El percebe es uno de los pequeños grandes bocados que existen. A la primera oleada le sigue la suavidad de su carne y no me atrevo a decir que la sensualidad, porque puede haber alguien tentado a recordarme que de lo que les estoy hablando es de pegarle un mordisco a un pene, por decirlo de la manera más fina que se me ocurre, pero sin faltar a la verdad. Efectivamente, debajo de la piel negra y rugosa de este crustáceo se encuentra uno de los penes más desproporcionados que existen. Sé por Darwin que otros cirrípedos de la familia del percebe usan munición todavía más considerable y de mayor calibre, pero, que yo sepa, no tenemos por costumbre llevárnoslos a la boca.

Estos días ha empezado la campaña del percebe y siempre que eso ocurre me pregunto qué pensaría el primero en hincarle el diente a semejante cosa. Claro que también me asalta la duda por la cara que puso el hambriento que por primera vez comió un centollo o un oricio. No es broma, imagínense por un momento en el amanecer de los tiempos; supongan que nunca han probado una langosta envuelta en su caparazón y que obligatoriamente deben hacerlo porque no tienen otra cosa más que comer. Le he dado a ello más de una vuelta y mi admiración por los pioneros del marisco es equiparable a la que siento por los grandes descubridores.

Pero sigamos con el percebe una vez que ya estamos familiarizados con él. Como sabemos, crece en las rocas expuestas al sol, abatidas por el mar. Quedamos que lo que se come es la parte que forma el pedúnculo, aunque hay quienes escarban debajo de la uña. En Galicia y toda la cornisa cantábrica se comen percebes siempre que se puede, pero también en algunos lugares de Francia, en Portugal, Canadá y Chile. Bueno, en Chile exactamente lo que hay son picorocos, otro tipo de cirrípedo que vive adherido a las rocas y mantiene en su carne el intenso sabor del mar. Los picorocos, como los percebes, son difíciles de mariscar y casi nunca abundantes, porque constituyen, a su vez, el alimento favorito de los locos, uno de los moluscos más apreciados del Pacífico, de suculenta carne, y que en Perú conocen por chanques.

A veces se suele confundir el percebe, que es un crustáceo, con un molusco. Y antes con mucha más frecuencia que ahora. El propio Julio Camba, al que raramente se le escapaba una, escribió que los percebes y las almejas eran los dos moluscos más populares de Madrid. También hay quien se refiere a ellos en femenino, pero, aunque son hermafroditas, el trato para el percebe debe ser masculino, sin que tenga nada que ver en esto su poderoso falo. Y que me perdone la ministra Bibiana Aído.

Aclarados estos extremos, los percebes están buenísimos, pocos mariscos guardan como ellos en su sabor la correspondencia del lugar donde proceden. El buen percebe es el corto, de uña gorda, y ancho, que en Asturias tiene en las rocas de Peñas una lujosa residencia. Carnosos y jugosos, lo lógico sería utilizar un babero para comerlos. El vecino de mesa, si el comensal no se comporta con moderación, un paraguas para evitar ser salpicado.

En el tiempo de cocción recomendado para el percebe no siempre hay acuerdo. Camba hablaba del padrenuestro de las mujeres de su tierra y probablemente sea ésa la medida adecuada. En los mariscos, tradicionalmente, se han utilizado las oraciones como sistema cronométrico: los padrenuestros, las salves y las avemarías. La heterodoxia, como escribió el gran articulista de Villanueva de Arosa, es precisamente el reloj.

Bajemos por un momento el listón del yodo y vayamos a las vieiras, que emprenden también su despegue anual. Con la característica concha de peregrino, posiblemente se trata de uno de los moluscos de carne más delicada y que se presta a mayor número de preparaciones, aunque algunas mejor sería desterrarlas. La vieira, con cuyas valvas Afrodita se alisaba los cabellos, se suele cocinar en España enterrada en cebolla y tomate, con taquitos de jamón que disfrazan la finura dulce de su sabor. No es, creo yo, la mejor manera de comerlas. Si lo que se quiere hacer con una vieira es prepararla al horno, les aconsejo que sean mucho más discretos y hagan lo siguiente: primero de todo, despegar con cuidado la carne de la concha, limpiarla también con esmero, hacerle una pequeña circuncisión y recubrirla con una mezcla de pan rallado y perejil empapado en aceite, y añadir una pizca de clavo picado. Sin pasarse con el clavo. Finalmente, la vieira ya se puede poner al horno hasta que dore. Verán que así está mucho mejor que con el tomate, la cebolla, el pimiento y el jamón. Hay quienes le añaden hasta chorizo y guindilla; en fin, una barbaridad si de lo que se trata es de comer una vieira.

Pero hay otras maneras de disfrutar con este marisco de concha. Se puede guisar suavemente con una reducción de champán o cava; también se puede saltear simplemente en la sartén en tacos con perejil o cebolla, siempre teniendo cuidado de que no se pase para no comer un corcho en vez de una vieira. Hay quien la pica en láminas finas para prepararla marinada en un ceviche o, como se dice ahora, en carpaccio. El carpaccio, sin embargo, viene del color rojo que caracterizaba las tonalidades de algunos de los cuadros del pintor veneciano cuatrocentista del mismo nombre, y sólo debería aplicarse por razones que no necesitan explicación a la carne de ternera o de buey. Como muy acertadamente se les ocurrió a los que inventaron el plato en el famoso Harry's Bar.

El cocinero francés Alain Ducasse habla de la alianza perfecta de la vieira con la trufa (tanto la negra como la blanca), del contraste de sabores, colores y texturas que ofrece esta combinación mar y tierra. Nunca lo he probado, así que no puedo opinar. Pero salteadas, en un guiso corto o al horno, siendo piadosos con su carne y sabiendo cómo llevarlas a él, las vieiras son moluscos irresistibles. No me extraña que le gustasen tanto a Afrodita, aunque sólo fuera para alisarse los cabellos con sus valvas estriadas.