El vino es uno de los mayores milagros de la tierra. Después de las lluvias equinocciales, que llenan la uva, llegan los soles tardíos de septiembre que la impregnan de dulzura y le proporcionan el grado de alcohol adecuado. Es tiempo de vendimia; el olor de humedad se apodera del otoño, el aire se afina, como si sobrevolase líquido sobre nuestras cabezas. Sólo en el campo se observan como es debido las estaciones, sus brotes y estallidos; la naturaleza nos da la señal de las cosas, de aquello que nos rodea y lo que va a la cazuela o a la copa.

Cuando el otoño se presenta tímidamente, las verduras del verano todavía se agolpan en los mercados. A ellas se sumarán enseguida las primeras setas. Después vendrán los melocotones de viña y los higos, la uva moscatel, las avellanas, las manzanas, las peras fundentes; luego, las nueces y los membrillos, que proporcionan confortables y deliciosos aromas. Octubre abre paso a la caza y en noviembre nos esperan las trufas, las patatas, las lentejas y las endibias. Como las estaciones se suceden, el frío nos trae los nabos, los puerros, las coles y las zanahorias para alimentar las sopas y los potajes. El invierno, tan inodoro, es una despensa generosa de mariscos: oricios, ostras, centollos, langostas, llocántaros, etcétera...

La lluvia provoca la florescencia del hongo. Caen cuatro gotas y ya está. España, por lo general, es un país micofago, es decir, comedor de setas. Es cierto que tradicionalmente hay regiones donde la inclinación es superior a la de otras, bien por las condiciones que brinda la naturaleza, bien por otras razones que entran en el terreno del atavismo y la costumbre. Josep Pla se preguntaba por qué hay países micofilos y países micofobos. Recordaba entre los primeros los ejemplos de Francia, Italia o Rusia, y entre los segundos, a Grecia. En Grecia hay setas en los bosques, muchas más que salmonetes en el esquilmado Egeo, pero nadie se preocupa de ellas: es mucho más fácil que a uno le ofrezcan para comer un salmonete pálido que un boleto rebosante de salud.

El botánico Pius Font i Quer proporciona sobre este asunto una explicación que a Pla le resultaba de lo más convincente. La transcribo por si les interesa: «La micofilia no es nada más que una consecuencia de la micofagia. Cuando ante las setas el hombre no siente ninguna repugnancia innata y se las come, se aficiona a ellas; aprende a conocerlas y con facilidad las reconoce y las distingue; les pone nombre y sabe dónde y cómo se crían; prefiere las unas a las otras; aprende también a cocinarlas de la forma adecuada según la naturaleza de las especies y escoge o selecciona entre las buenas y las no comestibles y venenosas. Y así se origina la sabiduría popular sobre esta clase de vegetales que nadie siembra, que nacen sin saber cómo pero siempre en los mismos lugares, que en cada pueblo la gente más sagaz conoce uno por uno. La micofilia se manifiesta por las señales y así son los micofilos».

El cep («Boletus edulis») característico del otoño no posee las exuberantes fragancias de la seta de primavera, pero gana en carnosidad y en sabor, con su inconfundible gusto a avellana cruda. Hincarle el diente es un placer. También se puede comer crudo, pero resulta ideal tras un ligero salteado y una suave plancha para calentar sus láminas. Así conserva impecable su estructura, que no ha de alterarse lo más mínimo. El calor, sin duda, potencia el gusto sin perjudicar los aromas, que, en este caso, no son su punto fuerte. Y una ventaja añadida es que las setas poco o nada hechas cunden más, aunque la cantidad sea menor.

La palabra cep procede de un vocablo gascón que significa cepa o tronco. Su visión bajo las hojas rojizas del otoño contribuye a suavizar el tránsito doloroso de las vacaciones del verano a las ocupaciones laborales en las primeras escapadas de fin de semana al campo. Ahí lo tenemos, de pie, con su aspecto tubular bajo un sombrero, despertando los primeros apetitos otoñales una vez que la lluvia deja paso a los primeros rayos de sol. Son discretos, por eso los buscan los rastreadores de hongos avezados en los rincones ocultos de los sotobosques. Se cortan por la base del pie limpiamente e inmediatamente se llevan a la nariz para percibir ese olor dulzón de fruta madura que desprenden.

Pero hay más. Las morillas, los perrechicos, las senderuelas, los rebozuelos, que también pueden recogerse en primavera, ya que no desaparecen con las primeras heladas. Las trompetas de la muerte, muy apropiadas para mantener secas, y los níscalos, de abundantes cosechas, para comer a la plancha o salteada con ajo. La única excepción, a mi gusto, donde el ajo encaja. En otras setas lo único que se consigue con él es arrasar los delicados sabores.

Pero volvamos al umbral del otoño. El pan, el vino y el aceite marcan el comienzo de la civilización. Las vendimias, llenas de vida, el inicio de la estación más reflexiva y sensual del año. Pla, el hombre que mejor escribió sobre las horas y la naturaleza, con permiso de Virgilio, decía que la vendimia es un relieve sobre piedra palpitante. Pero no merece la pena citarlo sin dejar que se exprese: «Del fondo de los siglos, la vendimia nos ha llegado cargada de alegorías y de símbolos, de guirnaldas de pámpanos y de hipótesis estimulantes y libres. El prestigio clasicizante y sensual del otoño proviene quizá de la trascendencia que los antiguos, la literatura pagana, dieron a la vendimia». El solitario de Llofriu se refería a las burlas que Platón les dedicó a los órficos, que hablaban del cuerpo como una tumba y prometían a los castos una embriaguez permanente en el otro mundo. Pensaba que no hay manera de comprender el cielo si no es como compensación de lo que no se ha podido obtener en la tierra.

Pobre del que crea que la sensualidad pertenece al verano y no al otoño, porque no ha entendido nada. La monotonía es infinitamente más voluptuosa que el ruido.