Se decía en la Asturias de hace ya bastantes años, cuando todavía los españoles no se habían vuelto ricos de repente, antes de darse el gran batacazo, que donde había una buena casa o una titulación universitaria, había un indiano. La casa y los estudios tenían una gran importancia para aquellos hombres que, en su mayoría, habían vivido en casas muy modestas y apenas habían tenido la oportunidad de estudiar (los que la tuvieron): los más emprendieron la gran aventura americana con el único bagaje de las primeras letras y las cuatro reglas, su trivium y su cuadrivium, por lo que, cuando enriquecieron y pudieron regresar, procuraron compensarse de aquello que les había faltado: edificaron un gran casa, por lo general sobre el solar de la modesta casa familiar, y como ya era tarde para volver a los estudios, procuraron que sus hijos recibieran una buena educación. No sólo los hijos y los descendientes directos: también los de los vecinos, para los que dotaron escuelas de primeras letras y de preparación mercantil para que quienes los siguieran en la ruta de las Américas lo hicieran con una preparación que a ellos les había faltado. No deseaban que sus propios hijos y nietos emigraran, sino que estudiaran en el Instituto de la villa y luego en la Universidad de la capital de la provincia o de Madrid para cursar carreras.

Como decía una señorita de mi pueblo muy ignorante pero muy resabiada: «Fulano tiene carrera, Mengano no tiene carrera», lo que era para ella una profundización en la división inalterable entre ricos y pobres. Los ricos eran personas maravillosas y los pobres, la jarcia, pura chusma.

La gente de Llanes distinguía entre las personas «decentes» y las que no lo eran. Según Luis Traspalacios, un tipo genial y una de las pocas personas independientes de la villa, los «decentes» habían escrito un «libro de los buenos», en el que sólo figuraban ellos. Cuando algún llanisco que reúne los cuatro requisitos establecidos por Ramón Carrera (mexicano, señorito, aldeano y cantabrón) se refiere a una «persona decente», es que esa persona tiene saneada cuenta corriente.

Entre la descendencia de los indianos hubo de todo. La mentalidad más retrógrada y antipática puso en circulación el refrán: «Abuelo comerciante, hijo estudiante, nieto pordiosero». Pero algunos hijos y nietos no sólo no fueron afectados por descalabros económicos productos de la mangantería y de las borracherías que se suponían consecuencias de la etapa estudiantil de la segunda generación, sino que ejercieron brillantemente sus carreras o realizaron obras útiles a la sociedad. No niego que algunos hayan gastado su patrimonio en vivir bien y no dar golpe, como aquel que alcanzada la ruina explicaba las causas: «Gasté mi patrimonio en vino, mujeres, viajes y naipes, y el resto lo dilapidé».

Otros, por el contrario, llegaron a recibir el prestigioso premio Nobel. Conocemos a los galardonados. Merece la pena que recordemos a los antepasados que cimentaron la situación que permitió a Luis W. Álvarez, recibir el premio Nobel de Física de 1969, y a Severo Ochoa Albornoz, el premio Nobel de Medicina de 1958.

Los Álvarez procedían del concejo de Salas. A mediados del siglo XIX, Eugenio Fernández Martínez, de La Puerta, parroquia de Mallecina, contrae matrimonio con Carmela Álvarez Álvarez, de Villamondrid, concejo de Pravia. Luis Fernández Álvarez nace en La Puerta el 1 de abril de 1853, en una casa muy humilde, cuya fotografía figura en el libro que Carlos Rodríguez escribió sobre la historia de esta familia (que él denomina «saga»). Era el tercer hijo del matrimonio y fue bautizado el mismo día de su nacimiento. A los cuatro años muere su madre y su padre contrae nuevo matrimonio con su tía Bernarda, hermana de la madre fallecida. La situación familiar era penosa, por lo que el padre, por influencia del marqués de Camposagrado, emigra a Madrid, al servicio del infante Francisco de Paula, que le confió las llaves de su bodega. Gracias a ese empleo, Luis y su hermano Celestino pudieron educarse en la Escuela Real. Tenía Luis siete años cuando ocurre un desgraciado accidente: su padre, que se encontraba en San Sebastián, acompañando al infante en su veraneo, cayó desde una ventana y se mató. Los dos hermanos, Luis y Celestino, tuvieron que regresar a Asturias, nuevamente a la dureza de la vida de la aldea. A los trece años, una vez más juntos Celestino y él, emigran a Cuba, y en La Habana, Luis encuentra trabajo en una fábrica de tabaco y como sabía leer de corrido y dando entonación (de algo hubo de servirle haber aprendido a leer en la Escuela Real), pronto asciende al puesto de lector de tabaquería: el empleado exento de la elaboración del tabaco para amenizar la jornada de los demás trabajadores con lecturas de la más diversa índole.

El lector de tabaquería era un empleo distinguido, y habitualmente era el propio lector quien escogía las lecturas: novelas de Dumas padre, de Sue, de Ponson du Terrail, de Manuel Fernández y González, de Pérez Escrich, y también los periódicos, cuya oferta en Cuba era muy abundante. Como había tabaqueros asturianos establecidos en los Estados Unidos, Luis Fernández Álvarez se animó a dar el salto al ya por entonces vigoroso país, pasando de Cayo Hueso a Tampa y de Tampa a Nueva York, donde reduce su nombre a Luis F. Álvarez, conservando la inicial del apellido paterno, aunque lo normal a la manera anglosajona hubiera sido que el apellido reducido a la inicial fuera el materno. Luis F. Álvarez trabajó como empleado de comercio en St. Paul, Minnesota, donde contrae matrimonio con Clementina Schuze, de ascendencia alemana y danesa, y escuchando el consejo de Horace Greely, marcha al Oeste, y en Los Ángeles se dedica a los negocios inmobiliarios e inicia los estudios de Medicina, matriculándose en el Cooper Medical Collage de San Francisco, en la actualidad la Universidad de Stanford. A fin de cuentas, estaba en el país de las oportunidades, donde si un vendedor de periódicos podía llegar a presidente de la república, ¿por qué un paisano de Mallecina no podía ser médico? Lo es en 1887, y después de abrir un consultorio en San Francisco con poco éxito, marcha a Hawai, donde se establece en la aldea de Waianae, en la isla de Oahu, en la que permaneció diecisiete años. Fue médico del rey Kalakaua y en 1895 el Departamento de Salud de Hawai le encarga que afronte el problema de la lepra, para lo que regresó temporalmente a los Estados Unidos con objeto de estudiar bacteriología en el Colegio Médico John Hopkins de Baltimore. Establecido en Kalihi, suburbio en Honolulú, representó a Hawai en la Conferencia Mundial sobre la lepra celebrada en Berlin en 1897. Vuelve a América como médico de la explotación minera de Cananea, al norte de México, cerca de la frontera de Arizona, y en 1907 puede al fin realizar su sueño: abrir consultorio en Los Ángeles. Su hijo, Walter C. Álvarez, médico también, fue uno de los primeros especialistas en rayos X de los Estados Unidos y padre de Luis W. Álvarez, el premio Nobel de Física.

El padre de Severo Ochoa se llamaba Severo Manuel Ochoa Pérez. Según Servando Fernández Pérez, «la estirpe de los Ochoa de Salazar está, desde muy temprano, vinculada a la emigración». La presencia de los Ochoa en Asturias está documentada desde el siglo XVIII. Teodoro López-Cuesta conjetura que procedían de marineros vascos establecidos en la zona occidental, vinculados a la industria de las ferrerías. Severo Ochoa Pérez nació en Los Rabos, parroquia de Santa Marina de Vega, en 1856; cursó el Bachillerato en Tapia de Casariego y los estudios de Derecho en Oviedo. Ejerció como juez de distrito de Navia y se casó con Carmen de Albornoz Laminiana, hija del ayudante de marina de Luarca, oriundo de Orihuela. En 1887, el año de su matrimonio, marcha a Puerto Rico para integrarse en la firma José Ochoa y Hermano, dirigida por sus hermanos José, nacido en 1856, y Víctor, en 1859. Severo, aunque es quien emigra más tarde, era el mayor de los hermanos. La firma se dedicaba a la importación y exportación, a la adquisición de terrenos edificables y, después de que Henry Ford hubiera «democratizado» los vehículos automóviles, a la compraventa de automóviles norteamericanos que, posteriormente, vendían en España. Severo Ochoa fue presidente de la Sociedad Benéfica Española del Auxilio Mutuo, y se mantuvo al frente de ella después de la independencia de la isla. Tres de sus cinco hijos nacieron en Puerto Rico, salvo la mayor, Dolores, nacida en Puerto de Vega, y el futuro premio Nobel, nacido en Luarca en 1905, tras el retorno del indiano. El cual se estableció en Gijón, pasando los veranos en Luarca, en la casa situada en el barrio de Villar, bautizada «Villa Carmen», comprada al diputado Ventura Olavarrieta. Murió en Gijón en 1913, y está enterrado en Luarca, en un imponente panteón de mármol blanco con la siniestra figura de un monje con un misal en una mano y en la otra, un cirio.