Amigos, intelectuales de la misma generación literaria y miembros del Partido Comunista (en el que Miguel Hernández entró de la mano de Rafael Alberti y de su mujer, María Teresa León), la relación entre los dos poetas se fue agriando a lo largo de la Guerra Civil hasta el punto de que, más allá de pasar temporadas sin dirigirse la palabra, el gaditano dejó a Miguel fuera de la lista que, en los estertores de la contienda y con los peores augurios para el bando que ya se perfilaba como perdedor, confeccionaron él y su mujer para solicitar asilo en la Embajada de Chile. No lo incluyeron ni, en otra clara muestra de las desavenencias entre ambos, el matrimonio Alberti-León lo invitó a acompañarlos en el vehículo que recogió a la pareja en Madrid para trasladarlos hasta Monóvar, última sede del Gobierno de la República.

Las diferentes posturas de ambos ante la contienda (Miguel Hernández fue proclamado «poeta del pueblo» mientras Alberti era abucheado por unos milicianos en la Sierra de Madrid) y la distinta procedencia social de cada uno (el cabrero frente al burgués) ahondaron un distanciamiento que estalló en febrero de 1939, unos días después de que Antonio Machado fuera enterrado en Collioure y apenas un mes antes del fin de la guerra. Miguel Hernández, que en esos momentos se encontraba en Madrid, se acercó a la sede madrileña de la Alianza de Intelectuales para interesarse por sus compañeros y, a su llegada al palacio de los marqueses del Heredia-Spínola (incautado para servir de base a los artistas que apoyaban la República), se encontró con los preparativos de una fiesta que sus compañeros habían organizado como homenaje a la mujer antifascista. Mucho era lo que el poeta de Orihuela había callado a lo largo de esos tres años de guerra, durante aquellas noches en las que llegaba abatido del frente y trataba de dormir algunas horas con la música de fondo de aquellos bailes de disfraces y aquellas «travesuras y algazaras» con las que sus compañeros libraban su batalla contra la muerte.

La fiesta fue motivo suficiente para que Miguel no siguiera silenciando las desavenencias entre el «poeta del pueblo» y los intelectuales de «mono planchado y pistolas de juguete», según la definición de Juan Ramón Jiménez, quien en su libro «Guerra en España» no se anduvo con tibiezas al escribir, años después, que «los poetas no tenían convencimiento de lo que decían. Eran señoritos, imitadores de guerrilleros, y paseaban sus rifles y sus pistolas de juguete por Madrid, vestidos con monos azules muy planchados. El único poeta, joven entonces, que peleó y escribió en el campo y en la cárcel, fue Miguel Hernández...».

Indignado por ese ambiente festivo de resabio burgués mientras que él y otros combatientes se seguían jugando el tipo en el frente, Miguel se dirigió a Alberti y le espetó en voz alta y delante de otros intelectuales: «¡Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta!», frase de la que, lejos de retractarse, a lo que le conminó Alberti, escribió en una pizarra por si alguien no la había escuchado. Con una bofetada que aseguran que hizo caer al poeta respondió María Teresa León, quien, como organizadora de la fiesta, se sintió directamente aludida. Los dos amigos dejaron de serlo en ese momento.

Las semanas siguientes, pocos días antes de la toma de Madrid, estuvieron marcadas por el desconcierto y la consigna de «sálvese quien pueda». Miguel permaneció en la capital hasta el 9 de marzo pese a los consejos de amigos próximos a los vencedores que insistían para que se marchara de España cuanto antes. Analizada la situación y espoleado por la idea de irse con su mujer y su hijo a Chile para emprender una nueva vida con el apoyo y la amistad de Pablo Neruda, Miguel se dirigió a la Embajada chilena, donde sólo le ofrecieron, sin muchas garantías de seguridad, refugiarse en el edificio. Para Carlos Morla, encargado de negocios en la Embajada y viejo conocido del poeta, aceptarlo en su lista de refugiados era mucha responsabilidad, dada su activa participación en la contienda; con lo que Miguel Hernández nunca estuvo en esa lista ni en la que el matrimonio Alberti-León había confeccionado con amigos que también corrían peligro y le había enviado ya a Morla.

Sin saber qué hacer, el «poeta del pueblo» se encaminó de nuevo a la sede de la Alianza, donde se volvió a encontrar con Alberti y María Teresa León, que andaban ya enzarzados en los preparativos de su salida de Madrid. Según la versión de María Teresa, «Miguel Hernández apenas contestó a nuestro abrazo cuando nos separamos en Madrid. Le habíamos llamado para explicarle nuestra conversación con Carlos Morla -cuya propuesta de refugiarse en la Embajada habían rechazado por considerarla una miseria- [...]. Miguel se ensombreció al oírlo, acentuó su cara cerrada y respondió: "Yo no me refugiaré jamás en una Embajada. Me vuelvo al frente [...]. ¿Y vosotros?", nos preguntó. "Nosotros tampoco nos exiliaremos. Nos vamos a Elda con Hidalgo de Cisneros". Miguel dio un portazo y desapareció».

El texto no tiene desperdicio y aporta algunas claves que pudieran haber cambiado el destino de Hernández. En primer lugar, el poeta no acudió a ninguna llamada de los Alberti-León ya que fue él quien decidió acercarse a la sede de la Alianza para informarse antes de tomar una decisión sobre lo que iba a hacer. Tampoco pudo decir «me vuelvo al frente» cuando ya no había línea de fuego a la que ir y cuando la frase más repetida según otros testimonios -Cossío, Aleixandre, Morla, el mismo Alberti- era bien distinta: «Me voy a Cox con mi mujer y mi hijo». Pero lo más sangrante, sin duda, fue que Miguel, que había entrado en el Partido Comunista de la mano de María Teresa y Rafael, que había estado unido a los altos mandos del Ejército republicano, que había sido un poeta soldado al lado de la troika del Komintern en España, no fue tenido en cuenta por ninguno de sus camaradas. Ni siquiera fue invitado a salir con ellos hacia Monóvar, en el vehículo oficial que el Gobierno republicano había puesto a su disposición, y era abandonado a su suerte para que se refugiara en una Embajada que no ofrecía demasiada seguridad y que para ellos no era otra cosa que una limosna inadmisible.

Alberti y su compañera, en efecto, salieron rumbo a Monóvar, donde Juan Negrín había reunido su Gobierno en la denominada «posición Yuste», y el 7 de marzo de 1939 el matrimonio despegaba a bordo de un Dragón con destino a Orán.

Al amanecer de ese mismo día, Miguel Hernández decide regresar a Cox con su familia. Para salir de Madrid, y ante el temor de toparse con tropas franquistas, pide ayuda a su amigo, y falangista, José María de Cossío, a quien, en una jugarreta del destino, es Miguel el que tiene que «salvar» al ser interceptados por un grupo de milicianos a las afueras de la capital.

El 14 de marzo, ya en Cox, Miguel escribe a Cossío. Al parecer, el director de la enciclopedia «Los toros» le había prometido hablar con alguien influyente para solucionar la salida del poeta y de su familia: «No deje de hacer las gestiones cuanto antes si puede. He recordado nuestra última conversación. Recuerdos y abrazos para todos los amigos. Y para usted el de siempre». Hernández debía sentirse en aquellos momentos doblemente acosado: por un lado estaba la amenaza de las tropas franquistas y, por otro, su condición de comunista lo convertía en blanco de los hombres de Casado, una facción de los suyos.

Si hay una persona con la que Miguel Hernández pudo contar a lo largo de su corta vida, fue con José María de Cossío, de adscripción falangista y gracias al que el «poeta del pueblo» tuvo el único empleo remunerado durante sus años madrileños: la elaboración del último tomo de la enciclopedia «Los toros». Es Cossío quien en más de una ocasión le aconseja que se marche de España cuanto antes por la relevancia que había adquirido durante la contienda. Es también a su ex jefe a quien Miguel Hernández recurre al final de la guerra cuando comprende que se encuentra en peligro, y fue Cossío quien luchó con firmeza para salvarlo de una condena a muerte que al final fue conmutada por treinta años de una reclusión en la que acaba perdiendo la vida.

Miguel visitó en Orihuela a José Martínez Arenas, abogado y viejo mentor del poeta, y al canónigo Luis Almarcha; pero nadie, que se sepa, hizo nada por ampararlo. A mediados de abril decidió buscar refugio en un lugar más seguro donde pudiera hallar la protección de algún amigo que simpatizara con el nuevo régimen -ya había sido reconocido el Gobierno de Burgos- y, posteriormente, encontrarse con Josefina y el niño. Así se lo comunicó a Cossío el 19 de abril desde Cox: «Estamos todos bien por ahora. Yo salgo para Sevilla seguramente, y pronto. Allí espero ver a Guillén y a otros amigos y espero hallar una buena acogida entre ellos [...]. Deseo verle pronto, y si va por Sevilla, allí nos encontraremos». Según lo previsto, Miguel pensaba buscar la protección de Jorge Guillén en Sevilla, pero su mala información al respecto lo llevó a cambiar de planes pocos días después.

Con doscientas pesetas en el bolsillo que le había proporcionado su hermano Vicente y una caja de cartón por todo equipaje, Miguel salió de Orihuela el 20 de abril con rumbo incierto. Fue el poeta falangista Eduardo Llosent Marañón, viejo compañero en las Misiones Pedagógicas, director de la revista «Mediodía» de Sevilla y, en aquellos momentos, director del Museo de Arte Moderno de Madrid, quien le proporcionó una carta de recomendación para que la presentase en Sevilla a Joaquín Romero Murube, alcaide entonces del Alcázar hispalense, con el que se entrevistó la mañana del 24 de abril en el recinto de la fortaleza sevillana. Lo que no imaginaba Miguel Hernández es que Franco se encontraba esos días de visita oficial por Andalucía y que, según testimonio del propio Murube, estando el poeta en los jardines del Alcázar, entró en el recinto el Caudillo. Alarmado por el peligro que acababa de correr, Miguel decidió marcharse de Sevilla no sin antes comentarle al alcaide algo así como: «Joaquín, creía que Franco era una persona de gran porte, físicamente, y me lo encuentro bajito y poca cosa».

El 29 de abril de 1939 Miguel cruza a Portugal por un paso clandestino en las cercanías de Rosal de la Frontera. Era una zona por la que habían huido muchos milicianos y que los viajeros de la España franquista procuraban evitar. Alcanza el pueblo portugués de Santo Aleixo y llega luego a Moura. El domingo 30 de abril se vio necesitado de dinero para comer y recuperar las fuerzas después de una semana atravesando tierras andaluzas y durmiendo a la intemperie. Vende el traje oscuro y el reloj de oro que le había regalado Vicente Aleixandre, pero su aspecto, nada saludable, levanta las sospechas del comprador, que lo denuncia a la Policía salazarista. Detenido, lo entregan a la Policía española en Rosal de la Frontera el 4 de mayo. Era el principio de un largo vía crucis carcelario que lo llevó por trece prisiones y que acabaría con su vida tres años después en el Reformatorio de Adultos de Alicante. Causa oficial de la muerte: tuberculosis. Era el 28 de marzo de 1942. No había cumplido los 32 años. Mientras, en el barrio parisino de Quai de l'Horloge, una zona privilegiada y tranquila, Rafael Alberti comparte apartamento con el poeta chileno y otrora protector de Miguel Hernández Pablo Neruda.