culinaria, algo que al parecer no debe resultar difícil por las cualidades de la carne. No estamos hablando de pegarle un mordisco a un corcho; se sabe, además, que en las hambrunas lo difícil es escuchar el ladrido de un perro y el maullido de un gato. En Bucarest, durante la atroz dictadura de Ceaucescu, la ciudad se hizo famosa por los perros vagabundos. Los bucarestinos se miraban unos a otros, ateridos, con cara de conmiseración y, al mismo tiempo, contemplaban lastimosamente a los perros tan hambrientos como ellos mismos. No se puede decir que más de uno no haya acabado en la olla y no por razones de tradición: los rumanos no tienen el mismo gusto que los chinos o los coreanos.

En fin, me gustaría salir de la hoguera de la Inquisición en la que me he metido solidariamente por un momento junto al pobre Beppe Bigazzi y, aunque la caza evoque fundamentalmente el otoño, referirme a la liebre que siempre se invoca frente al gato como un bocado exquisito, o como una metáfora del engaño malicioso por el que se da alguna cosa inferior bajo la apariencia de legitimidad. No estoy seguro de haber probado la carne de gato -lo siento, Beppe- pero a la liebre la tengo por el triunfo del cazador. A la liebre de llanura y a la de montaña, a la de carrascal y la de bosque. Su carne perfumada está impregnada del recuerdo del tomillo, los hongos y los olores del sotobosque. Leo a Alain Ducasse que escribe de la liebre con mayor entusiasmo que de otras piezas de caza y recuerda al escritor y periodista belga André Castelot, que se refería a la cola «con un poco de carne adherida» como la mejor parte del animal, por los efluvios que encierra.

Las liebres espantaron a las tropas de Napoleón en Wagram, cerca de Viena y, sin embargo, una de las recetas cumbre de la cocina francesa es la famosa liebre a la Royale, que se cuece en «cocotte» ovalada, en vino tinto, albardada en lonchas de tocino, agregando posteriormente una ligazón de la sangre, los higadillos y la nata. En civet. Acompañada de una guarnición de trompetas de la muerte y trufas negras, castañas y tortellini rellenos de foie gras, como recomienda el propio Ducasse en su diccionario de los amantes de la cocina. O simplemente con un gratén de macarrones y parmesano. O más sencillo todavía, con una polenta casera gratinada, espolvoreada con un queso de oveja (cualquier pecorino o manchego) y pimienta blanca molida.

Y, para finalizar, el pequeño homenaje al humilde conejo de granja. El de monte, como ocurre con la liebre, resiste mejor la marinada del civet: la cocción lenta en vino tinto, la sangre y la picada en el mortero de unas almendras con ralladura de chocolate, que se incorpora en el último tramo para espesar la salsa. Pero, ¿qué se puede hacer con el simple conejo, el básico? La cocina casera siempre ha tenido una solución al alcance de la mano para cualquier guiso. Personalmente me gusta asar las paletillas con un ramillete de romero, incorporar unos caracoles y servirlas con un sofrito de verduras o una fritada de corazones del conejo con ajo picado muy fino. O cocer las espaldillas aderezadas con romero, a fuego lento, en aceite de oliva, y llevarlas al plato con un lecho de cebolla frita y aceitunas negras.

Los únicos que nos dan gato por liebre son estos popes de la corrección política: nuestros modernos inquisidores. Con gato o con conejo nos acabarán condenando a la hoguera por cualquier cosa. Que les den.