El tiempo parece aferrarse y negarse a seguir corriendo en «Villa Isabel», una casona indiana sita en el pueblo sotobarquense de La Ferrería. En el interior de esta hacienda, erigida en 1906 por la familia Fernández Castro, todo permanece impertérrito, como si sus ciento cuatro años de historia apenas pesaran. Los viajes al pasado no existen. No al menos físicamente. No obstante, lugares como éste permiten teletransportarse a otra época. Y es que en el inmueble nada ha sido alterado, ni siquiera el mobiliario, gracias a la labor de sus fundadores y a la de sus actuales propietarios, la familia Pérez Llorente.

«Villa Isabel», que fue concebida por el ingeniero Aurelio García de Castro, no es la tradicional casa indiana al uso. La sobriedad de su exterior contrasta con la profusión decorativa del interior. No en vano, la mayoría de sus paredes y techos está decorada con pinturas al fresco, ejecutadas por los pintores avilesinos Soria y en consonancia con el gusto de la época, muy en la línea del «art nouveau». Por si esto fuera poco, el mobiliario sigue estando en el mismo lugar que a principios del siglo XX. «Vivir rodeado de todos estos objetos desde la infancia hace que lo asumas como algo normal, aunque con el paso del tiempo te haces consciente del valor y del potencial que tiene», matiza Jaime Pérez, actual propietario, el cual señala que «el mantenimiento es muy complicado».

La familia Pérez Llorente llegó a «Villa Isabel» en 1976, cuando la vivienda ya llevaba casi una década deshabitada tras el fallecimiento de Matilde Fernández García de Castro, último miembro del clan indiano. «Éramos una familia compuesta por ocho miembros y mis padres, de un modo muy valiente, decidieron comprar la casa», subraya Pérez. Por aquel entonces, había veintiocho titulares en la escritura de la casona. «Eso hizo que bajase mucho su precio. Además, en aquellos años no había mucho interés por venir a vivir a esta zona», comenta.

Mil metros cuadrados habitables, además de un sótano y una buhardilla de unos trescientos metros cuadrados cada uno. Salón de baile, sala de juegos, doce dormitorios, comedor, cocina, varias despensas, tres baños, despacho y salas de estar. Ahí es nada. «La altura libre entre pisos es de 3,70 metros en la primera planta y de 3,40 en la segunda. Es una casa pensada para un clima tropical», enfatiza su propietario mientras muestra el comedor, cuyo centro está ocupado por una enorme mesa rodeada de trece sillas. «La despensa para los alimentos es más grande que la mayoría de las cocinas de las casas que se construyen hoy en día», afirma Pérez. Y añade: «A todo esto cabe sumar el jardín, la vivienda de los caseros, las cuadras y una tenada».

«Conservar todo esto es muy complicado, pero la calidad de los materiales empleados en su construcción facilita la labor», reconoce el propietario. Y es que no todos los días se puede pisar sobre un suelo de pinotea que conserva el barnizado original de 1906 sin haber sido objeto de ninguna reparación. «Sólo se sustituyeron los sanitarios y se rehabilitó la cocina. La parte más dañada es una galería en la fachada Sur, estructura que fue añadida con posterioridad al proyecto del ingeniero», lamenta Jaime Pérez, quien prosigue señalando que los Fernández Castro eran muy previsores. «Los elementos ornamentales, como las lámparas, fueron comprados prácticamente por duplicado y se conservan repuestos para todo, hasta para las cenefas», enfatiza.

¿Y cómo se caldea una vivienda de estas dimensiones? Pues con una calefacción que consume al año una media de cincuenta toneladas de madera y cinco de carbón. «En verano es un lugar muy fresco, no se necesita aire acondicionado. Durante el invierno, se deben emplear dos horas diarias en la caldera. No obstante, cabe decir que, a pesar de la altura de los espacios, es una vivienda de lo más confortable», sostiene Pérez.

Su amplitud también tiene ventajas. «Te permite tener tu propio espacio. Cada uno de los seis hermanos podíamos disfrutar de nuestras aficiones en diferentes lugares. Además, nuestros padres siempre fueron muy progresistas y nos permitían celebrar fiestas en la casa», recuerda Jaime.

En definitiva, una pequeña ínsula en medio del bajo Nalón que, tras años de disfrute por parte de la familia Pérez Llorente, espera nuevos inquilinos. «La casa se nos ha hecho muy grande y hemos decidido deshacernos de ella», advierte su propietario, cuyos recuerdos pasarán a engrosar la historia de «Villa Isabel», un rincón donde la idiosincrasia indiana ha dejado un poso imperecedero difícil de borrar en la retina.