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l Don José Álvarez. «Hace dos años, cuando murió mi madre y estaba en el tanatorio de Gijón, se acercó una persona, me dio la mano y me dijo: «Don José se apellidaba Álvarez y era mi padre». Todo el pasado volvió a mi mente de pronto y me emocioné. En mi casa y en el despacho de la Facultad conservo la foto de la escuela, de los compañeros junto con él. Tenía la estampa de los maestros de los años cuarenta: vestía de negro, era delgado, y como a la escuela íbamos todos los niños, de 6 a 14 años, el hombre aguantaba mucho. El recuerdo que tengo de él es el de una persona que notaba cómo su trabajo lo realizaba en un mundo que no estaba muy predispuesto a recibir todo su esfuerzo. En el campo cada cual tenía sus prioridades. Por eso, quizá, con algunos era especialmente sensible y en esa foto se percibe en él una sensación de cierta tristeza. Y don José fue quien en un momento determinado les dijo a mis padres que no podía enseñarme más y que mi ciclo en la escuela ya estaba cubierto».

l Dejar el mono azul. «Mi padre murió bastante joven, en torno a los 50 años, de una enfermedad profesional. No fumaba, pero en la Fábrica de Tabacos sucedió que los trabajadores abrían los fardos de tabaco y, supongo que por el polvo, padecieron después cáncer de garganta o de pulmón. El iba, y volvía, desde La Rebollada, todos los días, a trabajar en bicicleta. Mi recuerdo es verlo algún día salir a las seis de mañana. Y hay una explicación de por qué me dediqué a la Economía: el deseo de mi padre era que yo fuera auxiliar administrativo de caja de la Fábrica de Tabacos. Él tuvo la suerte de que comía en Gijón en el entonces chigre Casa Víctor, ahora restaurante, y allí paraba el secretario de la Escuela de Comercio de Gijón. Mi padre le explicaba sus planes para mí y así fueron las cosas, muy sencillas. Mi padre tenía una renta adicional, ya que en la Fábrica les daban a los empleados los paquetes de "caldo de gallina" de la época, que era un tabaco excelente entre el tabaco malo, y, dada la escasez, el vendía su parte a algún señor de Gijón. Mi padre deseaba que su hijo rompiera con el mono azul y la forma que él veía es que yo fuera auxiliar administrativo de la empresa. Nunca supe por qué pensaba él que era un cargo relevante el de auxiliar del cajero, pero recuerdo esa frase textual suya».

l Fuera de clase y asociaciones. «Mi madre se acordó de que tenía familia indirecta en Gijón, las hermanas Claire y Eugenia, francesas e hijas de un técnico de Cristalería Española. Para entonces, ellas habían perdido a su padre y a un hermano, y Eugenia trabajaba en Valcárcel, una tienda gijonesa de modas. Mi madre me llevó a esa casa y desde Carreño aportaba cosas de la aldea para compensar los gastos. Empecé en la Escuela de Comercio e hice el Ingreso con 11 años. Primero se estudiaba Peritaje Mercantil, cinco años, y a continuación, Profesorado Mercantil, tres años. Acababas a los 18 o 19 años. Dejar mi casa de Carreño supuso cierta ruptura. Siempre lo digo: entro en Gijón, que es en aquel tiempo una sociedad donde los de aldea éramos aldeanos, es decir, nos marginábamos. Por ejemplo, utilizábamos expresiones en bable, que en aquel momento era objeto de ninguneo. Ahora sería un hecho positivo y de hecho, cuando después fui decano en la Universidad de Oviedo, me encontré con que los hermanos pequeños de aquellos que ninguneaban el bable me pedían que diéramos las clases en asturiano. Por otra parte, no nos engañemos: poca gente había que procediese de la aldea y siguiera estudiando, con lo que yo estaba un poco desclasado, fuera de clase, y, sin querer, notaba que tampoco encajaba ya con mis compañeros de aldea cuando volvía a jugar al fútbol con ellos los domingos. Hubo además otro hecho: como consecuencia de la guerra, mi padre me prohibió que me integrara en cualquier organización o asociación. ¿Qué significaba eso? Lo digo con humor: ni podía estar en asociaciones religiosas (los Luises no me eran cercanos porque eran de los jesuitas), ni en el Frente de Juventudes, ni podía tomar los bocadillos, ni jugar al futbolín, ni acudir a los cineclubes. Con lo cual, de mi paso por Gijón no tengo un recuerdo grato. Sin embargo, no notaba el peso de la posguerra porque cuando llego a Gijón lo mío era sota, caballo y rey. Sacar los estudios y tener una media de notas que me permitiera obtener beca. En ese momento mi visión era siempre hacia adelante: termina, terminar y terminar. Y cuando, años después, llego a Madrid, tengo la misma postura, como la de "El túnel" de Sábato: lo que había detrás yo ya lo sabía; por lo tanto, solo miraba hacia delante y seguía por el túnel».

l Esfuerzo sin afectos. «Digo que mi padre había sido tajante: "Nunca te apuntes a nada". A él le había cogido la Guerra Civil en Carreño y pasó por los dos bandos. Estuvo al comienzo en la cárcel de El Coto, en Gijón, y huyó a Oviedo, donde dudaron de él. Creo que hubo un vecino suyo que habló contra él, así que se escapó otra vez. Pero como tenía una gran capacidad para sobrevivir, pudo adaptarse a las circunstancias. La guerra en el mundo de la aldea era distinta: no había carga ideológica, sino de odios familiares entre casas. Tal es así que el cacique, que era mi abuelo, era un superviviente nato, y nadie le hizo nada durante la guerra; pero un hijo suyo, mi padre, tuvo problemas de los que no quiso hablarme nunca. Además, mi padre era un hombre de aldea, por tanto, de propiedad y linderos, e individualista ciento por ciento. Ése es el recuerdo que tengo de él, y el de una terrible exigencia hacia mí. Un día que de niño le entregué las notas (me acuerdo perfectamente) me miró y me dijo. «Las notas no son para mí, son para ti, eh». Así era la educación de la aldea: gente dura y sobria; y no a los afectos, porque ablandan el carácter; y no reconocimiento explícitos porque se puede debilitar también el esfuerzo».

l Un profesor inquieto. «En esa etapa fue importante otro profesor: José María Prendes Obaya, que era el interventor de la Fábrica que Tabacos y al que mi padre conocía. Era una persona que tenía un nivel de preocupación por las técnicas de empresa muy superior a las de los mismos catedráticos. Él no lo era, pero le interesaban las técnicas modernas empresariales y nos daba unos apuntes sacados y traducidos de obras francesas. Mi compañero de estudios, aunque un poco mayor, José Luis Álvarez Margaride, y yo reflexionamos tiempo después sobre aquel profesor, un hombre con una inquietud y una preocupación muy por encima de la media del Gijón de los cincuenta, un Gijón con dificultades. Prendes Obaya fue quien, al terminar yo en la Escuela de Comercio, me dijo que tenía que seguir adelante y estudiar Económicas. Fue el profesor más importante que tuve y, en el fondo, el recuerdo que conserva uno de los profesores que ha tenido a lo largo de toda su vida se reduce a cuatro o cinco».

l Ruptura de familia y espacio. «Seguir estudiando planteaba una dificultad, que se soluciona de una forma extraña: muere mi padre cuando yo estoy en el último curso y los sistemas de aquel momento (una especie de mutualidad del SEU, el Sindicato de Estudiantes Universitarios) nos daban un préstamo para continuar estudiando. Con esa ayuda me animé y también solicité una beca, y entonces me encuentro con cierto desahogo en Madrid. En 1960 ingreso en la Facultad de Económicas y voy a un colegio mayor. Como tenía el alma aldeana de la prudencia, por protección, el verano del primer curso preparé oposiciones para contador público de Hacienda, pero suspendí en el penúltimo ejercicio, creo que en contabilidad. Como consecuencia de ello, me dediqué solo a estudiar. Madrid fue la ruptura porque en Gijón no me había integrado. Llego al colegio mayor y me doy cuenta de que hay muchos compañeros que saben mucho más que yo, y de muchas más cosas, y que tienen una cultura y unas lecturas que yo no tenía. Descubrí otro mundo y siempre estaré agradecido por haber salido de Asturias y del pueblo. Por eso ahora lamento (quizás esté equivocado) que los chicos sigan estudiando donde nacieron y viviendo en la casa de los padres; lamento incluso que los profesores den clase en las universidades donde estudiaron; lamento que no haya la ruptura de familia y espacio, porque esas rupturas lo explican casi todo en mi caso. Y lo reconozco: siempre estaré en deuda con los colegios mayores y con los compañeros de esos colegios. Siempre agradeceré que uno de ellos me dijera una cosa que yo entonces no entendí: "¿Cómo lees los apuntes de una materia económica? ¿Por qué no lees los libros originales?" Y ese compañero agrega: "Yo he profundizado en el griego y el latín porque no puedo concebir que no se lea a los clásicos en sus lenguas originales". Aquello me pareció una "boutade", pero hoy, con perspectiva, veo que tenía razón, que ser auténtico universitario significa ir a las fuentes, leer los libros originales y no repetir apuntes para pasar asignatura».

l Izquierda falangista y democristianos. «Estuve en varios colegios universitarios. El primero era un filial Guitarte, del José Antonio Primo de Rivera, donde había un gran predominio de los que podemos llamar la izquierda falangista. Allí estaban algunos de los personajes que hoy tenemos en política. No sé por qué, pero aquello no me encajaba, tal vez por mi percepción de aldeano. La izquierda falangista era la de unos personajes que creían todavía en la nacionalización de la banca y que juzgaban que Franco había traicionado los principios joseantonianos, socialistas. Pero cambié de colegio porque la vida es una suma de coincidencias extrañas. Cuando yo estaba estudiando en Gijón, un verano hubo un chico que estaba haciendo Económicas y Derecho y que quería también hacer Profesorado Mercantil. Ese chico era de Gijón y conectó, no sé por qué, conmigo para que le dejara los apuntes. Hoy es un gran amigo y le quiero mucho: José Ramón Álvarez Rendueles. Cuando estoy ya en Madrid, él es director de un colegio mayor, el Zorrilla, y se prestó a darme clases de una asignatura que era muy relevante, la de Castañeda, Teoría Económica, la clave; si la pasabas, eras economista, y si no, no lo eras. Me dio clases gratis y era muy ordenado, terriblemente ordenado y estudioso. Y me dijo que me fuera a su colegio mayor y lo hice. Por último, después de acabar la carrera, estuve en el colegio mayor San Alberto Magno, de posgraduados y creado por Joaquín Ruiz-Giménez para formar la futura democracia cristiana española. El capellán, al que había traído don Joaquín, era un jesuita que se llamaba Javier Arzalluz, después líder del PNV, que era democracia cristiana. Don Joaquín era una persona maravillosa, pero no acertó mucho porque la mayoría de los que iban por el colegio, de "Cuadernos para el Diálogo" y demás, la mayoría de ellos digo, se pasaba al socialismo o a UCD, y democristianos hubo pocos. También la Asociación Nacional de Propagandista estaba allí».

l «Franco lo deja el año que viene». «Joaquín tenía una cierta dosis de optimismo y traía por allí a conferenciantes que eran locos maravillosos; por ejemplo, Rafael Calvo Serer, que era miembro del Opus Dei y que venía de París. Eran los años sesenta y decía siempre: "Tengo la información directa: el año que viene Franco lo deja". Calvo Serer se dedicaba a dar una cosa muy bonita que era "pardología", o tratado sobre El Pardo, mediante clases y reflexiones. Eran momentos un poco tontos. Me nombraron subdirector del colegio mayor porque podía hacer una gran aportación. Había terminado la carrera y trabajaba en el Ministerio de Industria, cuyo titular era López Bravo. Mi gran aportación era que de los periódicos que recibía el Ministro, que eran todos, yo sacaba "Le Monde" y otros tres o cuatro extranjeros. Los llevaba al colegio mayor y al día siguiente los devolvía a su sitio, en la secretaría del Ministro. Era una aportación mía que se pudiera leer a un periodista, Novais, que era el que escribía en "Le Monde" sobre España. Ahora, visto con perspectiva, te puedes preguntar cómo era posible aquello. Pues sí lo era».

l Planificación indicativa. «Cuando yo acabo la carrera, en 1964, no se percibe en España una orientación liberal de la economía. En este país siempre hubo pocos liberales y en el entorno económico a lo más que llegábamos era a un rechazo del intervencionismo y de los mercados intervenidos, y a intentar una pequeña desregulación. Pero, claro, lo que surgió fue el Plan de Estabilización, que fue un momento de apertura de la economía española, pero, a continuación, los primeros planes de desarrollo eran planificación indicativa, que estaba de moda en Francia y que traemos aquí. Por tanto, es una vuelta indirecta al intervencionismo. No pensemos que el señor López Rodó era una persona que creía perfectamente en la libertad de los mercados y en el dejar hacer. No, era un época de planificación indicativa, que, eso sí, no coincidía con la planifica impuesta soviética. Lo más que se podía aceptar era una economía social de mercado, o expresiones similares. Pero seguía el sector público vigente, y la empresa pública, vigente; y había una idea muy sencilla que sigue en parte vigente: el sector público de la economía es la base que va a determinar el desarrollo».

l Las sardinas de Marta. «Al acabar los estudios no tengo ideas liberales, porque estoy acostumbrado a aceptar, o no aceptar, o a ver cómo desde las capitales y desde los grupos de poder le dicen las soluciones a los problemas que uno tiene. Siempre pongo el ejemplo de que nazco y vivo enfrente del Centro de Agricultores de La Rebollada y tengo que caminar para coger el Alsa en Casa Gerardo, Prendes, porque en la capital, en Oviedo, dijeron que la parada del Alsa era allí, aun cuando había más vecinos en el otro lado. Y en la capital decidieron que no había autocar los domingos, con lo cual, para viajar a Gijón, yo tenía que ir caminado hasta Aboño, para coger el tren, el Carreño. Desde siempre, cuando venía por la aldea la gente de Agricultura, venían a salvarnos y darnos recomendaciones de lo que teníamos que hacer. Mi recuerdo es que se les escuchaba y no se les hacía ni caso, porque a lo mejor eso no era lo que nos convenía en la aldea. Por lo tanto, en la aldea me acostumbré a que siempre te quieran salvar y decidir por ti, pero en la mayoría de los casos a mí no me beneficiaba y me preguntaba por qué no me dejaban un poco más de libertad. Por ejemplo, todos los precios estaban intervenidos, pero la idea de la libertad de mercado empiezo a tenerla al recordar a Marta, una pescadera de Candás que venía por la aldea con las sardinas en la cabeza. Marta era para mí una persona maravillosa porque vendía la docena de sardinas con precios diferentes, en función de la persona que tenía enfrente, y que estaba dispuesta a pagar más o menos. Recordando aquello me di cuenta de que era una adaptación del precio variable al mercado. A veces, a Marta la acusaban de cambiar los precios, pero siempre terminaba el día volviendo a Candás con la cesta vacía porque, si veía que no vendía, bajaba el precio y terminaba todas las sardinas».

l Ensidesa y la hierba. «Y yo creía en la empresa pública; incluso tengo unos trabajos sobre teoría de la empresa pública. Pero llegas a la conclusión de que, realmente, mientras sea pública, no tiene solución; no es un tema de gestor bueno o malo, sino intrínseco. Más que sobre una base de reflexión teórica, me fui dando cuenta por contraste empírico: así no funcionaban las cosas porque veía el comportamiento de mis paisanos y compañeros, tan distinto si estaban en una empresa pública o en una privada. Lo vi desde niño con trabajadores de Ensidesa: veía a familiares míos que se colocaban en las empresas públicas y dejaban los tallerinos del Natahoyo, en Gijón, para ir a Ensidesa. Por tanto, disminuían los talleres y de repente veía que estaban en las andechas y recogiendo la hierba. Era un comportamiento laboral que no veías en los pequeños talleres».

Segunda entrega, mañana, lunes: Memorias de Álvaro Cuervo