Hasta aquí hemos biografiado a personajes reales que parecen de ficción. Detengámonos, antes de poner punto final a la serie, en algunos indianos de ficción más o menos tomados de la realidad. Son personajes descritos habitualmente de manera parcial y por lo general desfavorable. Al indiano se le aborda en dos momentos muy distintos de su carrera: en el de la partida, descrita con un sentimentalismo exacerbado, con las imágenes inmutables del chiquillo que se despide desde la cubierta del velero que le conducirá a las Indias, con los calzones remendados y la maleta de cartón o madera, y la madre llorando en el muelle, y en el del regreso, cuando vuelve cargado de dinero y achaques. Entonces, con la excepción de «Boroña», de Clarín, se le presenta con humorismo muy cargado de tintas, como a un personaje grotesco de sainete o «vaudeville», pues casándose con una jovencita de su aldea, preferentemente su sobrina, acaba coronado. Y se escamotea, casi siempre, el período principal de su biografía y sin duda el más interesante: la estancia en América. Ello se debe a que a la novela realista del siglo XIX el hombre de acción le producía pavor. Lo suyo era la mojigata sociedad de provincias o el mundo de las pensiones y de las casas aristocráticas de Madrid. Incluso Pérez Galdós no es capaz de liberarse de los personajes de sainete en una serie necesariamente épica como los «Episodios nacionales». Jesús Evaristo Casariego critica con mucha perspicacia esta extraña limitación de nuestras novelas realistas, que se desarrollan «a espaldas de la historia: ni las guerras carlistas, con su tremenda significación, ni las de Cuba, ni los problemas sociales, que angustiosa y peligrosamente iban creando el tiempo nuevo, tienen cabida en sus amenas páginas. Nuestra novela proyecta casi únicamente la vida burguesa, madrileña o provinciana, y algunos cuadros, un tanto artificiosos, de la vida rural o de los salones nobiliarios». En consecuencia, el indiano aparece como un personaje tangencial y casi siempre recibe un tratamiento satírico, cuando no agresivo, como es el caso de Valle-Inclán en «Tirano Banderas», donde pinta al indiano asturiano Peredita como un usurero sin entrañas que sólo se permite algunos momentos de esparcimiento sentimental cuando abre y lee el periodiquillo local de su pueblo, «El Eco Avilesino», escrito como toda la prensa de este tipo con una cursilería rastrera y maligna. Otro indiano de mayores ínfulas en la misma novela es don Celes Galindo, el portavoz de la colonia de gachupines en la corte milagrera de Santos Banderas, en quien Zamora Vicente creía ver la contrafigura de don Íñigo Noriega, tan vinculado al presidente mexicano (casi vitalicio) don Porfirio Díaz. Parece ser que don Celes, en realidad, era el campanudo don Telesforo García, afrancesado y abogado tiralevitas. De hecho, don Íñigo Noriega merecía un retrato literario menos despectivo. El indiano de Colombres fue un personaje épico, como también lo fue José Menéndez, el emperador de la Patagonia, aunque en don Íñigo hubo una dimensión casi de tragedia griega, que culminó con la muerte y suicidio de dos de sus hijos. Sobre Menéndez ha escrito una biografía novelada uno de sus descendientes que no he podido leer. Siendo el autor chileno, por lo menos no tratará a su antepasado como a un personaje costumbrista. Entre las novelas escritas por asturianos sobre la emigración americana se encuentra «Agua india», de Víctor Alperi en colaboración con Juan Mollá, que aporta la novedad de desarrollarse al otro lado del charco, en tierras de Chile.

Pero el indiano en las novelas de asturianos habitualmente ya está de vuelta. Clarín presenta en «La Regenta» a Frutos Redondo, el primer millonario de Vetusta, que había hecho su fortuna en Matanzas, Cuba. En esta novela, Clarín manifiesta hacia los indianos la animosidad del señorito de provincias al que le gustaría alternar con los Vegallana y que ve en los americanos enriquecidos a unos intrusos. Parecida es la actitud de Armando Palacio Valdés, aunque con el tiempo la fue variando, y pasa de aquel indiano de Avilés que le hacía hijos a una negra en Cuba para vender a los vástagos mestizos o de don Santos el «Granate» de «El maestrante», que había vuelto de Cuba «hecho un beduino», hasta el Antonio Quirós, también procedente de Cuba, de «Sinfonía pastoral», a quien describe con simpatía y respeto. Como el hidalgo de la novela de Pereda «Blasones y talegas», que acepta al fin que su sobrina se case con un indiano, don Armando descubre que el dinero no es tan malo, aunque quien lo aporta no lo haya adquirido por herencia. En «El indiano», de Eva Canel, el indiano se casa con una marquesa: lo que supone un importante ascenso social para el indiano, pero al tiempo un desahogo económico muy bien venido para la casa de la marquesa.

En la más bien insulsa «Pomarada asturiana», de Rafael Riera, el cuento que abre la colección lleva el significativo título de «Ida y vuelta». El niño aldeano marcha a «la soledad de La Habana» y regresa al cabo de los años con la preocupación de que sus paisanos vean que las cosas no le fueron del todo mal por allá: «La cadena del reloj, no muy espesa, lucía el oro sobre el abdomen, mientras que un brillante temblaba en su mano izquierda; su vitola, en suma, si bien no denunciaba al indiano ostentoso, tampoco delataba al vencido». En la pieza teatral «A l'Habana», de Pepín de Pría, el indiano, Ramón, vuelve vistiendo ropas de ciudad y hablando correctamente, por lo que su tía exclama que parece un «médicu».

Otro indiano que regresa es Jenaro Valiniello, de «Un hombre de nuestro tiempo», de Constantino Suárez. Vuelve de Cuba con 38 años, «aunque representaba cuatro o cinco más. Esta diferencia podía cargarse a la cuenta de los cuatro lustros de residencia en Cuba». Suárez añade que «en el censo» emigratorio, Jenaro señalaba la excepción rarísima del emigrante que retorna rico en dinero y en cultura. No era millonario ni intelectual, pero tenía espléndida posición económica y una lúcida ilustración, fruto de abundantes y diversas lecturas, que adornaban su natural entendimiento». En «El americanín del automóvil», de Andrés González-Blanco, el signo distintivo del triunfo económico, que hasta entonces había sido «la cadena y el reloj», es el vehículo automóvil que ya por los años veinte (esta novela corta es de 1922), se había convertido en la gran aspiración de los que emigraban: volver con el coche mejor que «haiga».

Don Atilano Canseco, de «La boda del indiano», de Manuel Álvarez Marrón, y el indiano sin nombre de «Boroña», de Clarín, regresan con dineros, pero muy deteriorados. El tratamiento es distinto: el de Álvarez Marrón es sarcástico y el de Clarín, melancólico. El indiano de Clarín aspira a recuperar la infancia volviendo a comer la boroña que su estómago no admite; don Atilano, a fuerza de comer «hoy una manteca de a dos libras, mañana una docena de huevos, pasado una gordísima pollona y el otro un barreño de leche con media pulgada de nata por encima», recupera las energías. Ambos acaban traicionados por sus familiares. Con dos rasgos, Clarín presenta a Ramón Lantero, el «indiano de la maleta al agua» cuñado de su protagonista: «Un indiano frustrado de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos». El personaje de «Mi compadre el gachupín», de Andrés Peláez Cueto, es el indiano desencantado y amargado que no ha hecho fortuna; se queda en México sin ganas porque nada le une ya a su tierra. Ni español ni mexicano, aunque toma la nacionalidad mexicana, no por eso deja de ser un «gachupín», el nombre despectivo que los mexicanos dan a los españoles. Estos personajes resumen la tipología del indiano según diversas obras narrativas debidas a asturianos.

La pintura más completa de un indiano es la de Antonio Quirós en «Sinfonía pastoral», de Palacio Valdés. Era hijo de unos pobres aldeanos del valle de Laviana. Sus padres cultivaban pocas tierras en Villoria, arrendadas al marqués de Camposagrado. «El niño era despierto, fuerte, valeroso, y harto de sufrir las palizas del maestro, emigró a Cuba, como otros compatriotas. Sus padres, seducidos por la esperanza de verle tornar rico como otros y también por librarse de una boca más en la casa, cedieron a este deseo, y pidiendo prestado el cortísimo precio del pasaje, le enviaron a Gijón para embarcar. Su madre fue la única persona que le acompañó a despedirle».

Hizo el viaje en un barco de vela. En Cuba trabajó como dependiente en la bodega de un paisano de Villoria. Luego, con un socio, se hizo tabaquero. Vendió la fábrica de tabaco para montar una casa de banca y amplió el número y la magnitud de sus negocios, barcos, construcciones, empréstitos, con feliz resultado. «A los 50 años era poseedor de un enorme capital. Determinó retirarse de los negocios y volvió a España para disfrutarlo». Volvió en transatlántico, en camarote de primera, y alquiló un hotel en la Castellana, que fue una de las casas particulares más confortables de Madrid. Pero su hija languidecía de cursilería y alimentación fina. Por consejo de fray Zeferino González, que además de filósofo aquí es personaje de novela, la lleva a Laviana, donde, aplicándole la dieta de don Atilano Canseco, la muchacha recupera la salud, y Antón Quirós, su tierra natal.