En Cádiz, mejor dicho, en Cai, a las freidurías las han llamado de siempre freidores. Debe de ser el único lugar donde el masculino sustituye en estos casos al femenino. No deja de ser una peculiaridad gaditana, lo mismo que resulta curioso que la costumbre tan andaluza de freír pescado haya sido tradicionalmente oficio de gallegos originarios de las Rías Bajas: Padrón, Pontevedra, Pardemarín, etcétera. Como contó el desaparecido Luis Benítez Carrasco, enciclopédico de la Bahía, a los gallegos del pescaíto frito les vienen bien los versos de José Carlos de Luna en El Parque de María Luisa. Aquellos que decían: «¿Qué tendrá mi tierra, / yo me hago cruces, / que hasta a los franceses / los vuelven andaluces??».

Es famosa la correlación entre la buena fritura de un pescado y el acento del que lo fríe. Cuanto más cerrado el deje gallego, mejor frita la acedía, el choco, la japuta o la puntilla. Algunos lectores se preguntarán por qué los freidores, que todavía se ven por Cádiz, de Puerta de Tierra hacia adentro, los llevan originarios de Galicia. Es posible, como mantienen los cronistas, que los gallegos llegasen a las costas andaluzas cuando los recién nacidos Estados Unidos impusieron la prohibición de pescar en sus aguas territoriales. Rebotados de un lado a otro del Atlántico, estos pescadores habrían adquirido la costumbre de la fritura de los nativos y, posteriormente, con la conocida laboriosidad y el sentido emprendedor que los caracteriza habrían abierto los populares freidores a lo largo de la Bahía.

La «capitalidad» de la fritura del pescado la comparten la costa de Cádiz y Málaga. Julio Camba escribió de los fritos gaditanos: «Son cosa perfecta y no hay, ni ha habido, ni habrá en el mundo, cocina que los iguale». Y José María Castroviejo, al que cita Benítez Carrasco, pone en boca de un gaditano, en su novela La burla negra, una glosa popular de la fritura. «El pescado frito menudo compendia todo el sentir de Andalucía la baja. Es plato ligero y a la vez excitante, que explica nuestra debilidad y nuestra fuerza en los momentos de apuros. No nos rellena como la pesada carne de los héroes nórdicos, pero sirve para mantenernos por cima de los acontecimientos de la historia... Personalmente creo que Séneca no hubiera podido existir sin ese pescadito frito. Pudiéramos también pensar que tampoco el legendario Tartessos con su espléndida cultura, por idéntica razón...».

A los que consideren -van quedando pocos- la cocina andaluza pobre y tosca habría que recordarles que el pescado frito encierra la sabiduría de la perfección, y ésa es la que lo ha mantenido durante siglos como un alimento espiritual. El pescaíto se come al sol y con los dedos, en un cucurucho de papel, y puede llevarlo uno en el bolsillo sin que este se pringue de aceite. No como ocurre con el «fish and chips» británico, envuelto en grasas, soso, y con la masa desprendiéndose del insípido pescado de la misma manera que la pintura se desprende en las paredes desconchadas. Decía Gregorio Marañón que en los mejores restaurantes salen planchados los platos más difíciles con sólo seguir rigurosamente la pauta o la receta, pero del pescadito frito a la gaditana se puede conseguir una burda parodia si el cocinero desconoce la ciencia de la sartén impregnada del refrito y de los jugos marinos.

En el «pescaíto frito», el de las tajaítas que dicen los gadistas, la frescura de la carne y el tueste de la piel tienen que tener un punto. Una buena fritura lleva pescadilla pequeña o pijota; acedía, ese lenguadito pequeño tan peculiar que sólo se puede comer en el lugar donde es pescado porque cuando viaja se marea; boquerón, choco a tiras, calamar, almendrita (choco pequeño) y puntillita. También están las japutas, que en su particular guasa los gaditanos las conocen también por tapaculos. El cazón en adobo, etcétera... Todo el pescado de calidad inferior recibe el nombre de bastina y lo que sobra de los fritos son las mijitas.

Las tajaítas se salan convenientemente y rebozan en harina de pescado, más gruesa que la harina en flor. Acto seguido hay que cuidar el punto de la fritura, una de las ciencias menos exactas que existen. Es decir, lo que se llama el punto es a ojo del que fríe: el aceite debe ser abundante y estar muy caliente, pero no demasiado de manera que el calor pueda perjudicar el proceso. Luego hay que sacarlo de la sartén o de la freidora «escurrío» de manera que no pringue con aceite el cucurucho o el papel de estraza. Ya digo que una buena forma de comer el pescado frito es ayudándose con los dedos, acompañado de los vinos de la tierra: jerez o manzanilla, a sorbos cortos pero seguidos, como mandan los cánones.

La presencia de los ostiones, que tradicionalmente se vendían en los puestos callejeros, es más gris, incluso puede llegar a ser repugnante, que la de las ostras. Ha quienes dicen que se trata de una ostra para pobres. Pese a su sabor marino, prefiero comerlos fritos, en buñuelo, que crudos. De hecho, es la fritura gaditana la que acredita al ostión. Como escribe Benítez Carrasco, se fríen al aroma de la bajamar con su «mijilla» de viento de Levante. El invento de esta popular tapa gaditana se atribuye a Domenico Gippini, un mesonero originario de Liguria que se instaló cerca de donde se encuentra hoy la calle Valverde, y se remonta al siglo XVIII. Un sobrino de este que había adquirido la técnica de su tío llegó a ser «maître confiseur» de Carlos X. En Francia utilizaba ostras de la Gironda que empanaba. Es posible que las «huîtres pannées» provengan de ahí.

Dentro de las típicas frituras están también las famosas tortillitas de camarones por las que mucha gente bebe los vientos, pero que, curiosamente y en contra de lo que se estila en los pescados, pocas veces se consiguen comer sin que resulten aceitosas.

Para sublimes, las ortiguillas. Se trata de anémonas urticantes, no hay que asustarse, que viven en los acantilados, bajo las rocas, a profundidades entre los 10 y los 15 metros. En contraste con sus tentáculos exteriores, el interior de la ortiguilla es gelatinoso, característica que disuade a quienes rechazan este tipo de textura, y conserva un sabor marino de gran intensidad, con cantidad de yodo. Se suelen preparar en fritura, como una especie de buñuelos -se conocen también por sesos de mar-, y deben consumirse inmediatamente después de ser pescadas, ya que no aguantan demasiado tiempo en el frigorífico. La gracia está en freírlas enharinadas a unos 180 grados, de manera que el mordisco permita apreciar el crujiente exterior y, al mismo tiempo, la cremosidad interior. Una manera de acentuar sus propiedades es rebozarlas primero y luego congelarlas durante una hora para lograr una penetración más lenta del aceite, hasta que queden crujientes por fuera y fluidas por dentro, como ocurre con el chocolate «coulant». Tuve la oportunidad de volver a comerlas hace unos días en dos de los lugares donde mejor se aprecia su intensidad: El Faro de Cádiz y El Campero, en Barbate, templo del atún, que se ha lanzado a los cortes japoneses del pescado y ofrece un sashimi de ventresca difícil de superar.