Fueron varios e importantes los asturianos que intervinieron en el proceso de independencia hispanoamericana, de cuyo inicio se cumple este año el bicentenario que están conmemorando varios países latinoamericanos. Baste recordar los nombres de José Tomás Boves (Boves era el segundo apellido de su padre, sus primeros apellidos eran Rodríguez y de la Iglesia y había nacido en el ovetense barrio del Postigo de Oviedo), el caudillo de los llaneros, que fue un apoyo decisivo para los realistas frente a los ejércitos independentistas en los llanos venezolanos; el del virrey de Perú José Fernando de Abascal, nacido también en Oviedo, que logró detener los primeros movimientos insurgentes en Quito y en Chile. Así como también el del general Jerónimo Valdés, nacido en Villarín (Somiedo), que participó al mando de las fuerzas realistas en la batalla de Ayacucho (1824), en la que la derrota de los realistas simbolizó el final del Imperio español en la América hispana continental. Pero quizá sea menos conocido el papel del obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, quien, ni más ni menos, excomulgó al cura y padre de la patria mexicana Miguel Hidalgo y Costilla, el promotor del denominado «grito de Dolores» (16 de septiembre de 1810), con el que simbólicamente comenzó la primera etapa del proceso de la independencia en el virreinato de Nueva España.

Hijo ilegítimo de un noble asturiano, Manuel Abad y Queipo nació en Villapedre (Grandas de Salime) en 1751. Fue a la Nueva España acompañando al obispo fray Antonio de San Miguel. Concretamente a Valladolid, actual Morelia, y terminó siendo obispo electo de la diócesis de Michoacán. De ideología liberal reformista, Abad y Queipo fue crítico con la actuación de la Corona española en México y trató de mejorar la situación de los indígenas y las castas. Imbuido de las ideas de Campomanes y Jovellanos, identificó los problemas de la colonia y propuso en sus representaciones a la Corona y en sus cartas pastorales reformas económicas y sociales influidas por las ideas de los dos ilustrados asturianos favorables para los novohispanos.

Para el obispo asturiano el problema fundamental de la Nueva España era la gran desigualdad social entre los campesinos (castas e indios) y los españoles ricos, dueños de la tierra. «En Nueva España -escribió Abad y Queipo- no hay graduaciones o medianos y son todos ricos o miserables, nobles o infames». De alrededor de los 4,5 millones de habitantes que se calculaba que vivían en la colonia, «los españoles compondrán -escribió- un décimo del total de la población y ellos solos tienen casi toda la propiedad y riquezas del reino». El resto, es decir, los indios y las castas, «son criados, sirvientes o jornaleros de la primera clase». El resultado de esta deplorable desigualdad era un odio manifiesto y un conflicto de intereses que conducían a «la envidia, el robo, el mal servicio de parte de unos, el desprecio, la usura, la dureza de parte de los otros».

El eclesiástico asturiano fue uno de los grandes ideólogos contra la Consolidación. Con ese nombre se conoció al decreto impuesto desde la metrópoli en 1804 para consolidar los vales reales y poder así evitar la bancarrota de la Monarquía, lo cual implicaba remitir a la Corona el valor de determinados bienes raíces eclesiásticos y dinero metálico del que era acreedora la Iglesia americana. Este decreto significaba una desamortización encubierta, pero perjudicaba, sobre todo, a comerciantes, mineros, propietarios que debían devolver a la Iglesia sus créditos para que ésta los reenviase a España. Lo cual suponía un grave lastre para la economía mexicana por la falta de liquidez y la pérdida de la capacidad de inversión de los grupos afectados que provocaba. Lo que originó un gran descontento en el virreinato de Nueva España, que era uno de los territorios coloniales en que la Iglesia debía hacer una aportación mayor. Ese descontento fue precisamente uno de los factores que provocaron el surgimiento del movimiento independentista en el virreinato.

Abad y Queipo fue, de hecho, el autor de uno de los memoriales -quizás el mejor fundamentado de todos- contra la Consolidación en nombre de los comerciantes, mineros y propietarios de Valladolid, y esa lucha la compartió con el cura Miguel Hidalgo, del que era amigo cuando éste era rector del Colegio de San Nicolás en Valladolid y lo seguiría siendo hasta el inicio del movimiento insurgente que encabezaría Hidalgo en septiembre de 1810 en el pueblo de Dolores. Abad y Queipo, al contrario, no sólo no secundaria la insurgencia, sino que fue, además, un acérrimo enemigo de ella, adoptando una postura totalmente favorable a la Corona que se concretó en su excomunión del cura mexicano.

Abad y Queipo había sido nombrado obispo de Michoacán en febrero de 1810 por la Regencia. Pero como no obtuvo la aprobación papal, rigió su diócesis como obispo electo, pero no consagrado. Desde esa dignidad, el obispo asturiano se convirtió en un ardoroso patriota defensor de Imperio español, enviando a la Regencia advertencias de una posible insurrección general en el virreinato, dado el vacío de poder en España. Los americanos «quisieran -advertía- mandar solos y ser propietarios exclusivos del reino» y los indios y las castas odiaban a los españoles y seguirían a los criollos en su rebelión, aunque sus intereses fueran diferentes. Pero todo podría derivar -añadía- en una guerra de razas como la que había ocurrido en Santo Domingo. Para evitar el descontento criollo, Abad y Queipo proponía acabar con el monopolio comercial de España, abriendo todos los puertos de la América española a los navíos extranjeros. Y por si eso no fuera suficiente, poner en pie un ejército de unos 20.000 hombres para defender la colonia.

El 16 de septiembre de 1810, el cura de Dolores, Miguel Hidalgo, se levantó contra el dominio español al grito de «¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva Fernando VII! ¡Mueran los gachupines!». Apoyado por una masa insurgente compuesta de castas, indios, rancheros, artesanos y mineros del Bajío, atacó Guanajuato con la intención de expulsar a los españoles peninsulares y recuperar los derechos de «la nación mexicana» poniendo sitio a la ciudad y asesinando y saqueando las propiedades de numerosos españoles peninsulares. Posteriormente asaltó Valladolid y Guadalajara a la vez que suprimía la esclavitud, abolía el tributo para indios y mulatos, prohibía el arrendamiento de las tierras comunales indígenas y exigía la expulsión de los gachupines. Derrotado en enero de 1811 por las tropas realistas del entonces brigadier y después virrey Félix María Calleja, Hidalgo fue juzgado y pasado por las armas. Pero la insurgencia continuó en el sur de la colonia con más fuerza y un fundamentado programa político, dirigida ahora por otro sacerdote, José María Morelos.

A los pocos días de la proclama de Hidalgo, Abad y Queipo emitió un edicto en el que combatía la insurgencia, defendiendo a los españoles peninsulares de las acusaciones de Hidalgo y reconociendo el derecho de España a gobernar América por «la especial providencia de Dios en la elección de los españoles para convertir y civilizar a tantos pueblos idólatras y bárbaros». A la vez que excomulgaba al cura Hidalgo y a sus principales seguidores por no haber respetado la inmunidad eclesiástica al detener y llevar a prisión a algunos miembros del clero.

El edicto de Abad y Queipo se expresaba en estos términos: «Un sacerdote de Jesucristo (?), el cura de Dolores don Miguel Hidalgo, levantó el estandarte de la rebelión y encendió la tea de la discordia y la anarquía, y seduciendo a una porción de labradores inocentes, les hizo tomar las armas? En este concepto, y usando de la autoridad que ejerzo como obispo electo y gobernador de esta mitra, declaro que el referido don Miguel Hidalgo, cura de Dolores, y sus secuaces (?) son perturbadores del orden público, seductores del pueblo, sacrílegos y perjuros, y que han incurrido en la excomunión mayor del canon Siquis Suadente Diabolo (?). Los declaro excomulgados vitandos, prohibiendo, como prohíbo, el que ninguno les dé socorro, auxilio y favor, bajo pena de excomunión ipso facto incurrenda».

La anterior excomunión fue ratificada por otros obispos de Nueva España e, incluso, dada su condición de obispo no consagrado, el arzobispo de México, Francisco Javier Lizana, expidió un edicto en octubre de 1810 en el que declaraba que la excomunión de Hidalgo por el obispo electo Abad y Queipo era válida y de acuerdo con los cánones.

Además, como el derecho canónico de la época prohibía quitar la vida a un sacerdote, fue necesario antes del fusilamiento de Hidalgo en Chihuahua, el 31 de julio de 1821, proceder a su degradación sacerdotal en una ceremonia en la que se le arrancó la sotana y el alzacuello, se le raspó con un cuchillo la piel de la cabeza, las palmas de las manos y las yemas de sus dedos y se cortó parte de su cabello para despojarle del orden sacerdotal.

Por su parte, a la vuelta de Fernando VII en 1814 como rey absoluto, Abad y Queipo regresó a España, donde aquél le llegó a nombrar secretario de Estado y del Despacho Universal de Gracia y Justicia de España y de Indias, esto es, ministro. Pero sólo por unos pocos días, porque fue acusado y confinado por denuncia de la Inquisición por su liberalismo y su antigua amistad con Hidalgo. Durante el Trienio Liberal fue miembro de la Junta de Madrid y diputado en Cortes por Asturias por unos meses. Detenido por liberal en la década absolutista, fue condenado a seis años de confinamiento en el monasterio de Santa María de la Sisla (Toledo), donde falleció de enfermedad en 1825.