-¿Nacer en Gijón en 1938 construye?

-El año de la guerra. Mi padre estaba en el frente y mi madre me llevó de bebé a Burjassot (Valencia). A mi padre le hirieron en la pierna y estaba hospitalizado. Asturias estaba muy mal. Burjassot fue la maravilla hasta que cayó Valencia en 1939. Estuve a punto de ser embarcado para Rusia, pero mi madre se resistió. Cuando oigo historias de los «niños de Rusia», pienso que podría haber sido uno de ellos.

-¿Su familia se reunió en Gijón al acabar la guerra?

-Sí. Mi padre, Adolfo Bartolomé, era hermano de Acracio Bartolomé...

-El periodista de CNT.

-Sí. Acracio escapó de la cárcel cuatro días antes de que lo fusilaran. Había obras, se disfrazó de albañil, salió del recinto y huyó a Francia. Murió, ya mayor, en Marsella, como un mendigo. Le visité y me horrorizaron las condiciones en las que vivía, como tantos exiliados.

-Volvamos a Gijón y a sus 3 años.

-Vivíamos en casa de una hermana de mi madre, en la casa de las cariátides de la calle Cabrales, cerca de la iglesia de San Lorenzo.

-Un edificio burgués...

-Mi tía estaba casada con un indiano que trajo fortuna de Cuba y nos acogió en aquella casa señorial hasta que tuve 8 años. Mi padre estaba escondido, no salía a la calle y si llamaban a la puerta se metía en una habitación. Lo denunció un vecino. En cada casa había un chivato. No recuerdo cuándo fueron a apresarle, pero sí me acuerdo de visitarle en el Coto (el penal de Gijón). Estaba condenado a muerte. Hablábamos a través de una tela metálica de rejilla.

-¿Le conmutaron la pena?

-Sí. Después de dos años en la cárcel volvió a trabajar, pero era un sospechoso habitual y, por cualquier razón, le podían detener durante dos días. Yo no me enteraba porque mi madre mitigaba esas cosas. Mi hermana y yo crecimos muy arropados por ella. Sí la oíamos lamentarse de los problemas económicos y de las dificultades.

-¿Cómo se llamaba su madre?

-Fernanda García: muy bella, de una bondad extrema, alegre y positiva. Cantaba fragmentos de zarzuela. Cosía para la sastrería Alcázar, que tenía nombre en Gijón. Me crié con el ruido de la preciosa «Singer» y de mi madre dándole al pedal. Ahora la tengo yo.

-¿Cuándo empezó usted a dibujar?

-Muy niño. En casa de mi tía había una habitación con una ventana que daba a la escalera y yo me apostaba allí a dibujar a la gente que subía. A mi madre le gustaba y contribuyó a que continuase.

-¿Tenía antecedentes artísticos?

-No, mi padre era maestro industrial, trabajaba en calderería, hizo hornos para Ensidesa. Mi padre quería que me dedicara a la banca, que le parecía lo máximo a lo que podía aspirar. Aprovechando una amistad que estaba al más alto nivel en el Banco Urquijo, Telmo, un señor de Madrid que veraneaba en Candás, consiguió una recomendación con la que fuimos a ver al director del banco en Gijón. Dijo que nos avisarían cuando hubiera una plaza. Quedó en agua de borrajas. Mejor. Hubiera sido un banquero pésimo.

-¿Cómo era usted de niño?

-Travieso, introvertido. Oía música clásica por la radio, porque me gustaba. Estudié en La Salle, «los baberos», de Cimadevilla. Tengo recuerdos muy buenos del colegio, de los compañeros, del fútbol y del frontón.

-¿Cuándo supo que iba a pintar?

-A los 9 años, un día de sol primaveral en Begoña, cuando eran unos jardines. Jugando con unos amigos, vi un señor de pelo blanco, alto, grueso, pintando al óleo la iglesia de San Lorenzo. La paleta, los pinceles, cómo mezclaba el óleo... todo me fascinó y tuve una idea clara: quiero hacer eso. Siempre pienso en lo que importan las circunstancias para una tendencia y por eso creo que es importante que los niños vean y escuchen todo.

-¿Le apoyaron en casa?

-Mi padre me hizo una caja de madera para pintura con su paleta, me compraron pinturas y yo salía solo a buscar paisajes a Ceares, a La Coría. Gijón no tenía peligro. En seguida estaba en el campo con alguna casa rural. Estaba más construido Somió. Aprendí a pintar solo. Mi madre conocía a Paco Ignacio Taibo, le comentó lo mío y el periodista le habló de la Agrupación Gijonesa de Bellas Artes. Al día siguiente, con 12 años, me presenté en aquella casa de la calle Santa Lucía que, creo, había sido estudio de Martínez Abades, uno de mis pintores favoritos.

-Martínez Abades, pintor de marinas y libretista de zarzuelas y letrista.

-Está insuficientemente valorado. «La ola» -una marina enorme que yo iba a ver al Ayuntamiento de Gijón y que ahora está en la Casa de Jovellanos- huele a mar. Es una lección de pintura.

-¿Qué vio en la Agrupación Gijonesa de Bellas Artes?

-A seis personas pintando a la vez, aprendiendo todos de todos, desde cómo coger la paleta hasta perspectiva y dibujo. El presidente, Ignacio Lavilla, había estudiado con Piñole y era muy entendido: daba clases, asesoraba y pintaba muy bien. Los asociados pagábamos una cuota. Acabé pasando allí más tiempo que en casa. Apareció gente de mi edad. A los 15 años expusimos juntos en el Instituto Jovellanos un chico que dibujaba muy bien, que se llamaba Méndez, y yo.

-¿Rafael Méndez Menéndez?

-Sí. Su padre era ebanista y él tenía una mano tremenda para dibujar. Marchó a Madrid, casó pronto y se dedicó a la ilustración.

-Fue un notable dibujante de cómics con publicaciones por media Europa, sobre todo en Alemania.

-Me hice amigo de Urbano Cortina porque también le interesaba el color. Salíamos a pintar juntos, todos los domingos, al campo, al Fario, al Fito? Con él fui a Madrid, por primera vez, a ver el Museo del Prado, a los 15 años, en tercera y sin dormir. En la estación del Norte, en Príncipe Pío, me sentí como si llegara a Nueva York. Íbamos para 4 días y nos hospedamos en una pensión, calle Apodaca 13, que tenía cinco huéspedes. La llamamos «la pensión de la sola taza» porque un día nos levantamos todos a la vez y hubo que hacer turnos para desayunar. La llevaba una mujer de Mieres, muy buena y muy bruta.

-¿Qué le pasmó del Museo del Prado?

-Lo encontré todo magnífico, pero Velázquez dio la vuelta a mi idea de la pintura, con aquellos pegotes de óleo tan sueltos. El concepto no tenía nada que ver con lo que hacíamos en Gijón. Madrid me encantó con sus bulevares y gente, que entonces era bondadosa. Quedé tan admirado que no pude quitarme de la cabeza la idea de volver y estudiar Bellas Artes, pero no tenía dinero y allí todo costaba. Méndez me dijo que podía aprender el oficio de delineante como él, que estaba con el arquitecto Álvarez Hevia. Trabajé para su estudio y me dio algo de dinero.

-Pensando en Bellas Artes...

-En la agrupación había estatuas de yeso y yo las copiaba al carboncillo porque era una de las pruebas de ingreso. Mi madre supo de unas becas de la Diputación, que se sacaban por oposición. Me presenté al examen, en Artes y Oficios, al comienzo de la calle del Rosal, en Oviedo. Concursé con Armando Pedrosa. Nos dieron la beca a los dos, condicionada a ingresar en Bellas Artes. Había un examen de cultura para los que no teníamos Bachiller y otro, de dibujo. Suspendí el de dibujo: enfermé y no acabé el ejercicio.

-¿Y adiós Madrid?

-No. La Diputación me prorrogó la beca un año y, con unos ahorros, marché a preparar el ingreso. Volví a la pensión de la sola taza y la horrible comida y me matriculé en la academia de un catedrático de la Escuela, donde me enseñaron a dibujar bien. Me volví a presentar, saqué el ingreso, cobré la beca y quedé en Madrid.

-Usted tuvo una formación muy larga.

-Hice cinco años de pintura y tres de grabado. En la pensión pintaba en el retrete, un espacio de 2x2 metros con una ventana, cuando los estudiantes se iban. Era incómodo. Por medio de la novia de Donato, un huésped que era médico y estaba haciendo la especialidad, logré una buhardilla en Santa Isabel, 12. Yo dormía y tenía mi estudio, y la novia de Donato iba a pintar. A pesar del frío de Madrid, en aquella buhardilla sin calefacción pasé los años más felices de mi vida. En 1961 el director de la escuela, Alegre Núñez, era catedrático de Grabado y yo era, a la vez, alumno aventajado y profesor. Me encantaba el olor a tinta y que me pagasen. Al acabar me concedieron la beca de mérito, por la calificación superior al sobresaliente, para formarme en Londres. Renuncié a ella. Sentía que había llegado, estaba a gusto y disfrutaba de la cultura que había en Madrid cuando recibí una sorpresa desagradable.

-¿Cuál?

-El servicio militar. En la Marina. Dos años. En el «Almirante Cervera», conocido como «el penal flotante» por su disciplina. Pelaron al cero mi pelo más bien largo, dormía en el suelo a 45 grados. Una vez que estaba arrestado me puse a pintar una marina, pasó el capitán de navío y me ordenó: «A mi despacho». Temí lo peor, pero me confesó que siempre había querido tener una marina con un barco de guerra y me preguntó si se la podría hacer. Contesté que sí, pero que necesitaba un espacio. Me instaló en un despacho en el barco, liberado de otras ocupaciones, y pinté el cuadro más lento de mi vida. Le gustó tanto que me preguntó cómo me podía ayudar. Estábamos en Ferrol y le dije que me gustaría ir al Ministerio, en Madrid. «Es casi imposible, pero voy a darte un permiso indefinido y, si te necesitamos, te llamamos».

-El cuadro mejor pagado de su vida.

-Sí, porque la Marina me estaba minando física y mentalmente. Me llamaron para licenciarme. En Madrid volví a dar clases de grabado y tres meses después salió la beca para la Academia Española de Bellas Artes de Roma. Me presenté. Había otro Méndez, muy buen pintor, que tenía todas las papeletas. Tras la preselección quedamos 10. Se sorteó la temática y salió «el aire». Teníamos tres días para presentar el boceto y un mes para acabar el óleo. Hice unas figuras etéreas y gané. Méndez confesó que había hecho el peor cuadro de su vida.

-A Roma.

-Faltaba la aprobación de Franco y su opinión podía ser o no vinculante. Me dije: «Esto no lo paso». Un ministro, intuyo que Carrero Blanco, llamó a Franco y le dijo que no se podía dar un galardón tan grande al hijo de un anarquista. Mi padre era de izquierdas, pero me confundió con un hijo de Acracio. Franco le contestó que si el tribunal me había considerado el mejor, yo iba a ir a Roma. Esto me contó el presidente del tribunal.