El Mundial de fútbol ha puesto a Sudáfrica en el escaparate, pero ello no significa que lleguemos a conocer mejor ese contradictorio país. La violencia ha sorprendido a los periodistas desde antes del inicio del campeonato. Nada más llegar, les han robado a mano armada dentro del hotel y ya no saldrán del refugio. Ésta es una visión a ras de suelo, la de quien se ha movido por toda África en moto y que está libre de los tópico pleistocénicos que sazonan algunas crónicas escritas en la burbuja del hotel.

Atravesando Zimbabue, llego a la frontera de Beitbridge. Hay una larga cola de zimbabuenses intentando escapar del infierno de Mugabe. Cuando enseño los arrugados papeles de la moto, la funcionaria no sabe qué hacer. Llama a su jefe. Éste no da crédito. ¿En serio ha llegado conduciendo? «Imposible». Le enseño el pasaporte español con todos los puntos de entrada y salida de los muchos países atravesados. El tipo silba sorprendido.

UNA CAPETONIANA

El país es inmenso, bello y fértil. El más rico y productivo de África. Animales salvajes, granjas y fábricas. También alambradas y miedo. Doce mil asesinatos anuales es cifra de nación en guerra. En la habitación del hotel descubro un botón del pánico. «Pulsar en caso de asalto». Por todas partes se leen carteles de exención de responsabilidad. «Se avisa a los huéspedes de que aparquen los coches por su cuenta y riesgo; la empresa no se hace responsable de picaduras de víbora, ataques de fieras o atracos a mano armada. Si usted entra en Sudáfrica, apáñeselas como pueda porque nuestro país es maravilloso, mas nadie responderá de los daños y los perjuicios».

En el jardín conozco a una sudafricana que vive en Ciudad del Cabo. De origen inglés, se considera culta, sofisticada y cool. Es lo que llamaríamos progresista. Votó al CNA en los tiempos de Mandela. No lo volverá a hacer. Lo de ahora es un régimen corrupto y demagógico. Sin embargo, asegura que nadie defiende el apartheid. Suena a mantra de corrección política. He visto los carteles de la última campaña electoral. No hace falta saber afrikáans para darse cuenta del mensaje implícito de algunos partidos. La población está harta de crimen y siempre resulta sencillo ligar fenómenos complejos con causas simples.

PRETORIA

Pretoria fue durante cincuenta años la blanca y limpia capital de la muy racista República de Transvaal, fundada por los Voortrekkers, fanáticos puritanos holandeses. Los ingleses la convirtieron en la blanca y limpia capital de la muy racista República de Sudáfrica. El fin del apartheid la ha teñido un poco de oscuro. Sólo un poco, porque aunque los negros tengan los mismos derechos formales bien pocos pueden comprarse una casa en el centro de tan exclusiva ciudad. El tráfico es intenso, pero no se ve el caos típico de otras ciudades africanas. Las urbes están limpias y las calles racionalmente trazadas, sin embargo, la miseria campa junto a las mansiones y las jacarandás.

El país vive dos realidades paralelas que coinciden tangencialmente. Hay un tercer mundo de pobreza extrema para cuarenta millones de negros y mulatos y un primer mundo de autopistas y supermercados construido por cinco millones de contribuyentes de estirpe europea. Como resultado, Sudáfrica es lo que podríamos llamar segundo mundo. Del primero tiene la prisa, el colesterol, el estrés occidental. Del tercero, la miseria y el subdesarrollo, pero sin la alegría vital que se respira en el resto del continente.

¿INVICTUS?

El cine pretende hacernos creer que el rugby unió a la nación. Mentira. Lo que de verdad la une es la comida. Hago acampada en un famoso parque nacional. Mis vecinos de tienda pasan todo el fin de semana engullendo. Me tienen grogui con la incesante humareda de su barbacoa, «braai», palabra bóer que define la acción de achicharrar tejido animal. He aprendido algunos vocablos, como «laker», que significa guay. Existe otro término muy popular, aunque pronunciarlo puede ser peligroso. «Kaffa», traducible como «nigger» o «negrata», es la típica palabreja prohibida que sólo se escucha en la intimidad.

Unos negros me invitan a sentarme con ellos. Tienen buenos coches. Sus mujeres son guapas y van perfectamente arregladas. Todo su equipo de acampada es nuevo y caro. Beben excelentes vinos en copas de cristal. Pero no saben descorcharlos. Los tapones nadan dentro de las botellas. La triste impresión es que imitan a los blancos de clase alta. El irresistible atractivo del antiguo amo. En lugar de destruir ese mundo falso de gestos afectados quieren repetirlo. Probablemente sean burócratas del Congreso Nacional Africano. Ya he oído varias veces que sólo los negros metidos en política se enriquecen.

JOHANNESBURGO

Johannesburgo, la capital de África, la ciudad de los grandes negocios y de los extremos contrastes. Una de las urbes más peligrosas del mundo. La enormidad de su urbanismo apabulla. Ricos y pobres en extraña promiscuidad. Soweto es visita obligada. En los tiempos del apartheid, los trabajadores debían salir de las ciudades blancas antes del toque de queda. Excluidos del centro, sólo les quedaban estos barrios fantasma sin saneamiento ni asfaltado. Soweto es ahora destino para los turistas del ideal. Los coleccionistas de sueños revolucionarios acuden en autobuses. Guiados como un rebaño, visitan la casa de Mandela y pasean por coloristas proyectos de desarrollo e integración.

CIUDAD SIN REY

Kaapstad, Cape Town, Ciudad del Cabo. Cosmopolita e interracial, mezcla lo sofisticado y lo primitivo. Fundada en 1652 por una compañía mercantil holandesa, es hija del capitalismo moderno. Su primer gobernador, Jan Van Rieebeck, fue nombrado por una junta de accionistas. Se ve a sí misma civilizada, abierta y progresista. Esta presuntuosidad es irritante. Las diferencias sociales son tan palpables como en el resto del país. Lujosos coches circulan ciegos y sordos delante de los mendigos; sin embargo, sus conductores escuchan a Johnny Clegg o Myriam Makeba. Se piensan modernos.

En el largo paseo marítimo están los apartamentos más caros. Es un lugar delicioso. Al atardecer, salen a los balcones grupos de amigos que brindan en altas copas de cristal. Cultos, ricos y guapos. Delante de ellos flota sobre el mar una mancha verde. Es la Isla de Robben. Apenas dista unas millas, pero nunca la vieron. Nadie quería verla. En esa isla existía una prisión. Allí pasó veintisiete años Nelson Mandela y nadie dejó de brindar al atardecer.