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l Métodos pedagógicos. «En 1938 ya habían entrado los nacionales en Asturias y comencé a la escuela. Nos tocaba la de Nava, la escuela de la plazuela de San Bartolomé, pero mis padres decían que allí había demasiado tráfico. Pasaba un coche cada dos horas o tres horas, pero para ellos era demasiado. Entonces fuimos a la escuela a Tresali, que ya es otra parroquia. Comencé con 5 años y era maestra una chica a la que con el paso del tiempo me encontré en Buenos Aires, en 1960, cuando participé en una gran misión popular y ella era religiosa teresiana. Tuve también un maestro excepcional, don José Miguel Mancebo, que se adelantó a su tiempo en métodos pedagógicos. Éramos niños de 5 a 15 años, en total unos cincuenta, aunque había mucho absentismo escolar porque muchos chicos tenían que ir a ayudar en las labores de la familia. Pero mi padre nunca nos hizo perder la escuela, a ninguno de los tres hermanos. Este maestro no nos hacía aprender de memoria más que el catecismo del padre Astete y poesías, muchas. De las demás cosas daba una explicación y luego escribía en el encerado una especie de esquema de la lección que había dado y teníamos que hacer nosotros un resumen con un dibujo».

l Latín con el párroco. «A los 11 años marché al seminario. Había venido un párroco nuevo a Nava, don Eulogio Nicieza, y un día en el catecismo nos habló del sacerdocio. A continuación preguntó si alguien quería ir al seminario y yo, que siempre levantaba la mano en la escuela, la levanté. Entonces mi hermano mayor, Saúl, que era mucho más formal que yo, exclamó "¡Tú cura!, ¿pero qué dices?". Fuimos a casa y mi hermano contó aquello. Mi madre se emocionó y mi padre dijo que era una rapazada. Entonces yo, aunque sólo fuera por llevarle la contraria a mi hermano, seguí insistiendo. Un día mis padres fueron a ver al párroco y les dijo que empezara a estudiar latín con él. Empecé a ir a las clases, pero el latín me aburría y piraba muchas veces. Muchos días vigilaba al párroco, que solía ir al cementerio a ver las obras de ampliación. Sabía el momento en el que él estaba fuera, pero justo entonces yo iba a la parroquia y preguntaba por él. Me decían que había salido y yo tiraba para casa. Otras veces directamente no iba. Hasta que un día me dijo mi padre que había estado con don Eulogio. "La que me va a caer", pensé, pero mi padre comentó que el cura le había dicho que yo iba muy bien en los estudios».

l Hambre en Donlebún y Valdediós. «Total, que el 1 de octubre de 1944 me marché a Tapia de Casariego, al seminario. Salimos en un autobús que tardó unas nueve horas en hacer el recorrido. Eran autobuses de gasógeno y para subir La Espina tenían que parar tres o cuatro veces. Llegamos a Tapia y éramos unos 50 alumnos. Allí estaban José Luis González Novalín, que estudiaba quinto, y otro compañero de escuela que estaba en segundo, Cecilio Díaz, que murió hace tres años y fue canónigo de Covadonga. A los quince días nos cambiaron por seminaristas de Donlebún, Castropol, donde había otro seminario en un antiguo castillo de la familia Trelles. Era un sitio precioso, sobre la ría del Eo, una zona verdaderamente paradisiaca. Teníamos además la playa de Penarronda y estuve muy a gusto. Me gustaba estudiar, me gustaba el saber y veía que avanzaba. Era una disciplina muy dura, pero allí se comía bien. Éramos aproximadamente unos 100 y uno de los criados del seminario, Manolo, iba por los mercados y compraba reses que él mismo mataba. Al curso siguiente se cerró Donlebún y volvimos a Tapia de Casariego. Hacíamos el Bachillerato, pero con mucha insistencia en el latín, con dos clases diarias. En segundo traducíamos tranquilamente «La guerra de las Galias». En Tapia lo pasamos bien, aunque con mucha hambre. En tercero y cuarto pasamos al monasterio de Valdediós, en Villaviciosa, y allí pasamos un hambre espantosa. Hubo momentos en los que estuvieron a punto de mandarnos para casa porque no había nada que darnos de comer. Me alegro de haber pasado mucha hambre en Valdediós; solamente el que lo experimenta puede entenderlo».

l Obispo renacentista. «En 1948 nos fuimos a Oviedo a estudiar quinto y ya fue una vida distinta. En el seminario del Prau Picón teníamos cada uno nuestra habitación individual y estábamos en una ciudad. Y teníamos profesores muy competentes. De todos ellos, del que mejor recuerdo guardo, excepcional, es de un seglar: don Félix Prendes del Busto, profesor de Física y Química. Era un hombre extraordinario como profesor y persona. Como anécdota puedo contar que siempre rezábamos antes de empezar la clase, pero un día debimos de hacerlo de tal modo que nos dijo: "Perdonen ustedes que yo les llame la atención a ustedes, que son seminaristas, pero a Dios se le habla con respeto, así que vamos a rezar de nuevo". Era un caballero, además de un hombre extraordinario. El obispo Lauzurica le dio nuevos aires al seminario. Entre otras cosas nos permitió jugar al fútbol en traje de deporte, que para nosotros era una novedad. Le dio un nuevo aire, aunque tuvimos después algunos prefectos de disciplina lamentables. Lauzurica era un obispo como del Renacimiento, un hombre alto, siempre sonriente. Visitaba todos los días el seminario y le veíamos como un hombre cercano, un padre, aunque luego, en ideas, era muy del régimen».

l Gripe antes de las órdenes. «Mi curso era un poco rebelde y nos miraban con lupa. Teníamos un profesor, don José Llano, que era un hombre muy inteligente, pero estaba el pobre un poco pasado; nos llamaba el "chulismo oficial". Era costumbre que en segundo curso de Teología se solicitara la tonsura y recibir dos de las órdenes menores. Cuando llega el turno, empiezan mis compañeros a ir a ver al vicerrector y prefecto de disciplina, a presentar la solicitud, y los va echando a todos para atrás. Empieza por echar atrás a los buenos y por supuesto a mí ni se me ocurrió solicitarlo. Cuando ya lo solicité, nos rechazaron a mí y a otros seis o siete. Aquello me hizo pensar. Llegó tercero de Teología y todos mis compañeros vestían ya sotana y demás, pero yo no pedía las órdenes. Por fin, en cuarto de Teología, al hacer los ejercicios espirituales, ya me decidí y me ordeno de todo seguido: tonsura, un viernes; ostiario y lector, el sábado, y exorcista y acólito, el domingo. Fue curioso, porque esa semana enfermé de gripe el lunes, con mucha fiebre. Vino el doctor Comas a verme el martes y le dije: "Doctor, tengo que estar listo para el viernes". "Imposible". "Pues deme lo más fuerte que tenga". Me dio unas sulfamidas y que me untara con tintura de yodo, pero sólo unas rayas en el pecho. Yo, como quería sanar pronto, me froté con ello y al cabo de media hora creí que me reventaba el pecho. Menos mal que había una religiosa, sor Narcisa, que murió hace muy poco, muy buena y me puso unos paños húmedos y lo superé».

l Los chavales de Somió. «En el mes de junio siguiente, en 1956, me ordené sacerdote y al cabo de un mes me destinan como coadjutor de Somió, donde estuve cinco años. El párroco había sido profesor mío de latín en Tapia, don Pedro Sanjulián Espina. Me dice que me ocupe de los jóvenes y a eso me dediqué. Pasaba el día con los chicos y cuando salían de la escuela jugábamos al fútbol. Una de mis primeras medidas al llegar fue hacerme socio del Somió, que estaba entonces en Primera regional. Era entrenador Sirio Blanco y me entrenaba a veces con ellos. Somió era ya un pueblo señorial y allí estaba la burguesía de Asturias, pero tenía también zona obrera, que era La Guía, y zona campesina. Me entregué a los jóvenes y todavía todos los veranos me reúno con un grupo de ellos, que entonces tenían de 15 a 18 años, y celebramos una misa».

l Doctrina social y nuevo Papa. «Como hechos que me marcaron en aquella época sucedió que hice un curso de un mes en la Escuela Social de Oviedo sobre doctrina social de la Iglesia. Aquello me marcó de una manera muy positiva, porque conocer aquella doctrina y la historia del movimiento obrero me vino muy bien y me abrió los ojos. Allí coincidí, entre otros, con Bárcena, que murió hace poco, y con José Luis Martínez, párroco jubilado de San José (Gijón), y con Óscar Iturrioz. Aquello supuso abrirme a un mundo distinto, y luego hubo otro hecho que ocurrió estando yo en Somió: la elección como Papa de Juan XXIII, a quien yo conocía de Covadonga. Siendo él patriarca de Venecia había venido a España y de camino a Compostela estuvo en Covadonga. Tuvimos una velada en la que él comenzó hablándonos en latín, pero al poco tiempo dijo: "Ésta es una lengua muerta; ¿entendéis francés?", y habló en francés, para terminar en italiano. Nos dio la impresión de un hombre bueno, entregado a Dios; era gordo, pequeño, pero de una cercanía tremenda. El día que le eligieron estaba yo dando catequesis en La Providencia. Viene una señora a avisarme: "Don Alberto, que hay Papa nuevo y ye de Pénjamo". Estaba de moda aquella canción de "Estamos llegando a Pénjamo", pero resulta que Juan XXIII era de Bérgamo, Italia».

l Las campanas y el amigo del alcalde, «Bajamos a Somió y tocamos las campanas, aunque yo había tenido un pequeño incidente con el alcalde de Gijón, que Cecilio Olivier Sobera, militar. Un día recibimos en la parroquia una carta suya en la que decía que en Somió se tocaban excesivamente las campanas, y que la gente estaba molesta. Olivier visitaba todos los días a otro militar retirado que vivía frente a la iglesia y era éste el que protestaba. Yo le contesté al alcalde: "No creo que sean muchos los que protestan en Somió por las campanas; el que sí protesta es un señor amigo suyo al que usted visita todos los días. Por lo demás, me parece que en Gijón debe de haber problemas mucho más gordos que las campanas de Somió». Total, que bajamos corriendo de La Providencia a Somió para escuchar las noticias en la radio. Fuimos a la iglesia y empezaron a llegar chavales jóvenes y allí apareció una caja de sidra y estuvimos tocando las campanas hasta las once de la noche. Aquel día sí que aquel vecino se enteró de lo que era tocar las campanas.

l El obispo Ángel Riesgo. «Otro hecho que me marcó fue que vino de obispo auxiliar a Asturias don Ángel Riesgo Carbajo, un santo, pero inexplicablemente al cabo de un año desaparece de Asturias y le mandan de auxiliar del administrador apostólico de Tudela. Riesgo fue un hombre que me abrió un nuevo camino en mi visión, sobre todo de la moral del matrimonio. Era un obispo de un criterio amplio, y que era un auténtico pastor. Nos dio ejercicios espirituales a los de mi curso y el curso siguiente, en Covadonga, y luego estuvimos con él otra semana más, de convivencia. Era un hombre con una gran visión de la Iglesia, y muy cercano. No se entendió con Lauzurica y hay dos teorías sobre ello y sobre su "destierro" a Tudela. Unos cuentan que iba a venir Franco a Oviedo y que Riesgo se opuso a que entrara bajo palio en la Catedral. Otros dicen que al parecer, siendo él vicario general de Astorga, el rector del seminario tenía una amiga con la que después se casó, y entonces Riesgo, que era sabedor de ello, lo había consentido o no había tomado medidas. Ángel Riesgo en moral del matrimonio y de la pareja era muy avanzado. Yo tenía verdaderos problemas de conciencia porque los matrimonios no cumplían las normas de la moral, que eran muy difíciles de cumplir. Pero hablando con él me dijo: "Mira, Alberto, los autores de moral son gente que está en un despacho o gente muy mayor con la que los matrimonios jóvenes no hablan. Pero sí hablan contigo o conmigo, y hay que decirles que todo lo que sea bueno para el amor entre los esposos es bueno ante Dios". En aquellos tiempos, la moral que yo estudié decía, por ejemplo, que los sacerdotes no fuéramos promotores del uso de métodos naturales contra el embarazo, que después sí fueron aceptados por la Iglesia. Decía aquella moral que si en el confesionario descubríamos que una pareja utilizaba esos métodos naturales y los estaban usando de buena voluntad, que no se les reprobara, pero que no fuéramos nosotros promotores de esos métodos. El obispo Riesgo me decía entonces que "lo importante en un matrimonio es que se amen. Dios nos creó por amor y las personas se casan por amor, y todo lo que vaya ordenado al amor entre los esposos es bueno". Me dio un criterio amplio que me ha ayudado a lo largo de la vida».

l Misión popular en la Argentina. «Después de que se marcha don Ángel viene como obispo coadjutor, con Lauzurica ya enfermo, don Segundo García de Sierra, que había sido párroco de San José (Gijón). Fue un desastre. Una de las cosas que hizo fue convocar un concurso para destinar a los sacerdotes a las parroquias. Yo, por principios, dije que no participaba, aunque hacía pocos años que había acabado en el seminario y tenía reciente el temario. Ese temario era además el mismo que el que teníamos al ordenarnos para que nos dieran licencias para confesar. Es decir, lo tenía muy fresco, pero me negué a participar en el concurso, que se iba a celebrar en octubre de 1960. Además, en aquel momento pidieron sacerdotes para ir a una famosa misión popular que se celebró en Buenos Aires, con motivo del 150.º aniversario de la independencia de Argentina. De Asturias fuimos seis sacerdotes y la misión era del 15 de septiembre al 15 de octubre. Fue una experiencia única. Hicimos el viaje en barco, en 16 días de travesía. En Argentina fuimos primero a zonas rurales. La misión consistía en ir a una iglesia y rezar el rosario de la aurora por la mañana y tener después charlas generales, o charlas para niños, o para matrimonios o mujeres. Eso duró tres semanas y tuvimos después la postmisión, que a mí me tocó en la ciudad del Tigre, en el delta del Paraná, una zona muy bonita. Yo formaba equipo con Carlos Díaz, entonces párroco de San José, en Gijón. Luego estuvimos dando la misión en Villa Miseria, un poblado de chabolas en Buenos Aires. Allí había dos chicas que habían querido ser monjas, pero el convento no les llenaba y entonces se habían ido a trabajar allí. Ellas trabajaban como maestras, enfermeras, catequistas?, de todo. Vivían en una casita de madera, con tres habitaciones, en la que nos acogieron a los dos sacerdotes. Nos dijeron que "por lo menos durante el tiempo que estén ustedes aquí vamos a estar seguras". Estaban armadas hasta los dientes, con un rifle y pistolas, porque allí los fines de semana la gente bebía mucho y después de emborracharse la armaban. Al haber allí dos chicas agraciadas y jóvenes y ante el riesgo de que fueran a por ellas, tenían que defenderse».